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Aborto: ya semos uropeos

Algo desorientado tras las vacaciones, me sorprendió el titular «De la Vega pide una nueva ley del aborto con más garantías»; días después, un Zapatero tremolante de indignación denunciaba «el cinismo y la hipocresía» con que se aborda en España la cuestión abortera. Profeso, como él, el optimismo antropológico, y llegué a pensar: el gobierno ha sido conmovido por los horrores de las clínicas Ginemedex (fetos de 8 meses arrojados a la trituradora), Isadora (el SEPRONA halló cuerpecillos de 22 semanas en los contenedores, junto a documentación de las madres) o El Bosque (donde Intereconomía TV —con cámara oculta— consiguió que algún facultativo explicara cómo se da su merecido al nasciturus: «se le administra la solución salina, se espera a que salga [muerto] y a tomar por culo»); las «garantías» de De la Vega consistirían, seguramente, en el establecimiento de comisiones médicas que acreditasen con seriedad el «peligro para la vida o la salud de la madre» (rarísimo en la medicina moderna) requerido por la ley como condición de la no punibilidad del aborto. Y el «cinismo e hipocresía» debían ser -¿cuáles si no?- los de una administración y una sociedad que hacen la vista gorda ante la carnicería prenatal: 100.000 abortos anuales, cuando los casos auténticos de embarazo por violación, malformaciones fetales graves o peligro para la parturienta representan apenas unos cientos.

Pues parece que no. Las «garantías» vicepresidenciales no defenderán a los nascituri (el embrión humano tendrá definitivamente menor protección legal que los huevos de algunas aves en peligro de extinción, cuya destrucción acarrea multas severas), sino a los médicos que los matan (que ya no se verán importunados en su lucrativo oficio por jueces metomentodo) y las madres que se deshacen de ellos. Los «abusos» que indignaron a De la Vega no eran los fetos triturados de Morín, sino las mujeres llamadas a declarar en la investigación judicial. En el cubo de basura de Isadora, lo que subleva a nuestro gobierno de progreso no son los restos humanos, sino la documentación de las madres imprudentemente expuesta (hablando de hipocresías: si tan convencidos están de que «el aborto es un derecho», ¿a qué tanto escándalo por la accesibilidad de la identidad de las que han recurrido a él?). El «comité de sabios» convocado por el gobierno no deja lugar a dudas: todos defienden el aborto libre. Destaca entre ellos Francisco Donat, quien en su manual de Enfermería Maternal y Ginecología afronta con valentía el síndrome post-aborto: se dan aún casos lamentables de «mujeres muy imaginativas que han elaborado una idea del embrión como un ser independiente [...], casos en que la mujer tiene la sensación de matar al feto»; este absurdo remordimiento es «muy frecuente en las católicas practicantes, por ser esta idea parte del mensaje de la iglesia romana sobre el aborto» (p. 101). ¡Por fin hemos identificado al verdadero culpable («fight the real enemy!», dijo Sinead O'Connor al desgarrar una foto del Papa) de esa angustia que persigue —a veces de por vida— a muchas mujeres que han abortado! Sólo ese tenebroso poder fáctico podía inculcar en sus adeptas la atrabiliaria idea de que el cuerpecillo con código genético propio, corazón latiente, extremidades propinadoras de pataditas (que a veces «saltan de alegría»: Lc. 1, 44) sea «un ser independiente». «Aplastad al infame», diría Voltaire.

Cuando la recesión aprieta, nada mejor que un festival de cultura de la muerte (ya los mayas redoblaban los sacrificios humanos en las épocas de sequía). Además de la ofensiva abortista final, el ministro Soria acaba de anunciar una ley de eutanasia, haciendo de paso una sabrosa revelación filosófico-política: el socialismo ya no guarda relación con modos de producción, plusvalías, ni luchas de clases, sino con el incondicional derecho al placer (que incluye el de suprimir las engorrosas consecuencias biológicas de ciertos actos muy placenteros, así como el de eliminar el propio cuerpo cuando ya no es capaz de goce): «el PSOE dice: el propietario de tu cuerpo eres tú». Y Garzón va a obsequiarnos con una nueva ración de osamentas guerracivilistas (sólo las del bando bueno, naturalmente), por si acaso alguien ha osado olvidar que «el PP es el partido de los asesinos de García Lorca». Frente a todo ello, el PP centrado y descrispado salmodia el célebre mantra ese-tema-no-interesa-a-los-españoles: «son cortinas de humo para ocultar la crisis», etc. Cualquier cosa antes que abrazar con nitidez la bandera de la vida (¡¿qué diría El País?!).

Portavoces del gobierno han invocado «las regulaciones europeas» como justificación del aborto libre. Por una vez no mienten: el Comité de Igualdad del Consejo de Europa aconsejó en marzo que «la interrupción voluntaria del embarazo sea una práctica accesible y segura» en los países miembros. Cuando en 1986 descubrí cerca del Parlamento Europeo una pintada con el mensaje «sales gosses!» (¡malditos niños!), no imaginé que me encontraba ante todo un símbolo civilizacional. En una UE con problemas de integración, hemos encontrado por fin una referencia paneuropea indiscutible (sólo los reaccionarios polacos se resisten): «niños no, gracias». Europa es un balneario decadente, lleno de jubilados morales; la sociedad en la que el seno materno se ha vuelto un lugar muy peligroso. El continente del lento suicidio demográfico, con tasas de natalidad muy inferiores al índice de reemplazo generacional. Compárese con EEUU, donde la irrupción de una candidata pro-vida ha galvanizado a medio país, relanzando a su partido en las encuestas. En Francia, la católica Christine Boutin concurrió en 2002 a las presidenciales con un programa pro-vida. Obtuvo un 1.19 % de los votos.

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