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Virtudes olvidadas: La prudencia
Aunque hoy muchos piensen que ya no se lleva hablar de la virtud sino de libertades, derechos y sensaciones, si queremos llegar a desarrollar todas nuestras posibilidades como personas, necesitamos de unas cuantas virtudes imprescindibles que nos ayuden a un recto proceder en la vida, de las que ya hablaban los griegos, Buda, Confucio o el Antiguo Testamento.
Somos seres dotados de razón y no sólo de instintos, como los animales. El uso de la razón es lo que nos permite pensar sobre lo que nos rodea, los otros, las cosas, los acontecimientos, para discernir entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Todos tendemos a buscar nuestro propio bien pero para lograrlo necesitamos determinar en qué consiste tal bien, que no puede ser otro que el ser de mejor manera, perfeccionarnos como personas y no rebajarnos a la satisfacción de los instintos, al mero disfrute de las cosas.
Usar de la razón, pensar adecuadamente exige la virtud de la prudencia que es como una luz para nuestro entendimiento que nos ayuda a fijar nuestros fines y elegir los medios adecuados para conseguirlos, distinguiendo entre lo malo y lo bueno lo verdadero y lo falso. Como constantemente habremos de tomar decisiones que nos afectarán de forma positiva o negativa, es imprescindible estar entrenados en el ejercicio de la prudencia.
Lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, no son el resultado de la opinión mayoritaria de ninguna encuesta demoscópica, ni de decisiones políticas, ni de propagandas interesadas. La verdad y el bien tienen entidad propia y se hacen presentes a todo el que se esfuerza por encontrarlos para ajustar a ellas su vida. Prudencia a la hora de fijar nuestros fines, prudencia al elegir los medios adecuados, prudencia al valorar los acontecimientos y las personas. Examinar todo, no despreciar un consejo útil, pero quedarse siempre con lo que estimemos mejor.
Creo que nuestra capacidad de pensar resulta bastante infrautilizada. Rehuimos el esfuerzo y dejamos a la imaginación, la loca de la casa, que se entretenga con pensamientos inconexos, con extrañas fantasías. Otra forma de rehuir el esfuerzo de pensar es distraernos con las mil y una historietas que se nos ofrecen en los medios de comunicación y el caso extremo de evasión es darnos al alcohol o las drogas.
La desgraciada ley del mínimo esfuerzo, de la ética indolora, de la libertad sin responsabilidad, del goce compulsivo de los sentidos, nos está destruyendo como personas. Las personas que piensan, razonan, disciernen y se autodeterminan con prudencia, no son fáciles de embaucar ni manipular. Las personas con convicciones propias son peligrosas para el poder que prefiere que todos se ajusten a lo «políticamente correcto» y a esas entelequias del progresismo que no sabemos bien hacia donde progresa.
Hay olvidadas otras viejas virtudes: la justicia, la fortaleza y la templaza, que trataré de comentar en sucesivos artículos.
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