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Carta del cardenal Sodano sobre el filósofo condenado a la hoguera

La Iglesia expresa su «profundo pesar»» por la condena a muerte de Giordano Bruno, el filósofo que fue condenado a la hoguera hace exactamente cuatro cientos años. Lo escribe el secretario de Estado vaticano, el cardenal Angelo Sodano, en una carta que envió ayer a los participantes en un congreso sobre este pensador italiano que se celebró en la Facultad Teológica de Italia Meriodinal en Nápoles.

Fue «una muerte atroz», «un triste episodio de la historia cristiana moderna», sigue explicando el cardenal Sodano. Se trata de incoherencias que han marcado el comportamiento de los cristianos a través de los siglos «echando sombras al anuncio del Evangelio». Por este motivo, añade el purpurado italiano, con motivo del Jubileo, el Papa pide «que todos hagan un acto de valentía y de humildad para reconocer las propias faltas y las de quienes han llevado y llevan el nombre de cristianos». El caso Giordano Bruno nos recuerda que «la verdad sólo se impone con la fuerza de la misma verdad» y que, por tanto, la verdad «debe ser testimoniada en el respeto absoluto de la conciencia y de la dignidad de cada persona».

El cardenal Sodano invita a superar «la tentación de la polémica», analizando este acontecimiento con «espíritu abierto a la verdad histórica plena». De hecho, no es posible comprender lo sucedido prescindiendo del contexto histórico y de la mentalidad de la sociedad del año 1600. El Tribunal de la Inquisición, subraya el secretario de Estado, procesó a Bruno «con los métodos de coacción que entonces eran comunes, pronunciando un veredicto en conformidad con el derecho de la época» y es de suponer que «los jueces del pensador estaban animados por el deseo de servir la verdad y de promover el bien común, haciendo lo posible para salvarle la vida».

El documento no pretende por tanto rehabilitar las ideas de Giordano Bruno, que eran «incompatibles con la doctrina cristiana». Pero «en este caso al igual que en otros análogos» es importante reconocer los errores «para orientar la conciencia cristiana hacia un futuro más atento en la fidelidad a Cristo».

El caso Bruno Giordano Bruno nace en Nola, cerca de Náples, a los pies del Vesuvio. Nos encontramos en 1548. La cristiandad estaba en plena crisis. La Iglesia se dividió en pedazos en pocos años: Lutero, Calvino, Enrique VIII separaron naciones enteras de Roma. Estallan las así llamadas guerras de religión. La Iglesia católica responde a la Reforma protestante con el Concilio de Trento, que promovió una profunda renovación espiritual, pero que al mismo tiempo generó una necesaria mentalidad defensiva para defender la unidad.

Bruno nace en este tiempo. Un tiempo en el que el pluralismo de las ideas era con frecuencia sinónimo de guerra entre pueblos. Es un muchacho inteligente, arde en deseos de saber. Su destino está marcado desde el inicio por la soledad: pierde a su padre y a su madre siendo muy pequeño. A los 17 años entra en el convento dominico de Nápoles. Pero ya al año siguiente, tras las primeras dudas sobre la Trinidad y la Encarnación, huye por sospecha de herejía. Comienza su vagabundeo por Europa: se va al norte de Italia, a Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania. Donde quiera que llegue es admirado, en un primer momento, después, ridiculizado, odiado, expulsado. Hombre de gran cultura, de extraordinaria memoria, de ingenio fascinante, rompe todos los esquemas de época: no pertenece a ninguna escuela. Rechaza todo principio de autoridad. Genial e irreverente, considera a los monjes como «santos burros». Para él, las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes. Considera a Jesús como una especie de mago, la Eucaristía como una blasfemia. Cree en la reencarnación y ve en todas las cosas el latido de un alma universal. Es casi un panteísta: Dios se confunde con la Naturaleza. Bruno abandona el cristianismo. Así, antes de que lo hicieran los católicos, es excomulgado por los calvinistas y los luteranos.

Un ovillo de contradicciones Bruno es un personaje genial, pero al mismo tiempo contradictorio: anticipa en cierto sentido el pensamiento moderno fundado sólo en la razón, pero la mismo tiempo mira al pasado y se entrega a la magia, alejándose de la ciencia experimental de Galileo. Parece presentarse como heraldo del pensamiento libre y de la libertad de conciencia, pero al mismo tiempo es hijo de su tiempo: considera a los luteranos como la peste del mundo por el hecho de que niegan el libre albedrío, la posibilidad de escoger entre el bien y el mal, y desea su represión violenta y el exterminio por parte de los Estados. Ciertamente puede ser considerado como uno de los padres del relativismo: no sólo va más allá del sistema ptolemaico geocéntrico, que entonces imperaba, sino que va más allá del mismo Copérnico y su heliocentrismo. ¡El universo es infinito, grita, y el centro soy yo!

La sed de infinito es quizá uno de los aspectos más fascinantes de Bruno: sus ganas de superar los propios límites para alcanzar lo absoluto, una búsqueda que nunca pudo satisfacer. Fue este «furor heroico» que le llevó a buscar al Infinito en Dios y a ensimismarse en Él en un extremo empuje intuitivo. Expulsado por todos, Bruno acabó cansado y quiere regresar a la Iglesia católica, conservando su pensamiento. Regresa a Italia, donde fue arrestado a Venecia y llevado a Roma. Tras ocho años de prisión y de interminables interrogatorios, tras haber estado en varias ocasiones a punto de abjurar, fue condenado como hereje impenitente. Es famosa la frase que dirigió a sus jueces: «Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla». El 17 de febrero de 1600 murió en la hoguera. Tenía 52 años. Bruno, según dice la crónica de la época, se negó a rezar ante el crucifijo y murió gritando «palabrotas». El inquisidor del proceso fue el teólogo jesuita Roberto Belarmino.

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