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La crisis argentina (I)

Cuando se examinan las causas de la grave situación por la que atraviesa la Argentina, se suele poner el acento en la caída de los indicadores económicos, en las prácticas corruptas de la política; se habla de la recesión, del caos fiscal, de la falta de credibilidad de los órganos normales de la democracia, del clientelismo partidario y de la corrupción generalizada en el país.

Sería absurdo negar la importancia de todas estas cosas. Pero una visión global y profunda de la decadencia argentina no puede limitarse sólo a la consideración de factores económicos, políticos o sociales, si excluimos el análisis de la raigambre moral que está en la base misma de la realidad social.

No se puede prescindir, por ejemplo, si se quiere hacer un buen diagnóstico de la situación actual, en pensar que lugar ocupa hoy entre los argentinos la familia. La familia es el primero de los eslabones de la cadena de instituciones naturales que forman el carácter moral de las personas y ayudan a tener el ambiente sociocultural en el cual se desenvuelve toda nuestra vida social.

A esas instituciones básicas del tramado social creo que no se le otorga la consideración ni la atención debida, puesto que es una incuestionable protagonista de la familia, en todo lo que somos, en todo lo que aspiramos como sociedad.

Lo que ocurre en la Argentina con la familia será siempre decisivo en el futuro. Una estructura familiar débil, a bonanza, debilitada considerablemente, lleva o conspira inevitablemente contra cualquier intento serio de construir un edificio armónico y sólido. De plataformas endebles sólo podrán surgir caracteres frágiles y débiles. Si los argentinos nos limitamos a modificar las estructuras económicas o políticas, o sustituirlas por otras mas eficientes, vamos a lograr algunos avances, pero seguramente no vamos a producir cambios estructurales estables y duraderos.

Dicho de otro modo, habremos logrado extirpar la maleza, pero la raíz de las hierbas malas seguirá propagándose por debajo de la superficie y la maleza tarde o temprano volverá a aflorar.

La concepción que se tiene hoy de la modernidad lleva a una distorsión del verdadero sentido de las cosas. Se piensa que para aumentar el crecimiento de una sociedad basta con concentrar los esfuerzos en cuestiones económicas y políticas, y se olvida que los avances públicos e institucionales dependen en gran medida del contacto sociocultural en el que se forman las generaciones actuales y futuras. En definitiva, del rol que desempeña el núcleo familiar como ámbito primario de sociabilidad y como foco transmisor de concepciones morales y espirituales. Ha habido una destrucción de valores morales en nuestra sociedad y no se ha construido nada alternativo ni se han establecido objetivos humanos dignos de ser perseguidos colectivamente como no sea la lucha de intereses o el goce de la vida.

Es un problema la captación del dinero como única finalidad de la actividad humana sin atender a los valores culturales, a los valores éticos y menos aún a las exigencias mínimas de solidaridad social; la moral del éxito a cualquier precio, del creciente aumento del juego de azar, creyendo todos que con un golpe de la fortuna se solucionarían los problemas, lo cual minimiza todo esfuerzo y estímulo de un trabajo serio y sostenido. En el plano familiar, la separación del sexo del amor, la separación del amor y la fidelidad conyugal y personal, la separación de la sexualidad de la procreación... todo esto constituyen graves abusos y son una agresión a la conciencia moral y si le añadimos ciertas campañas de información sexual con una ausencia total de un discurso público y dignificante del amor y de la familia, tenemos un compendio explosivo. Por eso decía el gran filósofo francés Camus que «lo único que hemos logrado es una masa sin Dios y sin historia».