» Otros Tópicos » Feminismo y Género » San Pablo y el «genio femenino»
4. Damaris y la dignidad de la mujer
Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos; porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS DESCONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas: Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos. Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres. Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos.
Pero cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, y otros decían: Ya te oiremos acerca de esto otra vez. Y así Pablo salió de en medio de ellos. Mas algunos creyeron, juntándose con él; entre los cuales estaba Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris, y otros con ellos.(Hch 17, 22-34)
El tesoro de nuestra religión
Dicen los grandes maestros de la Iglesia que San Pablo, aprovechando la referencia al altar «Al Dios desconocido» como excusa para atraer la atención de los atenienses que se encontraban en el Areópago, realizó el primer discurso de apologética cristiana en la historia de la Iglesia.
En él, el apóstol nos resume las principales verdades de la fe que profesan los cristianos, en la que "primero habla de la primera Persona divina y de la obra admirable de la creación; a continuación, de la segunda Persona divina y del Misterio de la Redención de los hombres; finalmente, de la tercera Persona divina, fuente y principio de nuestra santificación" (Catech. R 1, 1,3).
Dicho de otro modo, nos presenta el tesoro de nuestra religión. Es decir:
- Que Dios Padre es Todopoderoso, Creador y Señor del cielo y de la Tierra.
- Que Jesucristo es el Hijo único de Dios,
- concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de María la Virgen.
- Que por amor nosotros, los hombres, fue crucificado, muerto y sepultado.
- y descendió a los infiernos. Al tercer día resucitó,
- subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre.
- Que Jesús vendrá a juzgar a vivos muertos.
- Creo en el Espíritu Santo, señor y dador de vida.
- En la Iglesia una, santa, católica y apostólica, la comunión de los santos.
- el perdón de los pecados,
- la resurrección de los muertos.
- Y la vida eterna.
Pero no es mi intención extenderme en estas consideraciones fundamentales para la vida del que quiere seguir a Cristo. Más bien, me gustaría detenerme en la afirmación de que todos, hombres y mujeres, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto, con idéntica dignidad humana.
Es la dignidad del ser humano por el mismo hecho de serlo.
Y para llevar a cabo la colaboración reciproca y la «responsabilidad común por el destino de la humanidad», Dios ha querido crear al hombre y a la mujer necesarios por igual pero diferentes; no antagónicos, sino complementarios.
Hombre y mujer, proyecto del amor de Dios
Y por designio divino, el Padre eterno les concede el privilegio de formar parte de su propia estirpe, de su linaje. El honor más excelso de nuestra existencia «porque en él vivimos, y nos movemos, y somos».
Por lo tanto, resulta evidente que la defensa de la libertad y la dignidad de las personas sea un eje fundamental en el transcurso de la evangelización cristiana, a menudo, en contra del ambiente dominante. Solo hay que leer despacio el primer capítulo de la Carta a los Romanos, donde San Pablo nos da unas pinceladas del panorama de la sociedad elegida por Dios para germinar Su Iglesia : «Dios escribió el Apóstol los abandonó a los malos deseos de sus corazones, a la impureza con que deshonran ellos sus propios cuerpos...; los entregó a pasiones deshonrosas, pues sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contrario a la naturaleza, y del mismo modo los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos de unos por otros... Dios los entregó a un perverso sentir que les lleva a realizar acciones indignas, colmados de toda iniquidad, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidio, riñas, engaño, malignidad; chismosos, calumniadores, enemigos de Dios, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes con sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rom 1, 24, 26- 30)
Pero, a pesar de esta impresionante realidad, Dios sigue susurrándonos al oído aquellas palabras de San León Magno: «Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad y, hecho partícipe de la naturaleza divina, no caigas ya más en la vieja vileza. Acuérdate de quién es tu cabeza, y de qué cuerpo eres miembro».
El «arte de cuidar»
Y como no podemos pasar por alto que gracias a que «María es la única persona humana que realiza de manera eminente el proyecto de amor divino para la humanidad, las mujeres podemos «comprender mejor su (nuestra) dignidad y la grandeza de su (nuestra) misión».
En este sentido, y como demostración del amor divino a la diferencia de la mujer —por su naturaleza y sus cualidades—, Dios ha querido para ella una dignidad propia necesaria para su vocación específica en la Iglesia y en la sociedad.
Puesto que, como ya señaló Juan Pablo II, en la Mulieris dignitatem, la superioridad de la mujer radica en su capacidad para custodiar al ser humano. Este arte de cuidar la vida con sentido humano y sobrenatural »es la característica principal de la feminidad. .... De ahí la fuerza de la mujer cuando sabe amar,... por ello Dios le confía de un modo especial al hombre, es decir, al ser humano.»
Un arte insustituible con la que la mujer se encuentra a si misma, un servicio que solo pretende el bien de los demás por ellos mismos, y un «saber hacer» una sociedad más humana que pone en evidencia la riqueza de sus cualidades propias. En esto radica su especial dignidad.
Por lo que no es de extrañar que, entre los atenienses que visitaban con asiduidad el Areópago, nos encontremos mujeres como Damaris, «llamadas a formar parte de la estructura viva y operante del Cristianismo», deseosas de entender y vivir de acuerdo con estas palabras.
Es más, nuestra noble protagonista, que suponemos era de gran relevancia en la ciudad, no se dejó confundir por los que se burlaban de San Pablo. Al contrario. Desde el mismo instante que abrió su corazón a las palabras del apóstol supo que estas no eran teoría ni ideología barata, sino convicciones reales y prácticas.
Y, como consecuencia de ello, asumió el compromiso de trasformar con valentía su pequeña historia en una historia más del Evangelio, por la que «la Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina» (Mulieris dignitatem», n.31).
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