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Un matemático contra la «religión» de la ciencia
Defiende que hoy necesitamos «ampliar la razón» y tener verdaderos maestros.
Uno de los científicos italianos más contracorriente explica por qué sólo hay una manera de defender de verdad su disciplina (y de salvar la educación): «No reducir al hombre a un dado» y aceptar el desafío del infinito
Titular de Matemáticas complementarias en la Universidad «La Sapienza» de Roma, Giorgio Israel es uno de los más vivos y agudos polemistas en el panorama cultural italiano. Desde hace años sostiene una batalla en defensa de la razón —para «ampliar la razón», por usar una expresión querida para Benedicto XVI— contra una ideología cientificista que, en nombre de una razón reducida, pretende identificar al hombre y a la realidad con lo que es medible. Resulta muy significativo que sea un matemático el que lleve a cabo esta lucha sin cuartel contra las religiones de los números y de las cantidades. En su último libro, Chi sono i nemici della scienza? (Ed. Lindau), se pregunta sobre los frutos amargos de esa mentalidad, repartida a manos llenas y asimilada por muchos de forma acrítica a través de la prensa, la televisión, las aulas y las universidades.
Partamos de la provocadora pregunta que da título a tu último libro: ¿quiénes son los enemigos de la ciencia?
Es evidente que son enemigos de la ciencia los que hacen mala divulgación, que presentan los resultados científicos de forma burda e incluso equivocada. En mi libro dedico un centenar de páginas a documentos de «mala ciencia», tan solo una pequeña muestra del material que he recopilado. Examinando estos documentos se constata que en muchos casos no se trata de meros errores, sino del fruto de un enfoque ideológico. Manifiestan una visión inspirada en propósitos que nada tienen que ver con la ciencia, y que responden a la intención de «demostrar científicamente» el ateísmo y el materialismo. La confusión entre ciencia y naturalismo es una distorsión ideológica muy difundida en la actualidad. Otras distorsiones ideológicas, en perfecta contradicción entre ellas, son la afirmación de que la ciencia es relativista o, en cambio, que ella alcanza verdades absolutas. En general, los peores enemigos de la ciencia son los científicos, que dicen hablar de ciencia, y en realidad hablan de sus prejuicios y de sus creencias. Por tanto, los enemigos de la ciencia no son sólo aquellos que «hablan mal» de ella, sino aquellos que la usan mal o con fines perversos (en el sentido textual de la palabra).
A propósito de científicos, vayamos al «caso Sapienza». Das clase en el único Ateneo que ha puesto al Papa en la condición de tener que renunciar a hablar. ¿Cómo has vivido este asunto y qué juicio has hecho de él?
Lo he vivido con gran malestar. Incluso habría podido comprender objeciones inspiradas en principios de laicidad, si se hubiera tratado de una lección inaugural del curso académico (que no era el caso). En cambio se insistió encarnecidamente en la idea de que el Papa Ratzinger quería repetir el proceso a Galileo. Tras las cartas más conocidas de los profesores de Física circularon multitud de mensajes inspirados en sentimientos ásperamente antirreligiosos: atención, no inspirados en el laicismo sino en el ateísmo, es decir, en la idea de que la ciencia y el pensamiento racional son intrínsecamente enemigos de la religión. En definitiva, lo que se ha puesto de manifiesto en este asunto no es sólo una actitud intolerante y cerrada, sino una rabiosa contraposición ideológica entre ciencia y religión.
En su malograda intervención, el Papa decía, entre otras cosas: «Hoy, el peligro del mundo occidental es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último». ¿Qué suponen estas palabras para ti?
Estas palabras me han tocado mucho, porque están en total consonancia con lo que pienso desde hace por lo menos quince años, cuando escribí un libro titulado Il giardino dei noci. Incubi postmoderni e tirannia della tecnoscienza (ndt.: El jardín de los nogales o por un nuevo racionalismo), que fue rechazado por muchas editoriales con excusas de este tipo: «Es la expresión de la crisis mística del autor». Al final tuve que publicarlo en 1998 en una pequeña editorial que no consiguió difundirlo. En este libro sostenía que la prevalencia de una visión científica y utilitarista, obsesionada por la tecnología e insensible a los temas del conocimiento y de la ética, conduciría a la decadencia de Occidente y a la prevalencia de extremismos integristas. De hecho, si la exigencia moral y espiritual se ve frustrada por una visión puramente utilitarista, se encauza por otros caminos, hacia derroteros errados, incluso criminales.
Sostienes que un nuevo cientificismo quiere extender el método de las ciencias físico-matemáticas al campo de las ciencias humanas, y en un polémico artículo en L'Osservatore Romano has escrito que «el hombre no es un dado». ¿Qué pretendías decir?
Quería decir que el conocimiento es múltiple, y que la experiencia humana está lejos de ser únicamente científica. La pretensión de querer federar todos los conocimientos bajo la bandera de una disciplina científica —ya sea la física matemática o las neurociencias— lleva, como ya observó el filósofo Paul Ricoeur, a mutilar la fenomenología de la vida humana porque no consigue reducirla a algo material que se considera equivalente a ella. El hombre no es ni un dado, ni una máquina a vapor o eléctrica, ni una calculadora, ni una cualquiera de las máquinas a las que tratan de reducirlo para «explicarlo» en términos «científicos».
Históricamente la ciencia moderna ha nacido en el ámbito de la cultura judeo-cristiana. En tu opinión, ¿se trata de una coincidencia o existen razones de fondo?
No se trata de una coincidencia en absoluto. Tanto el judaísmo como el cristianismo han compartido la idea de que es posible un conocimiento racional del mundo, y de que la naturaleza, en su esfera, está gobernada por una regularidad que tiene un carácter objetivo, lo cual funda el conocimiento y la previsión. El proceso a Galileo se produjo a raíz de una problemática distinta, en la que no puedo profundizar aquí. Por el contrario, el proceso a Averroes se produjo justamente en torno a esta cuestión, y la derrota del pensamiento averroísta por parte de la concepción de Al Ghazali, según la cual no existe regularidad objetiva en la naturaleza, condujo a la autoexclusión del islam de la revolución científica, a cuyo surgimiento sin embargo había ofrecido contribuciones importantísimas.
Razón y fe son términos que la cultura moderna ha alejado primero, para después separarlos rigurosamente como dos rectas que no se encontrarán nunca. En cambio, recientemente, al presentar el libro de don Giussani ¿Se puede vivir así?, has declarado que tú compartes la afirmación de que el conocimiento por fe es un método propio de la razón. ¿En qué medida es importante este método también para el trabajo científico? ¿Puedes poner algún ejemplo de su aplicación?
Cuando era estudiante en la universidad un profesor me aconsejó que estudiara matemáticas suponiendo que todo teorema que leyera en los libros fuese falso, y que tratara de refutarlo. Esto, ciertamente, no es un método de conocimiento por fe... Las matemáticas son una ciencia en la que resulta útil y factible cierto grado de desconfianza. Pero en física no se puede pretender volver a realizar cada experimento. Es necesario «creer» en quien te dice que la experiencia de Michelson-Morley se ha realizado y ha llevado a un resultado determinado. Si estudio historia, debo «creer» que Julio César llevó a cabo ciertas acciones en ciertas fechas, pues si no me vería obligado a verificaciones penosas o imposibles. El conocimiento basado sobre la confianza en el testigo creíble es inevitable, siempre dentro de ciertos límites. Don Giussani ha afirmado justamente que si se elimina el «conocimiento por mediación» (es decir, transmitido por otros) se elimina toda la cultura humana, que se basa sobre el hecho de que «unos empiezan a partir de lo que otros han descubierto»: si no fuese así, «nos moveríamos en un metro cuadrado». Es un golpe mortal a la pedagogía del autoaprendizaje... Quien se adhiere al punto de vista de don Giussani no puede adherirse un solo instante a las visiones pedagógicas que sustituyen al maestro por un «facilitador».
Tus palabras nos introducen en un tema que sé que te interesa particularmente, como también a nosotros. Hablas en tu libro de «desastre educativo». ¿Cuáles son los factores de esta crisis que ha llevado al Papa a decir que estamos ante una «emergencia educativa»?
El factor principal es la idea aberrante de que la educación es un hecho técnico y no la adquisición de conocimientos en una relación entre personas. En mi opinión, la educación debe nacer de la colaboración entre la familia, que debe formar a la persona desde el punto de vista ético y moral, y la escuela, que debe transmitir conocimientos y capacidades para conocer (detesto el término «competencias»). La enseñanza afecta a la plenitud de la persona y no puede reducirse a tecnologías didácticas, ni se puede subrogar el papel de la familia pretendiendo reducir la dimensión moral a una cuestión de «reglas de ciudadanía» impartidas por «especialistas» mediante disciplinas como la «educación en la afectividad».
Pero, si no se puede encomendar este trabajo a los especialistas, ¿por quién debe apostar la escuela para volver a comenzar?
Me remito a lo que he dicho antes. La educación necesita de maestros que, por decirlo con Hannah Arendt, sean para el joven los representantes del mundo en el que está empezando a vivir, maestros que presenten este mundo —lo que significa transmitir cultura y contenidos— y proporcionen de esta forma los instrumentos para transformarlo. Sólo conociendo el mundo puede éste ser transformado. Para ofrecer a los jóvenes los instrumentos para avanzar en el camino es necesario que la instrucción sea conservadora. La escuela sin tradiciones no transmite nada y abandona a los jóvenes a la nada, haciéndoles incapaces para el cambio. Hasta (¡o sobre todo!) para ser revolucionarios hace falta partir de la tradición. No tengo la presunción de explicar esto a quien tiene como referencia los Evangelios.
El 68 ha pretendido un igualitarismo en la universidad y la escuela, con el resultado de una nivelación por abajo, cuyos frutos están hoy ante nuestros ojos. Hasta el punto de que ahora se empieza otra vez a hablar de «mérito». Según su experiencia de enseñanza, ¿qué se puede hacer para invertir esta tendencia?
Está implícito en todo lo que he dicho antes. Es necesario el papel del «maestro» como figura autorizada; su papel de transmisión del conocimiento y de las tradiciones; el reconocimiento del conocimiento y de las tradiciones con fundamento en la formación de la persona; la valoración del estudio, del trabajo, del compromiso responsable. Hay que desterrar la idea de que el estudio puede concebirse como mero divertimento y no como un empeño duro y trabajoso. Es necesario mostrar que las mayores remuneraciones proceden de vencer las dificultades y no de eludirlas, pues de otro modo se educa únicamente en la irresponsabilidad.
Otro factor de la educación demolido por el 68 es la tradición, con su consiguiente principio de autoridad. Quisiera saber, en tu opinión, cuánto ha pesado en este proceso lo que tú llamas el mundo de los pedagogos, cuyo icono es aquel Marcello Bernardi, que en 1979 escribió la «Oración del niño» con ocasión del Año Internacional del Niño promovido por la ONU, que empieza con estas palabras: «Haz que sea distinto de nosotros. Así que no tenga padres ni hijos ni familia, ni maestros ni discípulos, ni casa ni refugio. Haz que no conozca Conquistadores ni Caudillos y tampoco Santos. Haz que no conozca Ley ni Orden, ni Patria ni Religión...».
Me parece una visión aberrante, horrible. Es la síntesis perversa de la pedagogía del autoaprendizaje introducida por Dewey y del marxismo «débil» de las sociedades opulentas, el marxismo postmoderno. Esta mezcla ha transmitido la herencia del comunismo agonizante y por tanto una visión totalitaria y antihumana. No es casual que de ella descienda el rechazo de la familia, de los padres, de los maestros. Mi hijo, que ha realizado durante mucho tiempo investigaciones antropológicas en África, me ha explicado que tenía que dejarse crecer la barba para parecer menos joven y por tanto más respetable, porque los ancianos son considerados como la fuente de la sabiduría. El juvenilismo es uno de los peores efectos de esa visión. ¿Es acaso una casualidad que las sociedades dominadas por los viejos propulsores del juvenilismo sean justamente aquellas en las que los jóvenes tienen menos oportunidades?
Durante un reciente encuentro con cinco mil profesores, Julián Carrón ha dicho que «enseñar, educar, es introducir en la totalidad, en la realidad en su totalidad. Si explico algo sin el vínculo con la totalidad, no estoy educando». ¿Qué piensas de esto? ¿Qué implicaciones tiene para la didáctica la renuncia a la totalidad?
La implicación fundamental es la pérdida de la conexión entre las disciplinas en un único cuadro cultural. Por ejemplo, por lo que respecta a la ciencia, significa pensarla como un saber técnico particular que no tiene relación con la filosofía, con la historia y con el proceso total del conocimiento. Y esto sucede porque se pierde una visión humanista. Si el hombre visto en su totalidad no está ya en el centro del proceso del conocimiento, éste se reduce a una suma de saberes particulares, es más, de «habilidades» fragmentarias.
Muchos profesores tienen dificultad en despertar el interés de los chicos. Don Giussani, al enseñar, atraía a muchísimos jóvenes, consciente de que educar es «comunicar lo que somos, es decir, nuestro modo de relacionarnos con la realidad». Me gustaría que comentaras esta afirmación.
Tener relación con un verdadero maestro no significa acercarse a un mero conjunto de nociones, sino a unos conocimientos que son también una «vivencia». Además, un verdadero maestro consigue despertar el interés porque no es tan débil o inseguro como para recurrir a trucos de feria para engatusar a los jóvenes, porque no banaliza lo que es difícil y complejo bajo formas de juego y de divertimento, sino que habla de lo que toca realmente las exigencias y los sentimientos más profundos. Y esto puede hacerse con cualquier disciplina, incluso con las que aparentemente resultan lejanas de la vida y de lo concreto, por ejemplo, las matemáticas. Cuando trato de interesar por las matemáticas evito siempre el recurso a los aspectos lúdicos y, por ejemplo, hablo del dificilísimo desafío de manipular el infinito, y me doy cuenta de que el interés brota enseguida. De hecho, un tema aparentemente abstruso como el infinito toca las cuerdas más profundas, la cuestión misma del sentido de la existencia humana y de su relación con la trascendencia.
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