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La Humanae vitae cumple 40 años

La encíclica Humanae vitae, firmada por el Papa Pablo VI el 25 de julio de 1968, cumple 40 años.

Hoy, como entonces, no faltan voces de quienes rechazan la doctrina católica expuesta por Pablo VI, de quienes ven en la Humanae vitae solamente muchos «no», de quienes piensan que la anticoncepción es un «progreso», de quienes consideran que pueden seguir siendo católicos al margen de esta encíclica.

Pero la doctrina ofrecida hace 40 años no era una opinión personal, ni una idea anticuada (¿puede ser anticuado lo verdadero?), ni el resultado del triunfo de una escuela teológica sobre otra. Era, simplemente, la presentación del plan de Dios sobre el matrimonio y sobre su constitutiva apertura a la vida.

Ante los participantes de un congreso que se tuvo en Roma para recordar este aniversario, Benedicto XVI subrayaba el valor de Pablo VI al publicar la Humanae vitae, y cómo las palabras del Papa Montini conservan todo su valor. «Cuarenta años después de su publicación, esa doctrina no sólo sigue manifestando su verdad; también revela la clarividencia con la que se afrontó el problema» (Benedicto XVI, 10 de mayo de 2008).

En este discurso, Benedicto XVI quiso poner en evidencia el sentido auténtico del amor entre los esposos. «De hecho, el amor conyugal se describe dentro de un proceso global que no se detiene en la división entre alma y cuerpo ni depende sólo del sentimiento, a menudo fugaz y precario, sino que implica la unidad de la persona y la total participación de los esposos que, en la acogida recíproca, se entregan a sí mismos en una promesa de amor fiel y exclusivo que brota de una genuina opción de libertad. ¿Cómo podría ese amor permanecer cerrado al don de la vida? La vida es siempre un don inestimable; cada vez que surge, percibimos la potencia de la acción creadora de Dios, que se fía del hombre y, de este modo, lo llama a construir el futuro con la fuerza de la esperanza».

La encíclica Humanae vitae dijo, es verdad, un «no» claro y firme a la anticoncepción y a las ideas de quienes buscan caminos inmorales para evitar la llegada de los hijos en el matrimonio. Pero ese «no» era un «sí» para defender el sentido auténtico y fecundo que es propio del amor entre los esposos.

Es cierto que pueden darse, como explicaba Pablo VI, «serios motivos» para que unos esposos eviten por un tiempo la llegada de un nuevo hijo. En esos casos, nunca se puede falsear la naturaleza del acto conyugal, que conserva su auténtico sentido cuando los esposos se dan mutuamente desde el amor y con una actitud de apertura a la vida.

En cambio, los esposos sí pueden, por motivos serios, recurrir a los así llamados «métodos naturales», es decir, «tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar» (Humanae vitae, n. 16).

Sabemos que muchos esposos han dado la espalda a estas enseñanzas, han usado métodos anticonceptivos, o se han esterilizado. En no pocos casos, los esposos han optado por la enorme injusticia del aborto cuando se encontraron ante la llegada de un hijo no deseado, no amado. El hogar, en esos casos, llegó a convertirse en una triste alianza de muerte, en un amor empobrecido porque no fue capaz de confiar en Dios ni en la llegada de un hijo.

A causa del uso y abuso de métodos anticonceptivos, millones de esposos han llegado a destruir el propio matrimonio. ¿No será precisamente porque cuando falta respeto hacia el sentido auténtico de la relación conyugal, poco a poco el amor se marchita y se destruye? ¿No serán tantos miles de divorcios la consecuencia del triunfo de una cultura que busca «tener» y «disfrutar», en vez de avanzar por el camino de la verdadera realización humana: el amor generoso?

En el discurso que citamos antes, Benedicto XVI añadía: «En una cultura marcada por el predominio del tener sobre el ser, la vida humana corre el peligro de perder su valor. Si el ejercicio de la sexualidad se transforma en una droga que quiere someter al otro a los propios deseos e intereses, sin respetar los tiempos de la persona amada, entonces lo que se debe defender ya no es sólo el verdadero concepto del amor, sino en primer lugar la dignidad de la persona misma. Como creyentes, no podríamos permitir nunca que el dominio de la técnica infecte la calidad del amor y el carácter sagrado de la vida».

Muy distinto es el panorama cuando los esposos se abren, con generosidad responsable y llena de esperanza, a la llegada de los hijos. Si viven así, se convierten en colaboradores de Dios. Lo recordaba Benedicto XVI: «Con la fecundidad del amor conyugal el hombre y la mujer participan en el acto creador del Padre y ponen de manifiesto que en el origen de su vida matrimonial hay un 'sí' genuino que se pronuncia y se vive realmente en la reciprocidad, permaneciendo siempre abierto a la vida».

Después de 40 años, la comunidad católica necesita releer, meditar, acoger, con esperanza y generosidad, la Humanae vitae. En esta encíclica encontraremos una doctrina exigente, pero de una belleza inigualable. Una doctrina que nace del Evangelio, que enseña el camino que lleva a la verdad, que genera confianza y que, en el seno del amor entre los esposos, permite el nacimiento de cada uno de los hijos.

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