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Testigos y maestros

En Cerdeña Benedicto XVI ha vuelto a insistir en lo que llama la «emergencia educativa»; es decir, la necesidad urgente e ineludible de la educación.

En una carta que escribió a la diócesis de Roma en enero de 2008 sobre este tema, dice que, ante todo, hay que evitar una tentación. La tentación de echar la culpa a las nuevas generaciones (como si los niños o los jóvenes de hoy fueran diferentes a los de antes) o a una supuesta «fractura entre generaciones», que es más bien efecto que causa del problema.

¿Quién tiene, entonces, la culpa? ¿Los padres y maestros? Sin quitar las responsabilidades de unos o de otros, hay que mirar al ambiente que nos rodea: «Un clima generalizado, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la bondad de la vida». Esto hace difícil transmitir certezas y valores, y resta credibilidad a las metas que se pueden proponer para la vida.

En esta situación el Papa anima a no tener miedo y mirar hacia delante, confiando en que la libertad del hombre es siempre capaz de generar novedad, con tal de aceptar que lo que vale cuesta esfuerzo. Y hoy el esfuerzo en la educación lo piden los padres y los maestros, la sociedad misma y la intimidad de los jóvenes, que necesitan acompañamiento en el camino. Además, «quien cree en Jesucristo posee un motivo ulterior y más fuerte para no tener miedo, pues sabe que Dios no nos abandona, que su amor nos alcanza donde estamos y como somos, con nuestras miserias y debilidades, para ofrecernos una nueva posibilidad de bien».

¿Cómo educar hoy? El Papa señala algunos requisitos fundamentales. Primero: cercanía y confianza: «Todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico». Segundo, no dejar de lado la gran pregunta sobre la verdad, que conduce al amor; y el amor implica la capacidad de sufrir juntos. Tercero, lo más delicado, la relación entre libertad y disciplina; y eso se educa así: no secundar los errores, ni fingir que no los vemos, o peor todavía compartirlos, como si fueran la vanguardia del progreso.

Por último, en la base de la educación está el prestigio que hace creíble el ejercicio de la autoridad. Una autoridad que se distingue muy bien de una mera función o encargo social. La autoridad del educador no es sólo fruto de experiencia y competencia, sino que se logra «sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor auténtico». El educador es, en suma, un testigo de la verdad y del bien. También él es frágil y puede tener fallos —no por eso su credibilidad queda comprometida—. Lo que importa es que recomience siempre de nuevo su tarea, desde la conciencia de su misión.

Tras la lectura de la carta, es fácil evocar aquello que escribió Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos». Precisamente los Padres de la Iglesia y los santos de todos los tiempos son maestros de fe no porque tuvieran una teoría perfecta sobre el cristianismo, sino ante todo porque vivieron el Evangelio con coherencia. Porque fueron testigos a veces hasta la muerte. No olvidemos que de ahí viene la palabra mártir (en griego, testigo).

En su encíclica sobre la esperanza, subraya Benedicto XVI que los primeros cristianos vieron a Jesucristo como verdadero filósofo y verdadero pastor. «Ya desde hacía tiempo los hombres se habían percatado de que gran parte de los que se presentaban como filósofos, como maestros de vida, no eran más que charlatanes que con sus palabras querían ganar dinero, mientras que no tenían nada que decir sobre la verdadera vida». Y añade: sólo quien indica el camino que es la verdad, puede ser a la vez un verdadero maestro de vida; sólo el que me acompaña incluso en el camino de la oscuridad, la soledad y la muerte, es el verdadero y sumo pastor.

Al poco de comenzar su pontificado ya decía que los educadores cristianos, en cuanto testigos, deben dar razón de la esperanza que alimenta su vida, viviendo la verdad que proponen a sus alumnos, en referencia a Cristo. De modo que puedan decir con San Agustín: "Tanto nosotros, que hablamos, como vosotros, que escucháis, somos discípulos y seguidores de un solo Maestro".

Luego el Papa ha observado que es preciso vencer el individualismo porque la vida se salva cuando se da. Ha dicho que hoy se requiere educar la capacidad de compromiso en el contexto de la misión (quien tiene una misión apasionante, ni tiene tiempo de aburrirse ni se queja excesivamente ante las dificultades). Ha exhortado a sentir la Iglesia como la propia familia y saber captar la belleza del proyecto cristiano. Y como el amor es en definitiva lo creíble, ha insistido en que los educadores (los padres y los catequistas, los profesores y los sacerdotes, etc.) han de «ir por delante» asumiendo el «riesgo del amor», convencidos de que la mejor inversión es educar a los hijos y a los ciudadanos; dispuestos a vencer la pereza para prepararse lo mejor posible con vistas a esa tarea; atesorando el coraje para despreciar el conformismo de quien piensa que todo está perdido. Asumiendo el riesgo, también, de no ser comprendidos a la primera cuando se vive —única manera de enseñar— la justicia con Dios y con los demás, la misericordia que de Dios viene y que ha de caracterizar nuestra actitud ante los más necesitados.

Para afrontar la «emergencia educativa» —ha subrayado Benedicto XVI en Cagliari— se necesitan educadores capaces de compartir lo que de bueno y verdadero hayan experimentado y profundizado en primera persona. No hay mejor definición de lo que es ser testigo ni condición más necesaria para ser maestro.

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