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Democracia y Barbarie

El terrorismo carcelario perpetrado por militares estadounidenses en Irak es una abominable vergüenza para la condición humana. Como lo son siempre las torturas. Como lo son las aún peores cometidas por los terroristas iraquíes. La condena no atiende principalmente a las consecuencias, ya sea para la causa de los aliados o para la siembra del odio en el mundo islámico. Lo peor es la maldad en sí misma. Una vez producido el horror, sólo cabe esperar el resultado de las investigaciones, la determinación del carácter aislado o generalizado de las torturas, el castigo de los culpables y la depuración de las responsabilidades políticas. Lo normal en las democracias; lo imposible en los demás regímenes.

Pero la unanimidad termina en el momento en el que cesa el juicio moral y jurídico para abrir paso a las ideologías y a los intereses. También quizá a la hora de extraer consecuencias y rebobinar la cinta de la reciente historia. Porque, no cabía esperar otra cosa, la barbarie sólo podía alimentar aún más las insaciables fuentes del antiamericanismo. Y no cabe negar que los miserables, sean muchos o pocos, lo han puesto bastante fácil. Al menos, en tres ámbitos: la ilegitimidad de la invasión de Irak, el dictamen sobre la criminalidad del Gobierno de Bush y el diagnóstico de la enfermedad moral de la sociedad de Estados Unidos. A salvo de lo que resulte de la investigación, sólo posible en países como éste, la triple extrapolación me parece inadecuada. No cabe duda de que sobre la licitud de la intervención han planeado, después de su comienzo, al menos tres sombras: la ausencia de las armas de destrucción masiva, la gravedad de la situación que vive el país (sin olvidar la que padecía antes) y, ahora, las torturas. Quizá el argumento más fuerte sea el segundo, ya que entre las condiciones de una guerra justa, la doctrina clásica incluye la confianza en la pronta victoria y la valoración del coste. También, ciertamente, la utilización de medios lícitos. La evaluación de la licitud es hoy menos clara que hace un año.

Mas nadie, salvo los terroristas y sus patronos, estimaría que los crímenes del GAL deslegitimen la lucha contra el terrorismo etarra. Por lo demás, la valoración de la actuación del Gobierno norteamericano y de su presidente dependerá de sus responsabilidades políticas en las torturas. Sigue vigente el principio de que sólo delinquen y son responsables criminalmente las personas físicas. Ningún delincuente puede manchar otro honor que no sea el propio. Mas no cabe negar que nos encontramos ante un buen argumento para una causa equivocada. La comparación entre los dos bandos no es ni política ni moralmente posible.

Una última consideración. Hay quienes piensan que la democracia entraña el triunfo de la bondad moral y que, en ella, todos los ciudadanos, o la mayoría de ellos, son justos y benéficos. Es falso. La democracia no cancela la brutalidad ni suprime la barbarie. Por el contrario, nace más bien de la constatación de la existencia del mal. Precisamente por ello instaura los principios de la transparencia y de la libertad de expresión, y los mecanismos de limitación del poder, al que sitúa bajo permanente sospecha. Si la barbarie no fuera posible, acaso cupiera prescindir de los gobiernos y de la fuerza legítima del Derecho. Pero no es así. Si no lo es nunca, menos aún en tiempos de guerra, perfecta ocasión para la extensión del odio y la barbarie. Lo acabamos de ver una vez más. La democracia no imposibilita la existencia de Caín; sólo impide, y no siempre, su impunidad.

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