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5. Priscila, amiga, cómplice y colaboradora

Después de esto marchó de Atenas y llegó a Corinto. Se encontró con un judío llamado Aquila, originario del Ponto, que acababa de llegar de Italia, y con su mujer Priscila, por haber decretado Claudio que todos los judíos saliesen de Roma; se llegó a ellos y como era del mismo oficio, se quedó a vivir y a trabajar con ellos. El oficio de ellos era fabricar tiendas.

Cada sábado en la sinagoga discutía, y se esforzaba por convencer a judíos y griegos.(Hechos 18,1-4)

Saluden a Prisca y a Aquila, mis colaboradores en Cristo Jesús. Ellos arriesgaron su vida para salvarme, y no sólo yo, sino también todas las Iglesias de origen pagano, tienen con ellos una deuda de gratitud. Saluden, igualmente, a la Iglesia que se reúne en su casa.( Rm 16, 3-5)

Es curioso observar la naturalidad y gratitud con que San Pablo trataba a los miembros de su comunidad, especialmente, a las mujeres, ya que con su aportación generosa, su desinterés, su compañía, y sus fraternales cuidados permitían al Apóstol desarrollar mas libremente su labor al servicio de Cristo.

Retomando la lista de las mujeres relacionadas con San Pablo debo confesar que Priscila, esposa de Aquila, es la que más me ha cautivado hasta ahora. Tal vez sea porque su matrimonio ejemplar tiene mucho que enseñarme todavía sobre el compromiso y la entrega de los esposos al servicio del Reino de Dios. O tal vez, porque me ilusiona pensar que mi hogar puede trasformarse en una pequeña comunidad con proyección evangelizadora, una iglesia domestica, con las puertas siempre abiertas a las necesidades materiales y espirituales de todos los que la componen y se acerquen a ella.

Por ello, no me resulta extraño encontrar la referencia a este matrimonio en seis pasajes del Evangelio: Hechos 18,21; Corintios 16,19; Hechos 18,8; Hechos 18,26; Romanos 16,3 y 2 Timoteo 4,19.

La amistad y complicidad en los miembros de la Iglesia

Me llena de satisfacción suponer que para San Pablo el encuentro con Priscila y Aquila, unos judíos procedentes de Roma, probablemente ya cristianos, debió ser un grandísimo descanso físico y psíquico en su ardua tarea. Conocedores de que eran miembros de un solo Cuerpo, no solo le hospedaron en su casa y le dieron trabajo en su pequeña empresa de construcción de tiendas; sino que esta extraordinaria pareja se convirtió en su confidente discreto, en su báculo férreo, su auxilio, su refugio,... anticipándose con generosidad a sus necesidades, llegando incluso a defenderlo hasta arriesgar sus vidas por él.

De tal manera que, a través del ejemplo de la amistad leal y sincera, y la complicidad de este matrimonio, el apóstol nos invita a ver «el rostro amable de Jesucristo», a vivir «los mismos sentimientos que Cristo tenía en su corazón» (Col. 1, 9) y a exprimir nuestra vida por el bienestar de la Iglesia enseñando su doctrina a todas las gentes.

Y como suele pasar habitualmente, el roce hace el cariño. Además de pasar largas horas trabajando codo con codo tejiendo lonas para ganarse el pan, de charlar con sosiego durante horas de lo humano y de lo divino, de aconsejarse mutuamente, de servirse en recíproca atención los unos con los otros, Priscila y Aquila compartieron con el apóstol una única misión: el desarrollo de la recién nacida Iglesia. Y para esto no dudaron en abrir las puertas de su casa a los que deseaban escuchar la Palabra de Dios y celebrar la Eucaristía.

Y esto, merece «una deuda de gratitud» de por vida.

Es más, me uno a las maravillosas palabras de agradecimiento de Benedicto XVI que afirma: «a la gratitud de esas primeras Iglesias, de la que habla san Pablo, se debe unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso apostólico de los fieles laicos, de familias, de esposos como Priscila y Aquila, el cristianismo ha llegado a nuestra generación... En particular, esta pareja demuestra la importancia de la acción de los esposos cristianos... Así sucedió en la primera generación y así sucederá frecuentemente».

No creo que exagere ni un ápice si afirmo que Priscila, como suele ocurrir con las mujeres de todas las familias, no fue un elemento pasivo, una mujer florero. No, al contrario. Estoy segura que fue ella la que tomó la iniciativa en las costumbres familiares de la vida de piedad, e incluso, mucho me temo que en la decisión de realizar el voto de «nazir», por el que ambos se consagraron a Dios (Hechos 18,18) contribuyendo de una manera única al servicio de la Iglesia, cuyo ejemplo y compromiso valiente sí podemos imitar.

Precisamente por esto, no nos debe extrañar que Priscila, sabiéndose verdadera amiga de sus amigos y llena de espíritu de compañerismo, no dudara en ahogar las injurias, las burlas y los sufrimientos a las que estaba sometido el apóstol de forma heroica en abundancia de bien.

Es más, su sentido de la responsabilidad ante la Iglesia de Jesucristo, les llevó, con un corazón grande, leal y amable a evitar el escándalo que pudieran producir las palabras del joven Apolos en los fieles que le escuchaban en la sinagoga.

Un pequeño gesto de amor a imitar: la corrección fraterna

Llegó entonces a Efeso un judío llamado Apolos, natural de Alejandría, varón elocuente, poderoso en las Escrituras. Este había sido instruido en el camino del Señor; y siendo de espíritu fervoroso, hablaba y enseñaba diligentemente lo concerniente al Señor, aunque solamente conocía el bautismo de Juan. Y comenzó a hablar con denuedo en la sinagoga; pero cuando le oyeron Priscila y Aquila, le tomaron aparte y le expusieron más exactamente el camino de Dios. Y queriendo él pasar a Acaya, los hermanos le animaron, y escribieron a los discípulos que le recibiesen; y llegado él allá, fue de gran provecho a los que por la gracia habían creído; porque con gran vehemencia refutaba públicamente a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo.(18:24-28)

Gracias a la lectura de los Hechos de los Apóstoles hemos podido conocer un poco más los pequeños gestos de amor por la obra de Dios que Aquila y Priscila realizaban y , sobretodo, el respeto y la complicidad fraternal que sentían por los siervos del Señor. Por ello nos resulta más que comprensible que al escuchar al joven y elocuente Apolos, le corrigieran sus errores doctrinales con cariño sobrenatural y confianza.

Es más, debo confesar que me admira la valentía, la benevolencia, la justicia y la equidad que demostraron al ayudar a Apolos en su vida cristiana, conscientes en todo momento de que serán muchos los que se acercaran a la Iglesia a través de este joven discípulo.

No les debió resultar fácil permanecer indiferentes ante el error, seguramente les hubiera resultado más cómodo hacer como que no han oído ni visto lo que ocurría en la sinagoga. Pero esto no les impidió «pasar un mal rato —como nos pasa a los padres cuando corregimos a los hijos para formarles e instruirles para que saquen lo mejor que llevan dentro—, para servir a la verdad, con la humildad del que se sabe un instrumento en manos de Dios. Pues como aconsejaba San Pablo: «Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no te abatas cuando seas por Él reprendido; porque el Señor reprende a los que ama, y castiga a todo el que por hijo acoge» (Hb 12, 5-6)

Eso si, «por respeto al buen nombre del hermano, de su dignidad» optaron por no decirle nada en la sinagoga en medio de los que le escuchaban. Al contrario, esperaron a que concluyera su predicación, y en la intimidad de su hogar, como hicieron después con muchos otros discípulos,«le expusieron más exactamente el camino de Dios», para que su ministerio fuera más eficaz.

Esta declaración de amor a la unidad de la Iglesia, de confianza en el hermano, de caridad a la hora de corregir y de humildad es el mejor ejemplo que nos pueden ofrecer los protagonistas de este texto. De cómo los imitemos dependerá en gran parte la eficacia de nuestra misión y el éxito de nuestra vida.

¡Cuánta delicadeza, cuánta ternura, Señor!

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