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Comunicar el Evangelio

Entre personas, «comunicar» no quiere decir «pasar» un mensaje como se pasa un paquete, o transmitirlo como se transmite el impulso eléctrico. Comunicar es acción de poner, más aún, ponerse en comunión: unirse con otros en aquello de lo que se participa.

La comunicación es acción que une. Por eso afecta al que comunica (puede hacerlo con alegría y esperanza o con miedo y preocupación) y al que recibe esa comunicación, que tiene su dignidad y libertad. Comunicar es algo más que informar asépticamente (si es que esto es posible). Significa inaugurar una realidad en la vida personal y social de otros. La comunicación implica siempre interpretación, pero debe oponerse al engaño y a la manipulación. Busca servir a la verdad con los medios que el comunicador dispone, a partir de su buen entender y hacer, en un esfuerzo frecuentemente innovador y en ocasiones arriesgado.

Evangelio quiere decir «buena noticia». En perspectiva cristiana, la buena noticia de un Dios —el único Dios vivo y verdadero— que se manifestó en Jesús de Nazaret como el Dios del amor y de la vida, que dialogó con las personas de su tierra y de su tiempo, a la vez que les abrió horizontes insospechados de una vida plena de sentido. Dios mismo, comunicador por excelencia, quiere seguir extendiendo el Evangelio. Un conocimiento que, como ha escrito Benedicto XVI, cambia la vida en dirección a la plenitud y la alegría. Ahora bien, ¿comunicamos el Evangelio?

Dios, al manifestarse a los hombres, lo hace afirmando la dignidad, la libertad, las circunstancias de cada persona en su contexto social. La Buena noticia del Evangelio debe comunicarse a cada persona teniendo en cuenta cómo es y como vive, con sus anhelos y preocupaciones.

Comunicar el Evangelio no es tarea exclusiva de los pastores de la Iglesia, ni sólo de los profesionales de las publicaciones o los medios de comunicación de contenido religioso. Es tarea de todo cristiano, que puede y debe realizar continuamente cada día, tomando ocasión del trabajo, de las relaciones familiares y sociales. Quien está convencido de que tiene lo mejor, aspira a comunicarlo, comenzando por las personas que más aprecia. No se lo plantea como un añadido artificial o una enojosa obligación, sino que surge naturalmente, porque el bien, decían los clásicos, es difusivo «de suyo». Sin embargo, en la práctica, necesita el impulso de la oración y de los sacramentos, para seguir recibiendo esa luz y esa vida que no viene de uno mismo, pero que transforma la propia existencia y clama por hacerse Vida en otros. Sólo así, en palabras de Benedicto XVI, se puede «abrir el corazón y el mundo a Dios».

Abrirse a Dios es encontrar en Él el amor que es capaz de hacer nuevas todas las cosas. Una alegría que pide abrirse a los demás, comenzando por los que están cerca (la propia familia, los amigos, los vecinos y conciudadanos): llevar la luz y el bien a cualquier persona hasta el último rincón del mundo, cada cristiano en y desde el rincón que ocupa. Y lo hace, como lo plantea el Evangelio, que es creativo y exigente, sin olvidar que también es yugo suave y carga ligera para quien va con Cristo. Como les dijo el Papa a los jóvenes en Sydney, la vida cristiana no se compagina con el culto a los ídolos (como la codicia, el amor posesivo y la explotación de la tierra), las respuestas parciales y el conformismo.

Al mismo tiempo, comunicar el Evangelio —involucrarse en el apostolado cristiano— implica una preocupación especial, prioritaria, por el bien material y espiritual de los más pobres y necesitados, desde los no nacidos hasta los ancianos y enfermos, los débiles, los oprimidos y los marginados, aunque nos saque de nuestros planes o de nuestra comodidad. Y donde no hay esa preocupación, se puede decir que falta algo muy importante, esencial al Evangelio.

En definitiva, comunicar el Evangelio es un gustoso y urgente deber de los cristianos. La mayoría de las veces se lleva a cabo sencillamente, a través de la amistad. Y lo que se comunica es la propia experiencia de la vida con Cristo. Se ofrece sinceramente como diálogo, porque el Evangelio sólo se puede comunicar en la disposición a aprender y enriquecerse con las aportaciones válidas de los demás. Se apoya en la convicción de que la fe cristiana tiene capacidad para configurar y renovar la existencia de las personas y las comunidades. Es una propuesta vital (testimonio y palabra), abierta a la verdad más profunda de las personas: su dignidad de hijos de Dios. Es una propuesta capaz de explicar «las razones» de la esperanza (lo que requiere una formación constante y adecuada a las propias circunstancias). Una propuesta que vive de la Eucaristía (especialmente de la misa del domingo) y se autentifica cada día en el servicio a todos, combatiendo la injusticia, dentro y fuera de uno mismo.

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