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12. Un regalo para el Apóstol: su hermana y su sobrino
«El hijo de la hermana de Pablo se enteró de la celada. Se presentó en el cuartel, entró y se lo contó a Pablo.
Pablo llamó a uno de los centuriones y le dijo: Lleva a este joven donde el tribuno, pues tiene algo que contarle.
El tomó y le presentó al tribuno diciéndole: Pablo, el preso, me llamó y me rogó que te trajese a este joven que tiene algo que decirte.
El tribuno le tomó de la mano, le llevó aparte y le preguntó: ¿Qué es lo que tienes que contarme?
—Los judíos, contestó, se han concertado para pedirte que mañana bajes a Pablo al Sanedrín con el pretexto de hacer una indagación más a fondo sobre él.
Pero tú no les hagas caso, pues le preparan una celada más de cuarenta hombres de entre ellos, que se han comprometido bajo anatema a no comer ni beber hasta haberle dado muerte; y ahora están preparados, esperando tu asentimiento.
El tribuno despidió al muchacho dándole esta recomendación: No digas a nadie que me has denunciado estas cosas.» (Hechos 23,16-22)
Dicen que en el orden natural, los lazos conyugales y los de la sangre son los más fuertes, y por tanto, que en el orden sobrenatural, es natural que el amor al prójimo comience por los más cercanos.
Por esta razón, la aparición del sobrino de San Pablo en los textos paulinos, intentando sacar la cara por su tío ante el tribuno para librarle de una muerte segura, dice mucho de esta familia desconocida para todos.
Si nos detenemos un momento en la actitud de este joven, muchos de nosotros, yo soy una de ellos, deberíamos sentirnos orgullosos de él. Su empeño por ganar causas perdidas, su valentía en desafiar a los lideres religiosos y políticos del momento para conseguir sus objetivos, y el coraje de sacar lo mejor de si mismo ante las dificultades, es, sin lugar a dudas, el reflejo de lo que la juventud busca y lucha por conseguir: libertad, justicia, solidaridad, igualdad, dignidad, etc.
Es más, este jovenzuelo, que sin el más mínimo sentimentalismo ni ñoñería, arriesga su vida ante el dolor ajeno nos debería llenar de esperanza ante las injusticias, la codicia, los egoísmos, el odio, las envidias y las incomprensiones, que son, en definitiva, la semilla de las tragedias de la humanidad.
Seguramente, embargado por el sufrimiento de su madre preguntándose dónde está su hermano, o tal vez, obedeciendo sus insinuaciones, el sobrino del apóstol sintió el deber de avisar al tribuno de la tropelía que estaba a punto de suceder. Un gesto, al que muchos considerarían como «políticamente incorrecto», que le honra y le hace grande a los ojos de Dios.
Como un hijo bueno y solicito, sabía muy bien que el corazón desgarrado de su madre sentiría, como si fuera ella misma, el miedo, el desprecio, la incomprensión y las vejaciones que su hermano, sangre de su sangre, estaba sufriendo. Y con la valentía y el descaro propio de la juventud, no dudo en ensuciarse las manos denunciando esta tropelía, aun a sabiendas que este rayo de esperanza ante el dolor y las lágrimas de su familia, podía afectar a su prestigio social y económico, puesto que «sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama». (Deus Caritas Est, Benedicto XVI)
Es verdad que hasta este momento conocíamos poco de la familia del apóstol, salvo el empeño de sus padres en educarle con exquisitez y esmero. Pero, si la forma en que se relacionan los hermanos depende de los valores y vínculos familiares que han recibido y vivido durante sus años de infancia y que guardan fielmente con una sonrisa al recordarlos, estoy segura de que a esta mujer le debió importar bien poco el por qué, el cómo, el cuándo, ni contra quién iban dirigidos los delitos que se le imputaban y por los que estaba encerrado su hermano en el calabozo.
Es más, consciente de que «el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada», no debió dudar en aportar " al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia» como agradeció Juan Pablo II cuando se refirió a la mujer-hermana en su Carta a las Mujeres.
Dicen que el roce hace el cariño, pero les aseguro que debe haber algo más. El respeto, la preocupación por el otro, la colaboración, etc. son actitudes y valores que los padres deben procurar favorecer en sus hijos, no solo para configurar su trato con los demás, sino para recorrer la vida juntos. Y pensar que es ante la tribulación, el sufrimiento y el dolor, derivado del complot que los judíos habían tramado para matar a Pablo, cuando la fuerza de la sangre se fortalece y se une para hacer un frente común, es algo de lo que nos demuestra que la familia, la felicidad en familia, es lo nos mueve en la gran aventura de la vida.
No obstante, hay veces que "llevar unos la carga de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo" nos resulta un poco difícil. Para ello, a mí me ayudan para intentar vivir la bendita fraternidad, os recomiendo a todos unas reflexiones de Anamaría Rabatté:
Si yo cambiara mi manera de pensar hacia los otros,
Me sentiría sereno.
Si yo cambiara mi manera de actuar ante los demás,
Los haría felices.
Si yo aceptara a todos como son,
Sufriría menos.
Si yo me aceptara tal cual soy, quitándome mis defectos,
Cuánto mejoraría mi hogar, mi ambiente.
Si yo comprendiera plenamente mis errores,
Sería humilde.
Si yo deseara siempre el bien de los demás,
Sería feliz.
Si yo encontrara lo positivo en todos,
La vida sería más digna de ser vivida.
Si yo amara al mundo,
Lo cambiaría.
Si yo me diera cuenta de que, al lastimar,
El primer lastimado soy yo.
Si yo criticara menos y amara más...
si yo cambiara...
¡Cambiaría al mundo!
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