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La figura de la mujer en la vida de la Iglesia
Introducción
El "si" de una mujer al designo de Dios sobre su vida cambió la historia de la humanidad. El acontecimiento más grande de toda la historia, Dios que se hace hombre, pasó a través de la humanidad de una jovencísima doncella. María es un modelo para todos los que la siguen y quieren cambiar el mundo, haciéndolo crecer en la fe y en el amor. María es el primer ejemplo de como, en un camino de fe, de gracia y de vida plena, la energía de las mujeres es un aporte importantísimo a la vida de toda la sociedad —sin distinción de raza, lugar de origen o estrato social— así como a la tarea educativa y misionera de la Iglesia moderna. Una Iglesia cada vez más atenta y maternal en relación a la humanidad y a la vida, y que puede aprovechar la sensibilidad femenina para enfrentar las necesidades de los hombres y de las mujeres del milenio actual de un modo nuevo y especial. María, como la definió el siervo de Dios Juan Pablo II, es la máxima expresión del 'genio femenino': poniéndose al servicio de Dios —¡y, aún sin ver, al inicio creyó!— se ha puesto al servicio de toda la humanidad. Mirarla a Ella, y al mensaje que nos trae con su vida, puede verdaderamente darle un sentido nuevo a la idea y al rol de la mujer del tercer milenio fundamentalmente en la familia, en la sociedad y en el mundo del trabajo. Leer la vida de María y descubrir como en ella se va manifestando el designio de Dios para el hombre, desde el Génesis de Adán y Eva, nos evidencia un elemento fundamental: no hay una lucha de supremacía y poder entre el hombre y la mujer sino un compartir y una unión en la fe al único Dios.
Los cambios sociales y culturales en la figura de la mujer
El tiempo que siguió al Concilio Vaticano II fue el momento de la explosión de la cultura feminista. Una nueva atención sobre el rol y las características de las mujeres trajeron grandes cambios en la sociedad y en la familia, aún cuando las conquistas de las mujeres (el voto en 1945, el derecho de familia en 1975, la instrucción, el acceso a las profesiones, la igualdad de oportunidades y el ingreso al mundo del trabajo) tardaron en hacerse verdaderamente una posibilidad real para las mujeres. Seguramente la instrucción ha sido el vehículo para una mayor emancipación de las mujeres. La instrucción significó concretamente la posibilidad de un trabajo fuera de la casa y el acceso al mundo de la cultura.
La toma de conciencia del Concilio Vaticano II de la condición femenina se dio en un momento en el que la figura de la mujer estaba todavía oscurecida por la del hombre, sea este padre, hermano o marido. Después de este importantísimo momento para la vida de la Iglesia y de la humanidad, el magisterio de Juan Pablo II ha tenido el mérito de reconocer la existencia de una cuestión femenina y de pasar de una fase de reconocimiento de la dignidad de la mujer a una involucración en la vida civil y social. El Papa Benedicto XVI con su incondicional y profundo amor y respeto por la vida está siguiendo el mismo camino.
Del Concilio Vaticano II a la Mulieris Dignitatem
La "Gaudium et spes".- El Concilio Vaticano II es hasta el momento el último Concilio de la Iglesia católica. Se inició con el Papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 y terminó tres años después con el Papa Pablo VI, el 7 de diciembre de 1965. El Concilio se caracterizó, sobre todo, por ser realmente ecuménico. Para la Iglesia fue una ocasión única para reunir realidades eclesiales provenientes de todo el mundo que hasta ese momento se habían mantenido un poco al margen de la Iglesia. Un Concilio que no quiso afirmar nuevos dogmas sino que buscó una Iglesia más sólida y abierta, en sus formas particulares, en la situación del tiempo moderno y más capas de afrontar las instancias de la modernidad.
En el mensaje final del Concilio encontramos, entre otras muchas, esta afirmación: "Pero llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer llega a su plenitud, la hora en que la mujer ha adquirido en el mundo una influencia un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a la humanidad a no degenerar".
Fue el primer reconocimiento importante del rol de las mujeres a favor de la Iglesia y de la sociedad y prácticamente un resumen de lo que se había dicho en otros documentos conciliares como la Constitución Pastoral de la Iglesia para el mundo contemporáneo Gaudium et spes y el Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, Apostolicam actuositatem, en el que se alentaba a los laicos a ser testimonios de la propia fe y de difundir a Cristo en el mundo también a través de las asociaciones católicas. En la Constitución Gaudium et spes los Padres conciliares concentraron su atención sobre todo en la necesidad de un nuevo diálogo entre la Iglesia y la cultura moderna, principalmente a través de los hombres y mujeres de buena voluntad con los que la Iglesia sentía y siente la necesidad de establecer relaciones aún más sólidas para trabajar juntos por la paz, la justicia y la libertad.
La Constitución inicia con la afirmación absoluta de la dignidad del ser humano. Una dignidad puesta a dura prueba por los continuos y repentinos cambios debidos a las innovaciones que la investigación y la inteligencia del hombre han sabido realizar. Cambios que tienen consecuencias en el modo de actuar y de pensar y, por lo tanto, también en la vida religiosa de los creyentes. Nunca como en este periodo el hombre ha conocido, al mismo tiempo, una profunda libertad —lenta, después de los conflictos mundiales— y grandes formas de esclavitud psicológica y social. Además, la perfección de un sistema temporal, como bien señalaba el Concilio, no supone necesariamente una dimensión espiritual igualmente digna. Por eso el hombre actual se siente desorientado, inquieto y busca comprender con todas sus fuerzas el tiempo actual, sin perderse a si mismo y su propia fe. En ese sentido el Concilio se presentaba como una ayuda a cuantos percibían esta urgencia.
La velocísima evolución y la dificultad de conjugar conocimiento técnico y saber, crea profundos desequilibrios y hondos cambios en las familias, debido a la brecha generacional, a las dificultades demográficas y económicas así como a una nueva relación entre el hombre y la mujer. Además, a nivel global, comienzan a ser particularmente evidentes la disparidad entre los países ricos y los países pobres. Por todas partes se percibe la exigencia de un orden social y político que exalte las conquistas del hombre, pero que brinde la base para que cada hombre y cada grupo pueda reivindicar y afirmar su propia dignidad. También las mujeres, como las poblaciones en vías de desarrollo, comenzaron a reivindicar una igualdad de oportunidad y de trato, con la convicción de que los beneficios y las innovaciones propias de la nueva civilización construida después de la guerra son para compartir con todos. Un momento en el que novedad e inquietud conviven y luchan en continuación, pero con la conciencia de que la inquietud y el desequilibrio son, de todas formas, características que anidan antes que nada en el corazón de los hombres.
El Concilio considera que la fe es una respuesta a los interrogantes de los hombres y se propone reafirmar los valores fundamentales de la humanidad refiriéndolos a quien es su raíz y sustento, Dios. "La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta el espíritu hacia soluciones plenamente humanas" está escrito en la Constitución. El hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, necesitado de socialización, al punto que Dios le da a la mujer. El pecado, que el hombre comete, supone la disminución de su ser hombre y lo obstaculiza para llegar a su plenitud introduciendo en la historia la eterna lucha entre el bien y el mal. Dios mismo ha venido a liberar al hombre fortaleciéndolo frente a las tentaciones del mal. Los elementos materiales y morales del hombre lo reconducen a Dios, es por eso que el cuerpo y el alma no pueden ser despreciados o maltratados. Además, la inteligencia con la que Dios lo ha dotado, y por la que el hombre participa de la luz de la mente de Dios, lo hacen superior a todos los otros seres del universo.
En la Constitución es importante la toma de conciencia de la Iglesia sobre la propagación del ateismo. La dignidad del hombre encuentra su realización más grande en la comunión con Dios que lo ha creado y continúa a generarlo con amor y por amor. Esta relación con Dios es, sin embargo, muchas veces ignorada y sustituida por un ateismo sistemático en el que Dios no existe o no tiene nada que decirle al hombre y éste no puede entrar en relación con Él. La falta de una relación con Dios y de la esperanza en la vida eterna causan una grave lesión en la dignidad humana. Sobre este aspecto la Gaudium et spes es extremadamente clara: "La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad".
Dios ha creado a los hombres para que sean una única familia y, considerándose hermanos, tiendan al mismo fin —Dios mismo— y al bien común. Por eso el Concilio promueve la colaboración entre los hombres y el respeto al prójimo, cualquiera que sea el prójimo —también el distinto o el adversario— y el amor hacía lo que está fuera de uno. Además, es fundamental reconocer la igualdad entre todos los hombres, que comparten un mismo destino, y superar una ética individualista muy difundida. La actividad humana, en sus formas individuales y colectivas, "corresponde a las intenciones de Dios". Los hombres y las mujeres a los que se les ha confiado la creación, reconociendo a Dios Creador, con su trabajo y con su esfuerzo no sólo procuran el sustentamiento para ellos y sus propias familias sino que, en algún modo, contribuyen a perpetuar la obra del Creador.
La Constitución se pregunta, evidentemente, sobre el aporte de la Iglesia al crecimiento del hombre: "El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre". A la Iglesia se le ha confiado el Evangelio de Cristo, el único instrumento que le asegura una justa libertad y una sana dignidad al ser humano. La Iglesia se coloca como defensora y promotora de los derechos humanos y de cuantos, en todo tiempo, luchan para que estos sean reconocidos. El Espíritu del Evangelio alienta a todos los hombres a hacerse cargo plenamente de sus propios deberes. Esto crea un movimiento y una relación dialogal entre la Iglesia y el mundo contemporáneo, que recíprocamente se reconocen la ayuda y los aportes recibidos uno del otro.
Dado que para la Iglesia nada de lo humano le es ajeno, la Constitución se ocupa también de cultura, trabajo y economía, así como de la importancia de la familia, definida en el documento 'escuela del más rico humanismo' y del matrimonio. Sin una situación familiar y conyugal feliz no es posible el bien para el individuo ni para la sociedad de la que forma parte. A la instancia de la familia está íntimamente unido el respeto de la vida y del crecimiento sereno de los hijos, a los que hay que ofrecerles una sana educación. Es necesario que toda la sociedad civil —es el mensaje de la Constitución y cuarenta años después sigue plenamente actual— se dedique con esmero a favorecer el matrimonio y la institución familiar.
a) "Mulieris dignitatem".- Con ocasión del Año Mariano, el 15 de agosto de 1998, Juan Pablo II promulgó una Carta sobre a dignidad de la vocación de la mujer. Un paso ulterior, respecto a la "revolución" de concepción ya realizada por el Concilio, en el que la Iglesia empezó a mirar y a reconocer una renovada cuestión relativa a la presencia de las mujeres en la sociedad y al rol que con el cambio de los tiempos estaban poco a poco asumiendo. "La Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el 'misterio de la mujer' y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las 'maravillas de Dios', que en la historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella", escribe el Pontífice, reconociendo la gran importancia del Concilio y de sus momentos previos y sucesivos, así como la del Sínodo de Obispos del año precedente (octubre de 1987), durante el cual, en una reflexión sobre el compromiso de los laicos, se había puesto en relieve la dignidad y la vocación de las mujeres.
El impulso para tratar estas temáticas fue dado también por la Encíclica Redemptoris Mater, la cual continuaba profundizando en los puntos fundamentales ya expresados en el Concilio. Se reconocía como esencial la figura de María, Madre de Dios, presente en el Misterio de la Iglesia y, por ello, profundamente ligada a la humanidad. Cristo "revela el hombre al hombre" y en esta tarea la Madre tiene un lugar especial; en la carta papal, como sucederá también en otros documentos pontificios, el Antiguo y el Nuevo Testamento están en la base de una recta comprensión y consideración del rol y de la dignidad femenina. La unión del hombre (y de la mujer) con Dios dota a todo ser humano de una inmensa dignidad y vocación, de la que María, la mujer de la Biblia, la Madre de Dios, encarna la expresión más completa y plena. La realización del ser humano, en efecto, creado a imagen y semejanza de Dios Creador, no puede de ninguna manera darse fuera de esta relación privilegiada con Dios.
El hombre y la mujer, en su relación con el Creador, son expresión de unidad en la humanidad compartida, que indica no sólo una comunión entre ellos, sino una cierta semejanza con la comunión en Dios. El hombre y la mujer, en efecto, son las únicas criaturas que Dios creador "ha querido por sí mismas", las ha hecho personas y, en cuanto tales, deseosas de realizar su propia humanidad: y este cumplimiento puede realizarse exclusivamente a través de la donación de sí mismas. "Grandes cosas ha hecho en mí el Omnipotente": esta es la frase de María que nos ayuda a comprender cómo María había descubierto claramente su riqueza y humanidad femenina, en el modo como Dios la había diseñado; María se convierte en el símbolo de la eterna originalidad de la mujer, que se alimenta con el don. El don, en primer lugar, es el otorgamiento por parte de Dios de aquel don que por la llegada del mal en el Paraíso terrenal, había sido ofuscado: por ello la figura de María hace redescubrir a Eva la dignidad y la humanidad de la mujer, un descubrimiento que, escribe el Papa: "debe continuamente llegar al corazón de cada mujer y dar forma a su vocación y a su vida". Pieza fundamental en la concepción de la dignidad de la mujer es la misión redentora de Cristo: la palabra redención, para la mujer, asume un significado lleno de riqueza, ya que Jesús es el primero que, mirándola en lo profundo de su ser, ama y respeta el 'ser mujer". En el encuentro con la Samaritana este profundo respeto alcanza su punto culminante: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva" (Jn 4,10). El don de Dios, creador y redentor, es confiando a cada mujer, que solo en el Espíritu de Cristo se hace capaz del don de sí a los demás, único que puede hacerle redescubrir su dimensión de mujer, a sí misma.
La mujer madre o virgen, esposa o consagrada, activa en el trabajo, la familia y en la sociedad, es la mujer en toda la riqueza de sus facetas, a la que la Iglesia, a través de este espléndido documento de Juan Pablo II, desea agradecer: "por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable".
Un agradecimiento a todo aquello que forma parte y caracteriza aquello que el Papa Wojtila define "genio femenino", que en la historia se ha encargado de intervenir por pueblos y naciones, por todos los "frutos de la santidad femenina", entre los que se cuentan numerosos carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres. Pero como dirá el Pontífice en su Carta a las mujeres, agradecer no basta: es necesario que las instituciones civiles y religiosas se encargan de valorar el rol de la mujer en la sociedad, una sociedad cada vez más necesitada de faros que muestren el camino, pues a ellos la fe lo ha ya mostrado; una sociedad que en la humanidad femenina puede encontrar abundante bien y provecho.
El Papa y la riqueza del genio femenino: la Carta de Juan Pablo II a las mujeres (1995) y la del Cardenal Ratzinger a los obispos (2004)
La Carta de Juan Pablo II a las mujeres.- El 29 de junio de 1995, a pocos meses de la IV Conferencia Mundial sobre la mujer, que se desarrolló en Pequín, el Papa Juan Pablo II escribió una carta a las mujeres de todo el mundo, expresando su deseo de que la conferencia fuese una ocasión para pensar sobre las múltiples contribuciones femeninas a la sociedad y a las naciones. La carta resulta ser una ulterior etapa en un recorrido que el mismo Papa inició con ocasión de la Mulieris Dignitatem, una confirmación de la esfuerzo de la Iglesia para salvaguardar la dignidad y los derechos de todas las mujeres, escuchando sus necesidades y hablándoles al corazón.
"Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida de la humanidad", escribía el Papa Juan Pablo II. El agradecimiento a Dios, por la presencia y la existencia de la mujer y de las mujeres en el mundo, fue para el Papa una ocasión para agradecer a la mujer en sus más importantes facetas: la mujer-madre, que ofrece su vientre para el crecimiento de la nueva criatura, que se convierte en guía, sostén y punto de referencia del niño en su crecimiento hacia la humanidad; la mujer-esposa, que en la unión con el hombre se pone al servicio de la comunión y de la vida; la mujer-hija y hermana que, en la familia y en la sociedad, comparte con el prójimo los frutos de su fuerza, de su sensibilidad, de su perseverancia; la mujer trabajadora, por su contribución en crear una cultura abierta al sentido del misterio y a la unión entre la razón y el sentimiento; la mujer-consagrada, que encarna perfectamente la relación de preferencia que Dios desea compartir con su criatura.
El Papa ofrece un agradecimiento final a la mujer en cuanto tal, riqueza para el mundo y para las relaciones humanas. La Carta continúa con un pedido de perdón por parte del Santo Padre, por si en la historia de la humanidad llegaron a surgir situaciones de dificultad para las mismas mujeres, causadas por hijos de la Iglesia, y propone un renovado esfuerzo hacia la tutela de la riqueza interior y espiritual de las mujeres, bajo el ejemplo de Jesús, el primero que, desafiando la poca apertura y desconfianza de que eran objeto las mujeres en su tiempo, invitó con su propio ejemplo a mirarlas con gran respeto y a acogerlas con ternura. Basta sólo pensar a su comportamiento en relación con la Samaritana, con la viuda de Nain —para quien la frase "Mujer, no llores" (Lc 7,13) expresa una infinita ternura y comprensión del dolor—, con la adúltera, para poder entender el valor inmenso que daba a la profundidad del alma femenina.
El pensamiento de Juan Pablo II va, por ello, hacia todas aquellas mujeres cuyas potencialidades y riquezas, tanto en el pasado como en el presente, no han sido totalmente comprendidas o han sido juzgadas —fruto de la era consumista— desde el aspecto físico, más que por su competencia o inteligencia; el Papa se preocupa por todas las mujeres que tienen dificultades para salir adelante; por todas aquellas que no pocas veces son castigadas porque acogen o desean el don de la maternidad; por todas aquellas mujeres que, sobretodo en los lugares donde hay guerra o donde se lucha por la diaria supervivencia, son víctimas de la violencia y de los abusos en la esfera sexual. Basta mencionar el triste fenómeno de la trata de esclavas, que involucra anualmente a entre 700 mil y 2 millones de personas en el mundo, de las cuales, casi la totalidad son mujeres o niñas.
Pero la violencia contra las mujeres es un fenómeno sin fronteras, que se expande tanto en el norte como en el sur, tanto entre países y personas con bienestar como entre los más pobres. La intensa carta de Juan Pablo II continúa siendo una llamada para que, sobretodo por parte de instituciones internacionales, se pase de una situación de denuncia de las dificultades y de carencias que afectan a las mujeres, a un verdadero y propio "proyecto de promoción", como lo define el Pontífice, para todos los ámbitos de la vida de las mujeres, a partir de una "renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer". Un reconocimiento que no es sólo descubrimiento de la razón humana, sino también inspiración de la Palabra de Dios, para la cual el designio de Dios incluye la presencia de la mujer y la importancia de su dignidad.
El libro del Génesis lo describe de manera emblemática: hombre y mujer creados a imagen y semejanza de Dios, singulares y complementarios entre ellos. La mujer es creada para 'ayudar' al hombre, no para una ayuda material, en el quehacer, sino para una ayuda ontológica, que tiene que ver con el ser mismo. Feminidad y masculinidad se complementan mutuamente. Frente a la tarea que Dios encarga al hombre y a la mujer, confiándoles la tierra, ambos tienen desde el inicio la misma responsabilidad. La unidad entre el hombre y la mujer responde al designio de Dios, que les confía la tarea de procrear, de cuidar la vida de la familia y construir, al mismo tiempo, la historia misma. Aunque es difícil hacer un balance equilibrado del peso, en el progreso de la humanidad, que han tenido las mujeres, el Papa recuerda sobretodo la gran capacidad y fuerza educativa, declarando que, donde hay una exigencia formativa, las mujeres se hacen presentes en gran número, impulsadas por una fuerza de "maternidad afectiva, cultural y espiritual", como la define el Santo Padre, que hace de ellas seres privilegiados en el gran reto de las relaciones humanas e interpersonales.
La carta del Card. Ratzinger a los Obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo
El 31 de mayo del 2004, con ocasión de la fiesta de la Visitación de la Virgen María, por mano del entonces Card. Joseph Ratzinger, vio la luz otro fundamental documento que, no solo restituye dignidad al rol de la mujer, sino que lo hace mediante una aguda lectura de la Biblia, y poniendo el acento en la necesidad de colaboración del hombre y de la mujer, en la Iglesia y en el mundo. La carta inicia con una espléndida definición de la Iglesia como "experta en humanidad".
El análisis del futuro Pontífice Benedicto XVI inicia de las causas que en tiempos recientes llevan a afrontar en modo incompleto la problemática de la cuestión femenina: destacar la condición de subordinación de la mujer en muchísimas circunstancias, da vida a actitudes de oposición frente al hombre, y a iniciativas dirigidas al predominio y la búsqueda del poder sobre el otro. Un proceso que lleva a la agudísima rivalidad entre los sexos, evidente en las relaciones personales y en la confusión y ruina en la que vive la institución de la familia.
El otro lado de la moneda contrapone a la rivalidad entre sexos, una anulación de las diferencias entre hombre y mujer. Un proceso que hubiera querido dar a la mujer iguales derechos que al hombre, pero que en cambio ha obtenido confusión sobre el sentido de la familia, de la sexualidad, de la maternidad y de la paternidad; una confusión que encuentra sus raíces en la idea de que cada uno puede ser lo que quiera, sin considerar y respetar sus principios biológicos. Esta definición lleva consigo una suerte de crítica a las Sagradas Escrituras y a un Dios demasiado patriarcal.
La Iglesia, frente al surgimiento de definiciones que crean confusión e inestabilidad, propone una "colaboración activa, en el reconocimiento de la misma diferencia, entre hombre y mujer", como escribe el Card. Ratzinger, que continua su carta con una iluminada lectura de la Biblia, con que nos hace redescubrir la base de la antropología cristiana. Además del Génesis, el estudio del Card. Ratzinger se dirige también a las palabras de Juan Pablo II. Es importante reconfirmar la distinción entre hombre y mujer y sus diferencias sexuales, claras desde el inicio del libro del Génesis: diferencias que no alejan o dividen al hombre de la mujer, sino que se convierten en el medio de una reala comunión y compartir entre ambos.
El hombre y la mujer no existen solamente juntos, existen uno para el otro, existen recíprocamente el uno para el otro. En esta comunión interpersonal se manifiesta el designio de Dios, la integración en la misma humanidad de aquello que es masculino y aquello que es femenino. El pecado original desnaturaliza y corrompe la relación que hombre y mujer tienen con el Creador así como el modo de concebir y vivir sus diferencias sexuales. Ver a Dios como enemigo lleva a una corrupción de la relación entre hombre y mujer. Cuando una relación está corrompida puede ser más difícil anhelar a Dios. Cuanto es descrito por Génesis está en la base de la deterioración de las relaciones en la época contemporánea, causadas por la poca importancia del respeto, del amor y de la igualdad que están en la base necesaria de la relación entre el hombre y la mujer.
La lectura de la Biblia sugiere superar la visión de la relación entre el hombre y la mujer como algo basado en la rivalidad, y mirarlo basándose en una lógica del tipo relacional. "La criatura humana en su unidad de alma y cuerpo está calificada desde el inicio por la relación con el otro-de-sí", escribe el Card. Ratzinger; esto quiere decir que la alteración del pecado original no dice la verdad ni sobre el proyecto de Dios sobre el hombre y la mujer, ni sobre la relación entre ambos. El pecado lleva un morbo a la relación entre hombre y mujer, enfermedad que puede ser curada como afirman algunos pasos bíblicos que el cardenal toma en consideración: la historia de Noé que logra salvarse con su familia y salva así su descendencia y más aún la promesa de salvación de la que Abraham es objeto.
La revelación de Dios a su pueblo, en el Antiguo Testamento, con frecuencia se avala a la metáfora hombre/mujer: Dios es descrito como un esposo que ama a su mujer, Israel; uno de los testimonios más célebres y fascinantes de esta revelación de Dios se encuentra en el Cántico de los Cánticos. La metáfora del hombre y de la mujer, de la alianza entre ambos, está plenamente unida a la idea de la salvación. En el Nuevo Testamento las figuras de Jesús y María encarnan metáforas del Antiguo Testamento y las realizan en modo definitivo.
El hombre y la mujer, distintos pero insertados en el Misterio Pascual de Cristo no viven su diversidad como un obstáculo, mas basan su relación en una colaboración fundada en el respeto recíproco de la distinción. De este modo, como afirma y demuestra el Card. Ratzinger en su carta a los Obispos, el rol de la mujer en la Iglesia y en la sociedad puede ser objeto de mayor dignidad y comprensión por parte de todos.
La característica con mayor significado en la relación entre mujer y sociedad es ciertamente la llamada 'capacidad del otro', propia de las mujeres. Una característica plenamente ligada a su posibilidad de dar el don de la vida, y que va más allá de la procreación biológica, porque la maternidad —como la paternidad- supera le generación puramente física. La mujer resulta fundamental ahí donde existe una relación humana, donde existe la necesidad del cuidado, de ocuparse del prójimo. Por ello es necesario que las mujeres tengan un rol activo en el mundo del trabajo y en la familia, porque la mujer consigue llevar, en estos ámbitos, toda su capacidad y experiencia de donación y atención al prójimo; la donación es una característica propia del género humano, con la cual la mujer se encuentra en sintonía, al punto que la utiliza como signo privilegiado del donarse y de cuidar de otros.
Estas peculiaridades son llevadas por la mujer en su pertenencia a la Iglesia, donde cuenta con un ejemplo: María, cuyos dones de escucha, de abrazo, de fidelidad y humildad son luces que guían la fe de toda la humanidad, y particular ejemplo para las mujeres. El servicio, el don, la centralidad de la vida y de la familia son conceptos claramente presentes en el mensaje de la Conferencia Episcopal permanente con ocasión de la XXX Jornada nacional por la vida, durante la cual fue afirmado que "Cuan civil es un pueblo se mide por su capacidad de servir a la vida".
La devoción mariana
La devoción a la Virgen es una característica que reúne a católicos y ortodoxos y muestra la posibilidad de diálogo y de ecumenismo entre varios credos. María, ejemplo no solo para las mujeres sino para toda la humanidad es venerada en numerosos lugares del mundo, lugares de la tradición, lugares en los que simplemente la Madre de Dios ha decidido aparecerse a los simples, a los humildes, a los últimos de la tierra.
Es cuanto sucede en Lourdes, pueblito francés en el que desde el 11 de febrero al 16 de julio de 1858, una campesina local, de unos 14 años, tuvo 18 apariciones de una 'Bella Señora', en una gruta en las cercanías de su casa. La niña se llamaba Bernardita, y este año se celebran los 150 años de la primera aparición. En la gruta donde Bernardita afirmó haber visto a la 'Señora' fue puesta una estatua de la Virgen; la 'Señora' misma, en efecto, en una de las últimas apariciones, el 25 de marzo, respondió a la pregunta de la joven muchacha revelando así su identidad: "Yo soy la Inmaculada Concepción". El dogma de la Inmaculada Concepción, que Bernardita, pequeña campesina analfabeta no podía conocer, había sido proclamado en 1854 por Papa Pío IX, con la Bula Ineffabilis Deus, en un periodo en el que en Francia el debate sobre la laicidad del estado estaba muy presenta. Se calcula que Lourdes desde entonces ha sido visitada por 700 millones de personas en el mundo; para este año se calcula una afluencia record, debida al 150º aniversario de las apariciones marianas a Bernardita.
Pequeños y pobres son protagonistas de otro lugar de veneración mariana, en Fátima, Portugal. En esta ciudadela, desde el 13 de mayo 1917, por seis veces, cada mes, la Virgen se apareció a tres pastores, Francisco y Jacinta, hermanos, y su prima, Lucía, todos de edades comprendidas entre los 7 y los 10 años. Las apariciones de las que hablaban los tres niños hicieron acudir al lugar a muchas personas, pero les costó el cautiverio y el rencor de las autoridades civiles que querían mantener un clima anticlerical. La Virgen de Fátima reveló a los tres pastorcitos tres secretos, pidiendo revelar los dos primeros mas no el tercero. Francisco y Jacinta murieron siendo aún pequeños y fueron beatificados en el 2000, Lucia se hizo religiosa carmelita y en 1943 recibió la orden de escribir el tercer secreto que le había sido revelado por la Virgen de Fátima y enviarlo al Vaticano. El tercer secreto fue revelado en el 2000 y fue relacionado con el atentado que sufrió Juan Pablo II, justamente el 13 de mayo de 1981, aniversario de la primera aparición en Fátima. La relación entre las vicisitudes del Pontífice y los protagonistas de las apariciones ha sido grande incluso en la muerte: Sor Lucía, en efecto, última testigo, falleció pocas semanas antes que el Papa Wojtyla.
Los jóvenes tienen un rol importante en otro lugar, sede de un culto mariano, hijo del deseo de imitar a Maria y abandonarse a su abrazo materno y a sus enseñanzas: se trata de Medjugorje, ciudadela que perteneció a la Ex República Federal Yugoslava. El 24 de junio de 1981, en pleno régimen comunista, seis jóvenes videntes (todos tenían entre 10 y 16 años) tuvieron la visión de una figura de una Señora luminosa, con un niño entre los brazos que reveló, al día siguiente, ser la Beata Virgen María. Inicialmente, siendo prohibidas por el régimen todas las formas de devoción religiosa, las apariciones continuaron en la parroquia del pueblo y en las casas de los videntes. Ahora ninguno de ellos vive en Medjugorje, pero las apariciones continúan cada 25 de cada mes, y con estas los mensajes que la Virgen — que se presenta como la Reina de la paz- ofrece a la humanos. Sin embargo los Obispos de la ex Yugoslavia hayan manifestado estar contra la autenticidad de las apariciones de Medjugorje, la Santa Sede ha decidido de asumir el juicio definitivo, permitiendo a los fieles que cada año son muy numerosos, continuar las peregrinaciones y otras formas devocionales en relación a la Virgen de la paz..
Italia también cuenta con muchísimas iglesias y santuarios dedicados a la Virgen. Entre los más visitados: el Santuario de la Virgen de Loreto, en Le Marche; el santuario encierra las reliquias de la casa de María en Nazaret, traída a Italia desde Tierra Santa en 1294 durante las Cruzadas. Estudios recientes sobre los materiales y las técnicas de construcción de la Santa Casa parecen confirmar la autenticidad de la construcción, haciendo del Santuario uno de los más conocidos en el mundo, visitado por numerosos santos, beatos y Papas. La estatua de la Virgen de Loreto está esculpida en madera de cedro del Líbano de los Jardines Vaticanos y fue construida tras un incendio en la Santa Casa en 1921.
Experiencias de fe y misión del universo femenino: Madre Teresa de Calcuta y Chiara Lubich
A pesar de la dificultad y la inutilidad de cuantificar el compromiso de hombres y mujeres a favor de la Iglesia y de la sociedad, dos figuras de mujeres, entre todas, han contribuido con un compromiso ejemplar a difundir el mensaje cristiano y los preceptos fundamentales de la Iglesia católica en nuestro siglo: la Madre Teresa de Calcuta y Chiara Lubich, fallecida el 14 de marzo de este año.
La Madre Teresa de Calcuta, religiosa católica de origen albanés, se hizo famosa, a pesar suyo, en todo el mundo, por haber vivido y cuidado de las personas más pobres del mundo, en Calcuta. Por su compromiso con los enfermos, los pobres y los débiles, en 1979 fue condecorada con el Premio Nobel de la Paz; mujer simple y modesta, completamente iluminada por la misión que realizaba para Dio, no quiso participar al habitual banquete de festejo, pero no rechazó el dinero que formaba parte del premio, con el que habría quitado el hambre a sus pobres en Calcuta, al menos por un año.
La joven Agnes, convertida en Madre Teresa (inspirándose en Teresa de Lisieux), después de haber realizado sus votos, fue a terminar sus estudios y luego a trabajar como maestra en Calcuta. El contacto con una realidad tan pobre y marginada la llevó a una profunda crisis interior, después de la cual tuvo la iniciativa de fundar, en 1950, la Congregación de las Misioneras de la Caridad, que sigue trabajando, incluso después de su muerte, el 5 de setiembre de 1997. La Congregación recibió del Papa Pablo VI en 1965 el título de 'Congregación de derecho pontificio' y la posibilidad de expandirse fuera de India. Una profunda amistad la vinculó con Juan Pablo II, con la ayuda del cual logró abrir tres casas de las Misioneras, ya presentes en todo el mundo, en la ciudad de Roma. Después de sólo dos años de su muerte, con una derogación especial, el mismo Pontífice hizo abrir el proceso de beatificación, que terminó en el 2003. La Madre Teresa fue, en efecto, beatificada el 19 de octubre de ese mismo año.
Silvia Lubich, llamada Chiara, fue otra personalidad femenina importantísima para la Iglesia, definida, durante la homilía de su funeral, por el Card. Tarcisio Bertone como uno de los 'astros luminosos' del siglo XX; fundó en 1943, año en el que realizó los votos de modo privado, la Obra de María, más conocida como Movimiento de los Focolares. Todo comenzó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando su ciudad, Trento, fue bombardeada, y su familia obligada a transferirse. El contacto con el dolor y la destrucción le hizo desear ponerse al lado y al servicio de los más débiles, viviendo intensamente las enseñanzas del Evangelio; en esta aventura Chiara involucró inmediatamente a un grupo de jóvenes amigas suyas; además de la misión hacia los pobres, iniciaron a compartir todos los aspectos de la vida, comenzando incluso a vivir juntas.
Chiara recogió la invitación del Papa Pío XII a llevar a Dios en las plazas, en las casas, en las escuelas, en las fábricas: con este objetivo fundó el grupo de los 'Voluntarios de Dios', adultos comprometidos en la sociedad. El Papa Juan XXIII le dio, en 1962, una primera aprobación al Movimiento de los Focolares, pero el estatuto fue aprobado en 1990 por Juan Pablo II, quien le concedió asimismo al Movimiento el poder ser siempre guiado por una mujer. Se deben a la intuición de Chiara la formación del Movimiento Gen, dirigido a los jóvenes, y la creación de numerosas ciudadelas, difundidas por el mundo, en las que se vive la espiritualidad y la unidad de todo momento de la vida cotidiana. Chiara Lubich se dedicó también a abrir reales posibilidades de diálogo con otras religiones: durante su vida ha narrado su experiencia a monjes y monjas budistas en Tailandia, a los musulmanes de Harlem, a los judíos de Buenos Aires.
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