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Eutanasia. Sociedad madura

El eslogan al uso es que la sociedad española está madura para el debate sobre la eutanasia. Mezclar madurez y eutanasia supone un rasgo de mal gusto, equiparable al 'lapsus linguae' producto del inconsciente. Cuanto está maduro tiende a caer del árbol y ahora se trata de acelerar el proceso. Que sea su impulsor el ministro de Sanidad constituye una paradoja sangrante, nunca mejor dicho. Por poner un punto de lógica en un panorama tan radicalizado y sensacionalista, conviene distinguir los términos del asunto. Cuando el debate se monta sobre la base de películas de gran impacto, se ve que la manipulación sentimental asoma en el escenario del quehacer político.

El debate sobre la eutanasia arranca de casos concretos dramáticos, de cuyo juicio me abstendré por respeto escrupuloso a sus protagonistas. El problema es que su despliegue ya sabemos adónde conduce, pues hay experiencias sobradas en los países que la aceptan. El precedente holandés o el del Estado de Territorio del Norte de Australia deberían hacernos tentar la ropa. La relevante y nada sospechosa revista médica inglesa 'Lancet' ha publicado varios artículos sobre la cuestión, en los que manifiesta con exactitud meridiana su auténtica puesta en práctica. En ellos se demuestra que son numerosos los supuestos en que se aplicó la eutanasia sin mediar consentimiento de la víctima, o que tampoco se despejaron dudas acerca de procesos depresivos en el peticionario que nunca fueron tratados de manera efectiva, o incluso constan informes médicos basados en razones económicas que aconsejaban no continuar con la vida. Todo ello ha producido la derogación de la norma en Australia, o que, cuando el debate ha llegado a Alemania, terminantemente se haya acordado apartarse del modelo holandés, pues su reciente historia es significativa de la verdadera enjundia del fenómeno. Los Países Bajos ahora permiten hasta que se aplique la eutanasia a menores por el ejercicio de la patria potestad de los padres, o incluso a enfermos mentales. Es decir, que lejos de admitirse para personas maduras y conscientes, quienes, en pleno uso de sus facultades, así lo insten con respaldo médico, el sistema oscila hacia otros escenarios francamente alarmantes. Se aplica sin la oportuna defensa a los pacientes más vulnerables y sin que sea el dolor insoportable la clave de la medida.

Se le ha dado completamente la vuelta al asunto, y, en sondeos fiables y publicados, en Holanda el 55% de la población muestra su temor a que se les aplique la eutanasia contra su voluntad. El tránsito del remedio de los casos extremos, a la normalización sin el debido respeto a los derechos de los destinatarios, se visualiza. Ocurriría como con el aborto: hemos pasado de los viajes a Londres por su prohibición en España, al camino de regreso ante su abusiva puesta en práctica en nuestro país, de la que tenemos noticias ciertas con sólo consultar las hemerotecas. ¿Cuántos de los enfermos sedados por el doctor Montes solicitaron este tratamiento que acabó con su vida? Ninguno, y tampoco sus parientes. Por eso, el Colegio de Médicos, que algo sabrá del tema, le acusa de mala práctica. El autor de tan macabra historia negó en un principio las acusaciones de eutanasia, pero ahora se ha convertido motu proprio en el adalid de semejante práctica. En dicho espejo debemos mirar.

Distinta de la eutanasia, que deroga la inviolabilidad de la vida humana, es el testamento vital, con el que se desea prevenir el encarnizamiento terapéutico. La primera causa la muerte, la segunda evita diferirla de forma cruel. El gran argumento contra la pena de muerte no estriba en el modelo de conducta de los criminales, sino que el Estado carece de legitimidad para privar de algo en lo que no ha intervenido. La eutanasia introduce licencia para matar, excluyendo a los autores de responsabilidades por su acto. Aun cuando sean muchas y graves las razones de piedad en casos particulares, de seguro deberían recibir los afectados el mejor de los tratamientos paliativos.