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El tiempo verdaderamente recuperado
Las catástrofes naturales (los tsunamis, los huracanes, etc.) y los accidentes trágicos (el de Barajas) suelen replantear preguntas como: ¿Consiente Dios en la muerte de esos inocentes? ¿Se deriva algún bien de esas catástrofes? ¿Cómo conciliar con nuestra libertad la fe en que Dios lo sabe y lo puede todo?
A este respecto se lee en un periódico: «Si interviene en nuestras vidas, lo hace con todas las consecuencias, y es, por tanto, responsable de lo que nos sucede». De aquí deduce el autor que Dios no es bueno ni justo, o que nosotros no seríamos libres.
«Si no interviene —continúa el argumento— no podemos achacarle nada de lo que pasa». En esta segunda hipótesis, entonces quizá somos libres, pero Él es un Dios despreocupado. Porque un Dios indiferente ante el dolor, las guerras y el hambre no podría ser un Dios infinitamente bueno.
Planteado así, el dilema no tiene salida. No es solución el escepticismo ante el pretendido «silencio de Dios». ¿Qué sabiduría y omnipotencia serían las de un Dios que no habla, que no se comunica, que no actúa a favor del bien y la justicia? Por aquí se llega fácilmente al ateísmo.
Parece que sólo quedaría la solución del azar: «Muchas de las cosas que nos suceden se producen por puro azar y por tanto, son tan imprevisibles como el accidente de Barajas». Y concluye: «Nuestra vida es, pues, pura incertidumbre. Y el destino, una manera de nombrar lo que no conocemos».
En realidad es el azar el nombre que damos con frecuencia a lo que se produce de modo que no conocemos. Las guerras y el hambre tienen causas y responsables. En cuanto a las catástrofes provocadas por la naturaleza o por los accidentes, ¿qué sentido tendría investigar si pensáramos que se debieron al azar y eran imprevisibles? Es cierto que nuestro destino es, en parte, desconocido. Pero si nos tiramos de un avión sin paracaídas, es bastante previsible lo que puede suceder.
Los planteamientos que «culpan» a Dios u oscurecen la libertad humana están equivocados, tanto desde el punto de vista meramente racional como desde el punto de vista cristiano.
En primer lugar, mi madre y, entre muchas personas, quizá un amigo han intervenido con todas las consecuencias en mi vida, pero nunca me han forzado a hacer nada porque me querían. Dios sigue siendo responsable de querernos bien y desear el bien para nosotros —el amor es algo terrible, decía Dante—, pero no de lo que cada uno en definitiva elija hacer y ser.
Por otro lado, no es razonable pensar que Dios tenga que someterse totalmente a nuestra lógica, y que somos nosotros los que tenemos que explicarlo todo. Esto es una enorme irracionalidad construida sobre la suposición de que, o Dios no existe, o es alguien imaginado por nosotros o a nuestro servicio. Más bien parece que hay que preguntarse en qué puede consistir la sabiduría y el poder infinito de Dios. Nosotros no tenemos ni idea de qué puede significar una sabiduría y un poder «infinito». Tendemos a imaginarlo de muchas maneras para aclararnos, pero nos quedamos cortos, porque el misterio es más grande y mejor que nuestros propios pensamientos.
En fin, y de nuevo, la dificultad de un discurso meramente racional se acrecienta si se pregunta en qué pueda consistir que la sabiduría y el poder de Dios están al servicio de su amor. Y esta es la luz definitiva sobre este tema, según el Evangelio.
Para la fe bíblica, Dios conduce a las criaturas a la perfección última a que las destina, y no es contraria a la libertad humana. La Providencia no significa que haya un guión prefijado sobre cada persona. Mediante sus acciones, oraciones y sufrimientos, las personas participan libre y misteriosamente en los designios divinos, que superan las expectativas del hombre.
La fe en la Providencia no resuelve los enigmas de la existencia. Pero supera una visión fatalista de los acontecimientos. Y replantea serenamente aquello que dice Dostoievski: «todos somos responsables de todo», si bien en diferente medida (y es bueno tenerlo en cuenta).
Dios no es causa del mal ni se desentiende del mal. En Jesús de Nazaret, Dios se ha comprometido con cada persona —«me amó y se entregó a sí mismo por mí», dice San Pablo— y con el conjunto de la humanidad para superar el mal. Dios es más grande que nuestra cabeza y nuestro corazón. Desde su experiencia de vida con Cristo, Pablo de Tarso afirmó: «A los que aman a Dios, todo les sirve para el bien». Y con ello el tiempo (Cronos) dejó de ser el monstruo que devora a sus hijos —como tan gráficamente mostró Goya—, y pasó a ser Vida recuperada.
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