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Demandas sociales

A través de un santo, he aprendido de Cristo a amar la libertad. El santo es Josemaría Escrivá, quien quiso para sus hijos espirituales la misma libertad de que goza cualquier católico. Sólo quien no entiende de veras este don del hombre puede ver una táctica en el hecho de que existan miembros del Opus Dei con muy distintos posicionamientos en temas opinables. Además, este santo declaraba en 1967 que el sacerdote no hace política al predicar todas las virtudes cristianas con sus exigencias y manifestaciones concretas para las diversas circunstancias de las personas a las que se dirige, ni cuando enseña a respetar y estimar esa libertad recibida de Dios. Sin imponer soluciones técnicas porque son variadas y opinables. No me estoy blindando. Simplemente marco mi territorio, para escribir acerca de las manidas demandas sociales.

¿Se puede hablar de estas demandas para ampliar el aborto y el laicismo o establecer la eutanasia, mientras que las encuestas reflejan otras preocupaciones, como la coyuntura económica, paro, pago de las hipotecas, terrorismo o seguridad ciudadana? Pero, además, tanto el gobierno como la oposición, ¿tienen como misión esencial atender unos deseos no primordiales y que son claramente impulsados por el pensamiento dominante —del que forman parte los propios políticos— a fin de cambiar la sociedad a su gusto?

Todos tenemos derecho a intentar el cambio de la sociedad. Y espero que los cristianos, y miembros de otras religiones, quepan en ese supuesto, y puedan hacer visible la presencia de Dios en el mundo. Escribió Juan XXIII que la participación en la vida comunitaria, además de una aspiración de los ciudadanos, es uno de los pilares de los ordenamientos democráticos y garantía de su permanencia. Entonces, ¿cuál es el sentido de un laicismo machacona y progresivamente asfixiante? ¿Han de cercenar los católicos lo más profundo que poseen para participar en la construcción de la sociedad? ¿O sólo puede cambiarse desde una visión laicista?

No sé si vale la pena gobernar o realizar tareas de oposición si el objetivo es atender encuestas o incitar una demanda dirigida. Siempre pareció que el fin de la política y del pensamiento es buscar el bien común, que principalmente consiste, además de procurar los medios para una subsistencia digna, en que las personas desarrollen lo más específicamente humano: la capacidad de entenderse a sí mismas y al mundo que les rodea, es decir, la búsqueda de la verdad; y el desarrollo de una seria capacidad de amar. Los que se ocupan de la cosa pública han de tener la honradez de cultivar una pedagogía en esa línea.

La preocupación económica actual, a primera vista, tiene un no se qué de tristeza, porque parece una huída de todo ideal. Sin embargo, no es así porque afecta a la dignidad humana. Ya los primeros cristianos ponían en común buena parte de sus posesiones. La Iglesia puede enseñar que la sociedad, sus estructuras y desarrollo deben tener el fin de consolidar y cultivar las cualidades de la persona. Por eso vive una evidente atención a enfermos y marginados, se preocupa por los que no pueden llegar a fin de mes, por el inmigrante, por el que se ahoga en las deudas o por quien pierde su trabajo, que es un derecho fundamental y un bien para el hombre. Le preocupa la formación para un empleo digno y que la imparta quien sea capaz, quedando el Estado en posición subsidiaria. A la Iglesia le inquietan los derechos humanos, entre los que se encuentran el alimento, la educación, una vivienda digna, el trabajo y, por supuesto, el más elemental: la vida. También afirma el destino universal de los bienes. Son algunos de los valores verdaderamente humanos que la Iglesia defiende y que, en cierto sentido, tienen como su fuente y síntesis en la libertad religiosa, entendida como el derecho a vivir en la verdad de la propia fe.

Dijo Ortega y Gasset: «quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que ser, ya se ha matado en vida: es un suicida en pie. Su existencia consistirá en una perpetua fuga de la única realidad que podía ser». El problema en ocasiones es saber qué es uno mismo. Así lo afirmó M. Heidegger: «Ninguna época ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra. Pero en verdad, nunca se ha sabido menos qué es el hombre». Aunque en ocasiones no se entienda así, la Iglesia es experta en humanidad.

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