» Baúl de autor » Víctor Corcoba Herrero
La avaricia de pocos, la penuria de muchos
El presidente de Cáritas Internationalis, el cardenal Oscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa, alentó recientemente ante las Naciones Unidas a los líderes de todo el mundo a adoptar las medidas necesarias para el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), además de denunciar cómo «la construcción de un mundo en el que la avaricia de pocos está dejando a la mayoría al margen de la historia». Hace tiempo que los ídolos de la modernidad, con sus afanes consumistas, han tomado a la avaricia como amante de sus días. Se han perdidos sanas costumbres humanas y familiares y hasta esa hermosa virtud de la solidaridad, de la que mucho se habla, pero que poco se ejercita a cambio de nada. Pienso en las dificultades, a veces imprevisibles, que afectan a las gentes desempleadas; pienso, sobre todo, en la escasez de algunas familias que se las ven y desean para hacer frente a la gran subida de la hipoteca. Tales contratiempos son, sin duda, una ocasión propicia para testimoniar que la solidaridad ha de ser presencia, haciéndola presente con los más afectados, mostrando desprendimiento y voluntad de ayuda.
Las tremendas pérdidas efectivas de bienestar que venimos sufriendo en este país, en parte debido al engaño político, a no tomar medidas a tiempo capaces de impulsar la caída de algunos sectores o de frenar la cancelación de proyectos de inversión de pequeñas y medianas empresas, y, por otra parte, debido a la avaricia de pocos, pero que es la penuria de muchos, enraizadas en los sectores productivos, debiera solidarizarnos y hacernos cambiar de modus vivendi. Si fracasamos porque no alcanzamos a ganarle la batalla a esta crisis económica, no es tanto por la falta de recursos, sino porque nos hace falta cambiar el sistema financiero. Sufrimos de una grave pobreza de imaginación y nos creemos dioses. La mediocridad es lo nuestro y la tontura de creernos alguien.
Dicho lo anterior, pienso que es preciso que nos veamos a nosotros mismos más allá de las conquistas ambiciosas, de nuestro status social, en un mundo como miembros de él, en el que nuestra obligación primaria y primera ha de ser compartir con los marginados nuestras pertenencias. Considero también que es de justicia imaginarnos un país en el que la exclusión sea una abominación intolerable. Todos tenemos que cuando menos soñarlo y aquellos que tienen responsabilidad de gobierno, deben hacerlo realidad, trabajando en colaboración y cooperación unos con otros, unas administraciones y otras, tomando decisiones que nos solidaricen en vez de alejarnos como hasta ahora viene sucediendo.
Hoy cuando los temas económicos ocupan gran parte de los sumarios ofrecidos por los medios y los comentaristas, y no faltan tampoco reflexiones sobre la desigualdad y la necesidad de más oportunidades para los excluidos del sistema, resulta que la mayoría de los economistas prefieren concentrarse en el análisis materialista, en su más puro y duro sentido de la productividad, dejando de lado cuestiones de humanidad, donde el egoísmo y la avaricia campea a sus anchas. Cada día nos movemos más por el propio interés que por la solidaridad. Con lo cual sigue vigente lo que Quevedo injertó a esta vida, ya hace un puñado de siglos: «el avaro visita su tesoro por traerle a la memoria que es su dueño, carcelero de su moneda». Esto pasa por sobreponer el interés propio sobre el bien común. Así, bienes particulares como el dinero, que inyecta poder y fama en esta sociedad clasista hasta el tuétano, son considerados como absolutos y buscados por sí mismos, es decir, como ídolos, en vez de como medios para servir a todos los ciudadanos. Está visto que la desmesurada ambición, vestida de codicia, el frenesí del orgullo y la vanidad tomada con ardor guerrero, ciegan al que cae en ellos, que termina por su ruin adicción no viendo cuán limitados son sus discernimientos y autodestructivas sus prácticas y actos.
La mentalidad de que la avaricia es buena ha penetrado en las escuelas de negocios. Para remediar esto, creo que hay que regenerar los propios fondos y finalidades empresariales más allá de una mera producción de beneficios, que los tiene que haber, pero también hay que buscar otras éticas como ha de ser la satisfacción de servicio a toda la sociedad, y si tiene que existir alguna preferencia que lo sea con el sector más débil. Hace falta avivar la idea de una justicia arraigada en la solidaridad humana, lo que exige que el más fuerte ayude al más débil, que la avaricia la enviemos al destierro de nunca jamás, lejos de los actuales planes y planificaciones mercantilistas donde el grande «económicamente» se merienda al chico. Urge que las sociedades se liberen de la marginalidad y se libren de la miseria. Sólo si el ser humano, todo él, es protagonista y no esclavo de los fríos mecanismos productivos, la empresa se convierte en una verdadera comunidad de personas en la que todos van en la misma dirección.
Lo malo es que el pulso humano sigue encandilado por el deseo excesivo de obtener más dinero propio, más riqueza propia, más bienes materiales propios, más propiedades propias, que no las hace comunes, ni expropiándole la conciencia. Hace tiempo que la vida humana y sus valores han dejado de ser el principio y el fin de la economía en nuestro país y así nos luce el pelo. La miseria va creciendo en todas nuestras comunidades autónomas, que gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses, unas a mi juicio con más privilegios económicos o sociales que otras, lo que está generando también una desigualdad territorial e insolidaridad manifiesta. Desde luego, hace falta otra ética que borre el deseo de acumular los envenados frutos de este capitalismo-consumismo, por otras aspiraciones menos usureras y más generosas, antes de que la avaricia tronche el árbol de la vida y el vivir se torne descaradamente una codicia.
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