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Un canto a la vida

Es preocupante y triste la coincidencia temporal de cuatro hechos: crisis económica, masiva investigación sobre los muertos del franquismo y anuncio de una nueva ley del aborto y otra de suicidio y eutanasia. Es triste y preocupante la sola posibilidad de pensar que se reabran las heridas de una lucha fratricida y se anuncien leyes para matar colgando una tétrica cortina que oculte nuestras miserias económicas. No deseo lucha alguna que, aunque sea verbal, emponzoñe la vida social española. No, no quiero crispar, ni poner acritud a nuestra convivencia. Escribo al hilo de mi tristeza y aún no sé si conseguiré mi simple propósito de cantar a la vida, ese absoluto intocable.

Recientemente, he observado —en un papel menor que una octavilla— la ecografía de un ser humano de ocho semanas. La mostraba orgulloso su joven padre. Se veía la cabeza, un ojo, el tronco del cuerpo y quizá una mano. Era el milagro de la naturaleza: un niño muy pequeño perfectamente distinto del seno de su madre. Así se percibía en el papel diminuto. Se entiende que si la Iglesia clamó hace más de un siglo por los derechos de la clase obrera oprimida, ahora —en unión con todo amante de la mejor ecología— ha de dar voz a esas vidas nacientes, ha de hacer suyo el clamor de los que no pueden gritar sus deseos de vivir. Esos seres humanos, en vías de salir a la luz, son los desprotegidos de nuestro tiempo, los débiles que sufren la muerte por la opresión de los poderosos de este mundo.

Por el contrario, los artistas han cantado a la vida; los rebeldes de cada momento han expresado con música, poesía o pinceles, su protesta por la marginación u opresión de los más desamparados. ¿No es algo de eso el Guernica o el Grito de Munch? ¿No lo es la Pietà de Miguel Ángel? O estos versos de una poetisa portorriqueña: «Como naciste para la claridad te fuiste no nacido. Te perdiste sereno, antes de mí, y cubriste de siglos la agonía de no verte... Tuyo, inmensamente tuyo, como naciste para la claridad te fuiste no nacido, nardo entre dos pupilas que no supieron separar nunca el eco de la sombra». Una madre llora al hijo perdido involuntariamente. ¿Cómo será el llanto, tantas veces escondido, de quien no supo defender el don oculto en sus entrañas? Porque, deseado o no, el embarazo hace a las madres refugio de una vida nueva, portadoras de un tesoro más grande, inmensamente más grande, que las obras de arte que lo enaltecen o el prodigio técnico de hacerlo visible en un trocito de papel.

Otros versos de alguien que, dolida por las heridas causadas a su madre con su despego, expresa un deseo magnífico: «Manantial de vida cuando en tu vientre yo crecía. Si el tiempo pudiera regresar volvería sin cerrar los ojos. Nadé en tu ser, soy sangre de ti, mi refugio fue tu cuerpo. Que a pesar de vértigo, nauseas y dolores, con alegría, me abriste las puertas a la vida, y la luz hoy veo gracias a ti». La autora reconoce en su madre aquello que se lee en el Deuteronomio: escoge la vida para que vivas tú y tu descendencia. Es cierto que esa elección conlleva durezas y espinas no pocas veces; pero, aun en situaciones lamentables, la misma vida clama por ella.

Aquella mujer admirable que fue Teresa de Calcuta —aquella que pedía, con gemidos de madre: dádmelos a mi— escribió: «La vida es belleza, admírala. La vida es un reto, afróntalo. La vida es un deber, cúmplelo. La vida es preciosa, cuídala. La vida es riqueza, consérvala. La vida es amor, gózala. . La vida es un misterio, desvélalo. La vida es un combate, acéptalo. La vida es una tragedia, domínala. La vida es felicidad, merécela. La vida es la vida, defiéndela». Ese niño de ocho semanas es débil e inerme, privado incluso del llanto protector del recién nacido, pero totalmente confiado al esmero de la madre que lo lleva en su seno, una madre que no decidirá eliminarlo, porque sabe muy bien que ella es hoy manantial de una vida muy suya porque es su hijo, pero nada suya porque es otra vida, y no un objeto de libre disposición; porque el mandato de no matar tiene su aspecto más profundo en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida (Juan Pablo II). Esto sí que es una demanda social, impresa indeleblemente en el hombre, pero quizá borrosa cuando se apaga o desvirtúa la señal del amor.

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