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Alec Guinness: la fe católica del viejo maestro Jedi
Ha aparecido en inglés la biografía oficial del actor británico Alec Guinness, fallecido el año 2000. Guinness fue ídolo de toda una generación por su papel del maestro jedi Obi Wan Kenobi en La Guerra de las Galaxias, pero antes ya se había hecho un enorme prestigio en el mundo del cine, con un Óscar en 1957 por su papel en El puente sobre el Río Kwai. El biógrafo, Piers Paul Read, presta en esta obra (Alec Guinnes: the authorized biography), una atención especial a la fe católica del actor, la fe de un converso en la que siempre encontró consuelo y crecimiento.
Hijo de madre soltera y bebedora
La infancia de Guinness no fue fácil: nació en Londres en 1914, nunca supo quién fue su padre y vivía en pensiones con una madre que apenas se preocupaba de él. «Mi madre era una puta», diría con dureza Guinness a John le Carré. «Se acostó con toda la tripulación del yate de Lord Moyne en la Regata Cowes y cuando dio a luz llamó Guinness al bastardo pero mi padre fue probablemente el maldito cocinero». Era bebedora y robaba cosas. Como reacción a esta infancia, cuando años después Guinness triunfe, desarrollará un cierto dandismo, un puntillismo famoso en círculos artísticos y un gusto por los trajes elegantes y las compras exquisitas.
En su época de estudiante Guinness conoció los ambientes turbios de la homosexualidad e incluso experimentó inclinaciones en este sentido, aunque parece ser que las resistió. El biógrafo recoge su amistad con el director Peter Glenville, un católico convencido, que sin embargo mantuvo una relación homosexual de por vida a la vez que reconocía la necesidad de confesarlo, arrepentirse y seguir la enseñanza de la Iglesia. Guinness escribió que este tipo de pasiones «podían controlarse, si no curarse, mediante la oración, el arrepentimiento y la Gracia de Dios».
Tras la escuela, trabajó un año en una firma publicitaria y después empezó a formarse como actor. En 1934 John Gielgud puso en marcha su exitosa carrera con el papel de Osric en Hamlet.
El catolicismo, «regimiento de élite»
Durante la Segunda Guerra Mundial Guinness adoptó el anglocatolicismo, la rama ritualmente más parecido al catolicismo de la Iglesia Anglicana. En aquella época, los anglicanos no ordenaban mujeres ni casaban homosexuales y la doctrina era muy cercana a la católica. Según escribió, la religión anglicana era «un baluarte psicológico contra las incertidumbres de la guerra y el miedo al futuro y me mantuvo por el buen camino». Incluso, después de casarse, jugó un tiempo con la idea de hacerse sacerdote anglicano. Pero ya entonces, en los años de la guerra, siendo oficial en la Royal Navy, consideraba que el catolicismo era «el regimiento de élite» del que pensaba que no podía permitirse sus «caros uniformes».
A los cuarenta años Guinness escribe en su diario: «mi alma, mi cuerpo, mi cerebro languidecen necesitando religión. El mundo es demasiado inhóspito e inexpresivo sin un sentido de adoración». Cuando su hijo Matthew cayó enfermo de poliomelitis, Guinness hizo el pacto con Dios de convertirse si el chico se recobraba: Matthew se curó y Guinness se convirtió. Así lo explica en su autobiografía Blessings in Disguise (1985), aunque Piers Paul Read y otros señalan que fue en realidad un paso más en un deseo lento pero tenaz de vivir y crecer en fe.
A partir de ese momento, Guinness devorará las obras espirituales del cardenal Newman, de Chesterton, de Hilaire Belloc, de Knox, de Carlos de Foucauld y de santa Teresa de Ávila. En uno de sus diarios apunta un pasaje de las Revelaciones del Amor Divino, una de las visiones de la beata medieval Juliana de Norwich:
Vi una cosa pequeñita en la palma de mi mano, del tamaño de una avellana, redonda como una bolita. Pensé, ¿qué será esto? Y se me respondió: «esto es todo lo que ha sido hecho». Me maravilló como podía mantenerse y no caer en la inexistencia por su pequeñez. Se me respondió: «se mantiene, y se mantendrá siempre, porque Dios lo ama».
A Guinness le cautivó esta visión y en su caja de maquillaje llevaba siempre una avellana, que era lo primero que sacaba y ponía en la mesa del camerino al llegar a un teatro.
Un actor contra los pecados de la lengua
También era un lector devoto de san Francisco de Sales, patrón de escritores y periodistas. Guinness tenía una innegable capacidad para hacer daño a la gente con comentarios hirientes, y debía inspirarse en las palabras de este santo en su lucha desigual por no decir más mofas y ofensas, «el peor pecado de la lengua que podemos cometer contra nuestro hermano», según el santo obispo de Ginebra. Guinness lo veía como un santo práctico, con métodos aplicables. «Voy y vengo y vuelvo a empezar en mi vida religiosa, pero se profundiza, creo, y rezo y confío», diría a un amigo esos días.
También creía que Dios permitía que cada hombre y mujer, alguna vez, recibieran «de acuerdo a su capacidad, un destello de Su promesa a ellos, una impresión de lo que la eternidad podría significar, un destello de su adopción como Hijos de Dios y al retirarse este destello, darse cuenta de lo que significa la Caída del Hombre. Se nos deja con una sensación exultante y al mismo tiempo, junto con su felicidad, una tristeza que es difícil que volvamos a encontrar en esta vida. Es una zanahoria dorada ante unos burros... que podrían ser dioses».
Párrafos como este, que podemos encontrar en otros grandes cristianos ingleses de esos años, como C.S.Lewis o J.R.R.Tolkien acercan la experiencia mística, el «destello de eternidad», a los hombres. No es extraño que estos artistas hayan llegado a tantos lectores y espectadores.
Consciente de sus fallos
Guinness era muy consciente de sus pecados y fallo, «dolorosos, cuando no ridículos o aburridamente repetitivos». Fue consciente de sus fallos y de hecho la mayoría de sus papeles en cine o teatro trataban el tema del fracaso, fuese como soldado o espía, oficinista o vendendor, científico o noble en desgracia. En su vida espiritual, su reconocimiento de esta debilidad y su dependencia de los sacramentos fortaleció su fe.
Guinness fue amigo de sus amigos, generoso y fiel a su esposa. Sin embargo, siempre se mostró desdeñoso e hiriente con cosas que eran valiosas para ella, sus libros infantiles, sus ilustraciones, su cocina. Su esposa Merula veía estos fallos como resultado de su dandismo compulsivo y los perdonaba. «Según unos cuantos de sus amigos más cercanos, mientras Alec mantenía su viejo y difícil yo, era Merula quien ganaba en sabiduría y bondad, adquiriendo el genio de la santidad que había eludido a Alec», escribe en esta biografía Piers Paul Read.
«Con todas las contradicciones de su maquillaje, siempre hubo un núcleo de verdad allí en el medio que fue lo que reconocí cuando nos enamoramos por primera vez. Supe que siempre podría confiar en él», escribió Merula tras la muerte de su esposo, una de las figuras públicas más conocidas del catolicismo público inglés en el arte del s.XX. En su palmarés quedaba el Oscar de 1957 al mejor actor y un Globo de Oro por El puente sobre el río Kwai; el premio honorífico de la Academia en 1980 por su contribución cine; sus nominaciones al Oscar como actor principal por The Lavender Hill Mob en 1951, y también las nominaciones como actor de reparto por La guerra de las galaxias en 1977 y Little Dorrit en 1988.
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