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Deber y Legitimidad
La boda del Príncipe de Asturias no puede ni debe ser pasto de lo que se llamaba «vida social», ni menos aún de la Prensa del cotilleo y la maledicencia. Vea en ella cada cual lo que quiera, pero yo no acierto a ver sino el símbolo de la continuidad nacional. Niegan algunos racionalidad política a la Monarquía, olvidando acaso las lecciones de la Historia y el valor rendido por su forma parlamentaria y constitucional. Cabe recordar, por ejemplo, en este sentido, la historia de Inglaterra y la obra de los doctrinarios franceses, no precisamente insensatos o irracionales.
Max Weber distinguió tres tipos de legitimidad: la carismática, la tradicional y la racional-legal. La primera se asienta en el prestigio reconocido, la segunda, en la tradición y la tercera, en la ley y la voluntad popular, es decir, en la democracia. Mas no se repelen entre sí. La legitimidad democrática puede asumir la forma monárquica. Con ello no se adhiere a la irracionalidad, sino que acoge, junto a la razón democrática y bajo ella, el valor de lo emotivo, de lo tradicional, de aquello que representa y simboliza la continuidad nacional. Y no hay en ello nada irracional, pues ni la vida personal ni la colectiva son pura racionalidad. Pueden hoy cometerse dos errores de signo contrario. Algunos se empeñan en reivindicar la pura legitimidad tradicional y dinástica, cuando la existencia de la Monarquía se asienta en la decisión popular expresada en la Constitución. El Rey reina porque el pueblo quiere. Pero cabe cometer otro error consistente en propugnar la supresión de todos los elementos tradicionales y en fingir una inexistente igualdad legal, ya desmentida por la inviolabilidad de la persona del Monarca.
Algunos se empeñan en operar en la Monarquía lo que Weber consideró propio de la Modernidad: el «desencantamiento» del mundo. Ese camino conduce a algo que ya está inventado: la República. La boda del Príncipe desmiente esa pretendida «normalidad». Algo que en cualquier ciudadano es un derecho o, si acaso, un deber personal derivado de la propia vocación, como es contraer matrimonio, para él es un deber institucional. Por eso la Monarquía constitucional no puede prescindir, en un imposible proceso de «modernización», de todos sus elementos tradicionales y simbólicos. Y, desde luego, también ejemplares. Porque su legitimidad procede de la Constitución, pero, inmediatamente después, de la ejemplaridad de su Titular, del cumplimiento de sus deberes. Toda legitimidad es, en su profundo sentido, moral. En algo más se diferencia también la Corona de las otras instituciones. En los demás casos, un mal ejercicio del poder o del cargo puede provocar graves males a la Nación, pero no entraña peligro para la supervivencia de la institución. Un mal presidente del Gobierno o ministro se sustituye por otro. Pero los errores del Monarca pueden arrastrar con ellos a la propia institución.
En nuestro tiempo, la falsa democratización derivada de la nivelación universal constituye una amenaza más grave para la Monarquía que las extravagantes pretensiones del legitimismo dinástico. Y eso porque opera de manera oculta e imperceptible. Antes, los Reyes rendían cuentas ante Dios y ante la historia. Hoy, también ante el presente y la sociedad. La asunción de símbolos y tradiciones es, junto al desempeño de las funciones asignadas por la Constitución, el valor que la Corona rinde a las sociedades democráticas. El Rey no puede ser un ciudadano más, al menos en el sentido de que está sometido a una más rigurosa disciplina de responsabilidades y deberes. Lo demás no es sino una especie de abrazo del oso cortesano.
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