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El insulto como razón

Recientemente, pude ver un debate televisivo sobre la objeción de conciencia a la venta de preservativos en farmacias. No voy a tratar ese tema, que podría ser despachado con la evidencia de que ese producto se expende en cualquier maquinita o aludiendo a la libertad del farmacéutico. Aunque son dos motivos, sería necesario también conocer el grado admisible de intervención del Estado en esta cuestión, en la que divergirán las opiniones según la estima que se tenga de la libertad personal. Aquí sólo deseo referirme a la actitud de algunos para explicar sus trabas a esa objeción de conciencia. El pensamiento dominante da por supuesto que todo ha de ser como señalan sus mantenedores y acaba, las más de las veces, en la sinrazón; tanto que, finalizando el debate, al sintetizar cada participante su postura, uno la resumió tildando de fundamentalistas, integristas y prefascistas a esos farmacéuticos. Quizá añadió algún «argumento» más que ahora no recuerdo.

Decía Antonio Machado que todo lo que se ignora, se desprecia. En ocasiones, la ignorancia es deliberada porque procede del prejuicio que conduce a no escuchar las razones del oponente. O quizá ocurre sencillamente lo que escribía Tagore: el hombre entra en la multitud para ahogar el clamor de su propio silencio, es decir, se zambulle en ese pensamiento débil, pero troquelado e impuesto, para evitarse el esfuerzo de razonar, para caer bien, para no encontrarse con la verdad de si mismo, o quién sabe si como modus vivendi. También, desde luego, por convicción, pero el convencido tiene argumentos, sabe muy bien que no es más fuerte la razón porque se diga a gritos, como apuntó Casona. Si el grito es un insulto, pues peor.

Pienso que nadie debería actuar así. Los cristianos, además de saber por Jesús que debemos amar a los enemigos, hemos recibido esta doctrina de san Pedro en su primera epístola: glorificad a Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo limpia la conciencia. Es cierto que no siempre obramos de modo consecuente con esas ideas, como lo ponía de manifiesto Benedicto XVI en un discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona, dedicado a explicar la necesidad de la razón para la fe y a exponer la mutua referencia de ambas sin incompatibilidades ni prejuicios.

El conocimiento de la fe supera al de la pura razón, pero se eleva sobre ella. La fe necesita de la razón para entenderse y expresarse. Y la razón puede ser sanada e iluminada por la fe. No deben ser antagonistas ni ha de ser tachada la fe de irracional, porque todo lo verdadero procede de una sola fuente. Se refirió el fundador del Opus Dei a que, con periódica monotonía, algunos tratan de suscitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Entender los términos reales del problema supone apreciar que si el hombre ha salido de las manos de Dios y ha recibido una chispa de su luz, puede percibir el sentido que naturalmente tienen las cosas. Por eso, un cristiano no teme a la ciencia, al contrario, ha de ser puntero en todos los avances de la sociedad. Sí tendremos miedo a la falta de ética en el uso de la ciencia. Nunca a la inteligencia que razona e investiga la verdad. En cuanto al insulto, no es el discípulo mayor que el Maestro.

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En el citado discurso de Ratisbona, el Papa utilizó una cita de Manuel II Paleólogo: «No actuar según razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios». Benedicto XVI hizo suyas estas palabras —excluyendo el contexto antiislámico en que las pronunció el emperador— y les dedicó todo su discurso, en el que tras un recorrido por las diversas formas de pensamiento —también teológico—, concluye que son verdaderas. Seguramente sirven a los cristianos para animarnos a dar razón de nuestra esperanza con mansedumbre y respeto. Con formación para conocerla bien, y escuchando las opiniones diversas; no nos suceda aquello que afirmó Einstein: es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.

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