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Pablo VI desde Benedicto XVI
Benedicto XVI ha aludido en múltiples ocasiones a la figura de su venerado predecesor, como suele decir. Hoy vale la pena centrarse en el sentido homenaje que le dedicó el 3 de marzo de 2007 en Brescia, diócesis italiana en la que Pablo VI nació, fue bautizado y ordenado sacerdote.
Recordó entonces cómo Pablo VI fue Papa en un período histórico difícil. Fue el primer Pontífice en viajar a Tierra Santa, mientras se celebraba el Concilio Vaticano II, con un claro mensaje: la Iglesia debía seguir, en el camino de su misión, las huellas de Cristo. Eso fue precisamente lo que intentó hacer en el ejercicio de su ministerio petrino, «que desempeñó siempre con sabiduría y prudencia, con plena fidelidad al mandato del Señor». El secreto de su acción pastoral —seguía diciendo Benedicto XVI—, de su incansable entrega que le llevó a veces a decisiones difíciles e impopulares —pensando sin duda en la encíclica «Humanae Vitae»— radicaba precisamente en su amor a Cristo. Alimentaba su celo misionero con un sincero deseo de diálogo —el concepto clave de su primera encíclica— con la humanidad. Quería renovar el mundo, atormentado por inquietudes y violencias, mediante «la civilización del amor».
Pablo VI, sostenía el actual Papa, llevó a término el Concilio Vaticano II «con mano experta, delicada y firme». Y como valorando sus recuerdos, seguramente pasados por la oración, concluía: «No se dejó condicionar por incomprensiones y críticas, aunque tuvo que soportar sufrimientos y ataques, a veces violentos, pero en todas las circunstancias fue firme y prudente timonel de la barca de Pedro».
En efecto, baste recordar que Pablo VI impulsó el diálogo apostólico (del que todos los cristianos participan) al servicio de la misión, porque el Evangelio sólo se puede comunicar en la disposición a aprender y enriquecerse personalmente con las aportaciones válidas de los demás. Quiso el «desarrollo integral de los pueblos», a partir del anuncio de Cristo. Buscó la verdadera reforma en la Iglesia, que Benedicto XVI ha calificado como «novedad en la continuidad», en aplicación del Concilio Vaticano II. Educó para la paz —«¡Nunca más unos contra otros!», exclamó ante la ONU en 1965. Abrazó a los ortodoxos. Y, sobre todo, fue un testigo del amor que cultivó la inteligencia de la fe y experimentó la Cruz.
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