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La cordura de la razón

Hoy se cumplen cien años de la publicación de uno de los libros más influyentes de Chesterton. Se trata de Ortodoxia. Las páginas de este original ensayo nos revelan la visión global del mundo y de la vida que tenía su autor. Aunque en el momento de escribir Ortodoxia todavía faltaban 14 años para la recepción de Chesterton en la Iglesia Católica, su cabeza era ya católica.

«Este libro es la respuesta de un desafío que se me ha hecho». Ortodoxia comienza con estas palabras enigmáticas. Poco antes del verano de 1908 se había publicado un estudio sobre el joven Chesterton, un periodista de 33 años en ese momento cuyos escritos no habían pasado desapercibidos. Su irrupción en la opinión pública tuvo lugar en los prolegómenos de la guerra contra los Boers, en Sudáfrica, cuando se atrevió a poner en entredicho las intenciones bélicas del Imperio Británico. A partir de entonces, Chesterton no dudaba en manifestar sus ideas, aunque fueran lo que hoy calificaríamos como 'políticamente incorrectas'.

No sólo desde los artículos en diversos diarios escritos a vuelapluma sino también desde las hojas más serenas de los ensayos, el joven Chesterton no se arredraba en exponer su particular punto de vista. En 1905 publicó Herejes: así se atrevió a llamar a los intelectuales de su época a quienes acusaba de caer en un escepticismo que conducía inevitablemente al pesimismo. Si, por ejemplo, Bernard Shaw afirmaba que «la regla de oro es que no hay regla de oro», ¿cómo se podría juzgar lo que vale la pena, o discernir lo que conviene evitar hacer? Precisamente Chesterton aparecía como el caballero andante y solitario que defendía la razón en un mundo poblado de veladas amenazas.

Chesterton recuerda en Herejes que el planteamiento moderno del progreso intelectual se encuentra condicionado por la idea de «romper límites, eliminar fronteras, deshacerse de dogmas». Pero es aquí cuando Chesterton rescata el tesoro intelectual del siglo XIII: «La mente humana es una máquina para llegar a conclusiones; si no puede llegar a conclusiones está herrumbrada». La actividad mental debe desembocar, más bien, en conclusiones ciertas, que germinarán en convicciones personales.

Con estos antecedentes, no era difícil que Chesterton fuera desafiado. El reto fue escribir su itinerario intelectual que le condujo a las tesis que afirmaba la Iglesia Católica. Esto es lo que nos cuenta Ortodoxia: el viaje que hizo en soledad a través de un mar revuelto con la única brújula del sentido común y que le llevó al puerto seguro y soleado de la fe cristiana. En toda esta travesía trató de evitar un defecto que él mismo detestaba: la ligereza. Es por ello que el lector se encuentra con un texto coherente y lógico, salpicado de sugerentes metáforas.

El propio autor nos da cuenta de su alejamiento inicial de la fe: a los doce años era un pagano y a los dieciséis se confesaba agnóstico. Curiosamente, la fe no había sido proporcionada por la familia o la religión nacional. Fueron los ataques intelectuales a la fe los que le movieron a la curiosidad para conocer más a fondo la fe: «quienes me volvieron a la teología ortodoxa fueron Huxley, Herbert Spencer y Bradlaugh, como que suscitaron en mí las primeras dudas sobre la duda». Un evolucionista convencido, un ilustre positivista y un conocido ateo le proporcionaron los indicios para orientarse correctamente.

Lo primero que aseguró Chesterton en su travesía fue la salud de la mente. Y es que apenas nadie se había percatado de que la razón podía enfermar. Esta prescripción médica resulta crucial para entender toda la filosofía chestertoniana. ¿Cuáles eran los síntomas de esta enfermedad?

Chesterton encontró un paralelismo entre la actitud del loco y la de muchos autores contemporáneos. Se percató que, a diferencia de lo que se afirmaba, el loco tenía habitualmente un razonamiento perfecto. Quizá el lunático asegurase que era víctima de un complot o que se creía Napoleón, pero difícilmente entraba en razón puesto que los argumentos que se le daban eran rebatidos desde su punto de vista enloquecido. Poseía una plenitud lógica, pero era incapaz de salir de sus razonamientos. De ahí que, para Chesterton, un loco no es aquel que ha perdido la razón sino el «que lo ha perdido todo menos la razón».

El interés de Chesterton en esta patología es capital: «si me detengo en la descripción del maníaco es porque me parece descubrir muchos rasgos que también descubro en los escritores contemporáneos». El diagnóstico que establece es descrito como «una racionalidad expansiva y agotadora con un sentido común contraído y mísero», y el síntoma más característico de estos escritores es que «como los lunáticos, son incapaces de cambiar su punto de vista». La vacuna que Chesterton descubrió para asegurar la salud de la razón fue la apertura al misterio. Al partir de lo que no se podía entender, se era capaz de razonar de modo ajustado a la realidad: «el misticismo es el secreto de la cordura. Mientras haya misterio, habrá salud».

Probablemente el ejemplo más claro de este tratamiento revolucionario sea el problema del mal. Los planteamientos modernos comparten un diagnóstico que lleva a ver la causa del mal como un agente externo a la persona: una experiencia mal asimilada, una diferencia conflictiva de grupo o de clase social, o una educación deficiente. Sin embargo, Chesterton constata un dato de hecho: el pecado: «sea o no posible purificar al hombre en las aguas milagrosas, no cabía la menor duda de que el hombre necesitaba ser purificado». El hombre tiene una herida interior que le debilita para elegir el bien, cuyo origen no está en la ignorancia sino en un engaño. Esto es precisamente la doctrina del pecado original, «que es el único punto de la teología cristiana realmente susceptible de prueba».

La Iglesia «ha sostenido desde el primer instante que el mal no estaba en el ambiente, sino en el hombre mismo». Éste, que había sido creado para disfrutar del don de Dios, lo rechaza. De esta forma, la criatura se inflige una profunda herida interior, que le dificulta no sólo discernir el bien del mal, lo que le hace bueno o le hace malo, sino sobre todo provoca el extravío de la voluntad para elegir el bien. En consecuencia, se hace capaz de elegir lo que le hace mal. Lo cual constituye un misterio: ¿cómo es posible que la criatura, que ha sido querida y preparada para disfrutar de tantos regalos como Dios le ha otorgado, rechace explícitamente esos dones?

El armazón intelectual que Chesterton ha adquirido por su cuenta le permite ver la realidad con un sentido: la de que el mundo tiene un Creador, que podía no habernos y sin embargo nos ha querido voluntariamente; y que el hombre, en un acto de libertad que el mismo Creador respeta, puede rechazar y no corresponder a ese amor. Pero el Creador sigue teniendo misericordia de su criatura, y continúa saliendo a buscarla. Sólo desde una actitud de apertura a estos misterios podemos hacer frente al pesimismo que siembra el relativismo en nuestra época, ya que la «desesperación consiste en figurarse que el universo carece de sentido». De ahí que el fruto de la fe sea la alegría. Y así finaliza Ortodoxia: «la alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano».

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