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El Caballo de Santiago
Cuenta el Padre Remesal que algunos conquistadores españoles se cuidaron mucho de que los indios supieran que su Dios de ellos era al mismo tiempo un hombre que había muerto en una cruz, sino que extendían un lienzo pintado que representaba a Santiago con un moro vencido bajo las patas del caballo que aquél montaba, y hacían muchas reverencias ante tal pintura. Es decir, no afirmaban claramente que aquel caballero allí representado era su Dios, pero tampoco hacían nada para que los indios no se lo imaginaran; y todo este tejemaneje fraudulento, claro está, venía a cuento para que en el primer caso aquellos indios no llegasen a pensar que los españoles cristianos, al tener un Dios crucificado que no abrió la boca, no tenía poder alguno, no podría socorrerlos; sino que pensaran más bien que aquel hombre montado en un monstruo, como a los ojos de esos indios era el caballo, tan hermoso y más rápido que el rayo, era quien los protegía, con lo que lo que a los indios convenía era no presentar batalla, ni andarse con incordios.
Este asunto que tanto sublevaba a Remesal, con toda la razón del mundo, no es, sin embargo sino un caso más de las llamadas guerras religiosas, que no son otra cosa que la politización y militarización de lo religioso, o teologización de la política, que tanto monta, que siempre ha estado al alcance de cualquiera, y un ateo como el señor Stalin, bien consciente de que con lo de la revolución proletaria no iba a motivar a nadie para luchar contra Alemania, echó mano de la vieja conciencia colectiva de la Santa Rusia, que previamente había liquidado él mismo.
Desde los primeros choques que hubo en la Península entre moros y cristianos -vamos a dejar de lado su reflejo en la teología apocalíptica de los Beatos y sus maravillosas ilustraciones-, éstos oyeron que aquellos invocaban a Mahoma, y entonces ellos comenzaron a hacerlo con San Isidro, pero claro estaba que Isidro era un pobre labrador, y su invocación en plena pelea no resultaba muy convincente. Y todo el mundo sabe cómo finalmente se dio con Santiago, El Hijo del Trueno, a quien pronto se aseguró que se había visto en Clavijo ayudando a los cristianos en un momento de apuro de éstos, y cómo fue encajando como celeste aliado en aquella empresa de la reconquista del país. Y cómo finalmente llegó a ser Patrón de España y de los españoles, no sin ganar el concurso a Teresa de Jesús, por la que votó Cervantes, por cierto, mientras Quevedo, por ejemplo, hizo toda la campaña por Santiago. Pero hay que reconocer que, para esas cuestiones mundanales e históricas y militares, y pese al señor Miguel, no parece que a una monja como era Teresa le fuese muy adecuadamente el oficio, mientras que Santiago parece que ha desempeñado su papel, sin embargo, a satisfacción de la inmensa mayoría de sus patrocinados.
Creo incluso que El Hijo del Trueno sigue recibiendo agradecimiento oficial por ese su Patronazgo hasta por parte del Estado laico, aunque sólo sea por las razones de la muy laica República Francesa para celebrar sus fastos en Nôtre Dame, porque también hay que comprender que los fastos laicos dejan mucho que desear desde el punto de vista estético, ¡para qué vamos a engañarnos!, como ironizaba, sin ir más lejos, el señor Marcel Proust.
El hecho neto es que la historia reunió profundamente a Santiago y a España y que así han estado siglos, siendo una y la misma cosa en realidad; y, de repente, y nada menos que en Santiago de Compostela, que venía siendo como recapitulación de lo que llevo diciendo, han desnichado su imagen con las razones de que la representación clásica del Apóstol con el moro vencido entre las patas de su caballo podría herir la sensibilidad de los árabes que la vieran; lo que es una razón que, sin apurar mucho las cosas, podríamos decir que seguramente vale igualmente para prescindir de la granada en el escudo nacional de los Reyes Católicos y los que han venido detrás, porque significa, al fin y al cabo, lo mismo: la victoria final de los cristianos en su lucha por recuperar la España invadida.
¿Y qué hacemos, por poner otro caso, aunque menos paradigmático, con la imagen que está en Manacor, y representa a Santo Tomás de Aquino, poniendo el pie sobre el Doctor Martín Lutero, en una postura incomodísima de derribado y vencido? Hace años, envié una fotografía de esta imagen a un muy querido amigo luterano, que quería tenerla como aviso de hasta dónde pueden llevar los excesos de las discusiones teológicas académicas; aunque por mi parte, siempre he mantenido ante él que la escena representa en realidad un diálogo algo vivo, en el que el Doctor Lutero perdió el primer round más bien frente a Aristóteles, y que, como Tomás era un contessino italiano, la escena resulta un tanto aljarera y operística, pero nada más. Sólo que, ya que en otros tiempos se mezclaron churras con merinas, parece que sería hora de emplear la inteligencia, siquiera en su primer paso o estadio, que es el distinguir para conocer.
Cada cual puede pensar lo que quiera de este asunto del desnichamiento de Santiago, precisamente en el Campo de la Estrella, que algo significa en la historia española y aun en la europea, pero lo que resulta bastante claro es que, por lo menos para quienes han decidido el asunto, no significa gran cosa, o absolutamente nada; o quizás se trate de una invitación al ocultamiento o al reniego, o quizás a un multiculturalismo tablarrasa, sin caballo y sin moro; aunque todo el mundo lo sepa, como ocurre cuando no se mienta la soga en casa del ahorcado, pero ello, desgraciadamente, no evita ni el ahorcamiento ya hecho, ni otros que puedan hacerse con la soga que no debe nombrarse pero allí sigue.
En cualquier caso, tratándose de las cosas humanas, lo peor que puede suceder es su falseamiento o enmascaramiento. Dietrich Bonhoeffer, un teólogo luterano, ahorcado por Hitler, como miembro de una conjura contra él, y que desde luego hubiera sonreído ante la representación de Manacor, nos avisaba ya en la Navidad de 1942 de que, «cuando uno ya no sabe lo que se debe a sí mismo y a los demás, cuando se desvanece la noción de la cualidad humana y la fuerza para guardar las distancias, entonces el caos está ante la puerta. Cuando, para salvaguardar unas comodidades materiales, toleramos que la insolencia se nos acerque demasiado, entonces ya hemos capitulado, ya hemos permitido que la marea del caos irrumpa por el lugar del dique en el que se nos había apostado, y nos hemos hecho culpables respecto de la totalidad».
Así que no parece que haya que disimular quiénes somos, ni negar la historia propia tal y como ha sido, ni tampoco ocultar que una imagen de Santiago con un moro a los pies de su caballo no es de entidad pareja a la terrible persecución de cristianos, ahora mismo, en tierras árabes. O nos haremos culpables respecto de la totalidad del caos y la barbarie para todos.
Del director
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