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¿Qué mosca le ha picado al Gran Duque?

Hay veces en que la «conciencia común de la sociedad», aquélla que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico.

EL título no es mío: es de Le Monde. Me ha hecho gracia porque describe correctamente la sensación de perplejidad de algunos políticos profesionales en el microestado de Luxemburgo, ante la negativa de su Gran Duque de sancionar una determinada ley.

El 17 de junio de 1940, Charles De Gaulle abandonaba Francia apelando a su conciencia, que le impedía colaborar con el gobierno colaboracionista de Petain. Pocos políticos franceses entendieron inicialmente su acción, pero todos la admiraron. Siglos antes, Tomás Moro renunciaba a la Cancillería real y a su propia cabeza por una cuestión de conciencia: no podía jurar el texto de una ley de Enrique VIII. En aquel momento histórico la gran mayoría de políticos profesionales del establishment inglés no comprendieron su postura. Sólo la Historia realzó el gesto y su figura.

Dando un salto de siglos, y en rápida sucesión, dos jefes de Estado acaban de apelar de algún modo a su conciencia para oponerse a la promulgación de leyes que, además, entienden no beneficiosas para el contexto social de sus países. Me refiero al presidente socialista uruguayo, Tabaré Vázquez y al aludido Gran Duque, Enrique de Luxemburgo. En ambos casos se trata de normas legales aprobadas por escasa mayoría.

En el primer supuesto, nos encontramos ante una ley que permitiría abortar en Uruguay durante las doce primeras semanas de gestación. Dicha ley fue aprobada en el Senado por una mínima diferencia. En la Cámara de Diputados, la ley obtuvo 49 votos a favor, 48 en contra y dos abstenciones. Días después, con el poder que le otorga la Constitución, el presidente Vázquez —médico oncólogo— vetó la ley.

El proyecto de ley que despenaliza en Luxemburgo la eutanasia bajo determinadas condiciones —pendiente de una segunda lectura dentro de unos días— fue aprobado con una ajustada mayoría de 30 votos contra 26. Al acercarse el momento de la votación definitiva del proyecto, el Gran Duque Enrique de Luxemburgo ha comunicado a los líderes parlamentarios que no sancionará la ley porque ello violaría su conciencia.

Estas actuaciones se producen cuando todavía resuenan en Europa las razones que movieron a Balduino de Bélgica, en marzo de 1990, a negarse a sancionar la ley de aborto aprobada por el Parlamento: «Sé que corro el peligro de no ser comprendido por una parte de mi pueblo, pero éste es el único camino que puedo seguir según mi conciencia». Ante esta firme actitud, el Gobierno belga, acogiéndose al juego combinado de los artículos 82 (concerniente a la imposibilidad del rey para gobernar) y 79 de la Constitución ( transferencia del poder en ese caso al Consejo de Ministros), anunció que el monarca se encontraba «en incapacidad temporal para gobernar». Promulgada la ley con la sola autoridad del Gobierno, el Parlamento devolvió a Balduino —sin ningún voto en contra— sus atribuciones constitucionales. Cuatro años después (julio de 1994), el presidente de Polonia, Lech Walesa, comunicó al Parlamento que no firmaría la ley que extendía la despenalización del aborto a las llamadas «causas sociales». Advirtió, además, que dimitiría de su cargo si la ley entraba en vigor. No fue necesaria la dimisión, ya que en el Parlamento polaco los votos favorables a la ley no obtuvieron el quórum necesario para levantar el veto presidencial.

Volviendo al Gran Duque, ¿qué mosca le ha picado, y con él a los restantes aludidos? Para explicar el problema, conviene partir del dato experimentable de que en política —como en la vida— abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia. Al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones. Junto a ellas, existen otras que resuelven el drama interior que implica el choque entre norma y conciencia individual apostando por la segunda. Quiero decir, que hay veces en que la «conciencia común de la sociedad», aquella que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico. Con dolor y sin soberbia, el desenlace del drama es una sencilla afirmación: «No puedo hacerlo contra mi conciencia». Es la confirmación de que "la historia se escribe no sólo con los acontecimientos que se suceden desde fuera, sino que está escrita antes que nada desde dentro; es la historia de la conciencia humana y de las victorias o de las derrotas morales». Desde luego, hay supuestos de complejas y delicadas situaciones constitucionales en las que la conciencia puede decir más bien poco. Sin embargo, los casos que acabo de describir, por encima de legítimas polémicas jurídicas, refuerzan la valoración de las objeciones de conciencia como uno de los nuevos derechos de libertad emanados de la evolución de la conciencia social.

Algunos se ponen tensos ante estas afirmaciones, como si tras ellas se ocultara la amenaza de un «apocalipsis jurídico». En realidad, el Derecho es tan flexible que suele adaptarse sabiamente a las necesidades sociales sin grandes terremotos sociales. Un sistema jurídico maduro —como los buenos juristas— saben tener la solidez de una roca en sus convicciones junto a la flexibilidad de un junco en sus aplicaciones. Bélgica supo encontrar la fórmula para mantener la ley de aborto y reponer a Balduino en su trono. Polonia evitó una crisis constitucional aplicando mecanismos jurídicos y Luxemburgo busca con sutiles fórmulas defender la conciencia de Enrique y promulgar la ley, si se aprueba en segunda lectura. Incluso en la hipótesis de que un concreto precepto legal provocara una oposición masiva de ciudadanos en ejercicio de su libertad de conciencia, el legislador habría de reflexionar, más allá de la objeción de conciencia, sobre la justicia misma de una ley que desencadena un rechazo social de amplias proporciones.

Acaba de conmemorarse el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Desde diciembre de 1948 la vida política e internacional de las naciones ha girado en torno a ese eje. Este más de medio siglo ha demostrado que la lucha por los derechos humanos se ha planteado como un esfuerzo continuado de millones de personas que, como ha dicho Cassese, "intervienen de mil modos en las mil encrucijadas del acontecer humano». Un ejército en el que todos somos necesarios: desde las madres de mayo hasta los objetores de conciencia pasando por anónimos operadores del Derecho. A veces, muy a su pesar, según mi experiencia, sucede que los interpelados en su conciencia son algunos conductores de pueblos. En estos supuestos, «la mosca que les pica» es un complejo proceso mental que desemboca en una dura carga: la de enfrentarse con parte de la clase política de su país y con parte de su pueblo para defender su conciencia. En el caso del Gran Duque su posición le conllevará, además, una carga suplementaria: ver reducido su poder como Jefe del Estado, ya que el Parlamento acaba de aprobar un proyecto de ley que modifica la Constitución luxemburguesa por el que al soberano se le priva de su poder de sancionar las leyes, reservándole solamente el de «promulgarlas».

Es verdad que Enrique de Luxemburgo no está solo con su conciencia frente a todos. La ley tiene a la clase médica en contra y —hecho insólito en la vida política del pequeño país— una gran parte del pueblo también en contra. Por encima de las legítimas reacciones favorables (por ejemplo un grupo de parlamentarios franceses han emitido un comunicado solidarizándose con el Gran Duque) o adversas (el partido de los verdes, impulsor de la ley, amenaza con una crisis constitucional), lo que aquí se dilucida es una cuestión más grave: la de la propia noción de derecho y justicia. Hoy soplan vientos que impulsan un concepto de justicia en la que el derecho no se agota en la ley, ni toda ley es, de por sí, justa. Comienza a recuperarse la función ética que, en la teoría clásica de la justicia, correspondía a la conciencia singular del individuo. Muy especialmente la libertad de conciencia, que es, como dijo hace más de 60 años el Tribunal Supremo norteamericano, "la gran estrella fija en nuestra constelación constitucional".

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