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Desenmascarando las mentiras «progres» IV: el suicidio asistido y otras canalladas
«Toda la tierra, maravillada, seguía a la bestia» Apocalipsis 13, 3
En esta travesía que hemos iniciado hacia nuestra patria, hacia nuestra particular Ítaca, que no es otra que la Verdad, hemos surcado en nuestra última singladura el desolado mar del aborto y la eugenesia. Ahora nos toca afrontar uno de los océanos más procelosos: el de la desesperación y el suicidio.
Hasta hace poco tiempo, cuando una persona «normal» se encontraba a alguien al borde de una ventana o de un puente con intención de suicidarse, lo que el sentido común y moral le imponía era impedir por todos los medios que esa persona se quitase la vida. Se trataba de convencer y de disuadir al suicida de sus pretensiones, se llamaba a los bomberos o a la policía y, si era necesario (y prudente), se empleaba la fuerza necesaria para evitar a toda costa la pérdida irreparable de una vida.
Todo el mundo consideraba que el intento de suicidio iba unido a un trastorno mental más o menos transitorio. Quien quería quitarse la vida no podía estar en su sano juicio. El suicidio era considerado como una especie de locura, un disparate fruto de la desesperación.
¡Qué pocos años median entre el «¡Qué bello es vivir!» de Frank Capra (1946) y el «Mar adentro» de Amenábar (2004)! Cincuenta y ocho años separan el canto a la vida, de la apología de la muerte como solución final del sufrimiento humano. Cincuenta y ocho años separan a una civilización esperanzada de otra decadente y nihilista.
La España de Zapatero quiere seguir los pasos de Holanda y de Suiza y legalizar el suicidio asistido. Convertir la muerte en derecho humano habla bien a las claras de la locura en la que vivimos sumidos en esta Europa agonizante del siglo XXI.
Ahora, cuando nos encontremos a alguien en el trance de lanzarse al vacío para acabar con su vida, le pediremos que firme un formulario y le daremos un empujoncito para evitar retrasos innecesarios en la Laguna Estigia y que la barca de Caronte pueda cumplir sus horarios con puntualidad.
La locura del suicida se ha trasladado a esta sociedad enferma de desesperación y sinsentido. Estamos todos locos. En lugar de ayudar al desesperado a superar el sufrimiento, en lugar de ayudarlo a ver más allá del pozo en que está sumido, lo que hacemos es terminar con su vida y «muerto el perro, se acabó la rabia». Es la victoria de la muerte y el fin de cualquier esperanza. Cuando el «homo ludens» ya no puede seguir disfrutando ni consumiendo; cuando ya no es útil, lo mejor es matarlo para que no sufra. Como a un perro agonizante: se le pone una inyección y se termina con su dolor. Ya comentaba en otro artículo cómo la Nueva Izquierda está empeñada en degradar la condición humana para equipararla a la de los animales.
Y a esta canallada se le llama «muerte digna». Ciertamente es mucho más barato asesinar a viejos, enfermos y demás seres improductivos que pagar sus medicinas, preocuparse por su bienestar o hacer frente a sus pensiones. Ésta puede ser también la solución al problema del paro o al de la pobreza y el hambre. A los niños africanos, por ejemplo, los matamos antes de que nazcan para que no sufran; y a los que ya están vivos, los ayudamos a suicidarse. Y si alguno se resiste a morir dignamente, lo obligamos un poquito y ya está. De este modo, acabamos con el problema de la superpoblación y garantizamos un desarrollo sostenible del planeta para que los ricos y guapos puedan disfrutar de la vida. Sería algo parecido a lo que ya se hace con lobos o jabalíes: cuando hay muchos y peligra el equilibrio ecológico, se abre la veda y se permiten cacerías para eliminar a la población excedente.
Perdónenme que recurra al sarcasmo, pero es que a mí toda esta milonga que nos quieren hacer tragar los «progres» me provoca náuseas.
Ayudar a morir con dignidad a un ser humano no consiste en matarlo o en ayudarlo a que se suicide. La madre Teresa de Calcuta nos enseñó no hace tantos años cómo se ayuda a morir con dignidad. Ella recogía a los moribundos que agonizaban solos y abandonados como perros en las calles de Calcuta y los llevaba a su casa, donde los lavaba, los cuidaba y los acompañaba en sus últimos momentos, proporcionándoles lo único que una persona necesita para vivir y morir dignamente: amor. Eso es morir con dignidad: morir rodeado de personas que te quieran.
Pero la Nueva Izquierda no sabe de amor ni de compasión ni de ternura ni de sacrificio. La Nueva Izquierda neomarxista sólo sabe de odio y muerte: nada ha cambiado a este respecto. En la naturaleza del escorpión está el envenenar con su aguijón. Para la progresía europea, la vida no tiene otro sentido que el de gozar: el bienestar (el Estado del Bienestar: ¿recuerdan?). Por eso el sufrimiento y el dolor no tienen cabida en su mentalidad.
La Nueva Izquierda odia la vida, porque el sufrimiento es consustancial a la propia existencia: de ahí su adoración a la muerte y su fascinación por el aborto y al eutanasia.
La Nueva Izquierda no sabe lo que es el amor auténtico, porque querer a alguien implica sacrificarse por el otro y renunciar a uno mismo y a los propios deseos para entregarse a la persona amada: de ahí su insistencia en el tema del divorcio y sus permanentes ataques a la familia. Como lo importante es pasarlo bien, cuado me canso de mi mujer, la repudio y me lío con otra y así sucesivamente. Fomentar la promiscuidad y regalar condones en la escuela es mucho más fácil y barato que fomentar la virtud y corregir el vicio.
La Nueva Izquierda aborrece la educación, porque para educar a un niño hacen falta grandes dosis de amor y de paciencia: educar exige esfuerzo en quien enseña y en quien aprende, porque entraña sacrificar muchas horas y obliga a pensar y a forjar la voluntad del niño. La Nueva Izquierda quiere destruir la educación porque enseñar y aprender implica buscar la verdad y ejercer la libertad individual. La cultura y la educación acrisolan en el ejercicio de la virtud a hombres libres que no se dejan engañar ni manipular fácilmente. Y la patulea progresista lleva inscrita en su ADN los genes de la mentira, el vicio y el odio. Ellos no quieren personas libres, sino borregos sumisos y fáciles de manipular; no quieren gente instruida sino rebaños de adeptos a la secta que repitan dóciles las consignas del líder (Educación para la Ciudadanía no es otra cosa). No quieren una sociedad de hombres libres, responsables y honestos, sino masas alienadas por el opio del placer: el botellón, la coca, las discotecas ibicencas, la promiscuidad irresponsable, la pornografía y la prostitución, los espectáculos de masas y la televisión. Y cuando la irrupción inesperada de la vida fastidia la plácida existencia, se aborta; y cuando la enfermedad o la vejez impiden el goce hedonista, se aplica el suicidio asistido. La palabrería, el buen rollito, el diálogo y el talante no sirven sino para ocultar tras la sonrisa tontorrona una ideología criminal e inhumana.
¿Entienden ahora por qué la Nueva Izquierda es consustancialmente anticristiana? ¿Comprenden por qué les estorba la moral católica para llevar a término su proyecto de cambio social? A esta camarilla onanista nada le molesta más que la virtud ni nada le gusta más que el vicio.
A los que seguimos a Cristo nos toca hacerle frente a la bestia, aunque su presencia resulte tan seductora para la mayoría y muchos se dejen arrastrar por ella.
Del director
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