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El rancio feminismo del chaqué

Hay que reivindicar que la actividad profesional se adapte a nuestra condición femenina y no al revés.

En la lucha por la igualdad entre los sexos, las mujeres asumimos de forma espontánea que los roles masculinos eran los justos y dignos de imitación. Ocultamos nuestros sentimientos por temor a ser tachadas de débiles, intentamos ser frías y competitivas y adoptamos un aspecto varonil. Sacrificamos nuestra alma femenina a cambio de ser aceptadas en el universo masculino y nos traicionamos a nosotras mismas, renunciando a la feminidad que nos es consustancial.

Recordemos cómo Concepción Arenal, a mediados del XIX, accedió a las aulas de Derecho de la Complutense bajo ropajes de caballero, para colmar su interés por esta licenciatura. O cómo Clara Campoamor, en 1931, para lograr el derecho al sufragio femenino, renunció a su condición de mujer: «Señores Diputados: yo, antes que mujer, soy ciudadano».

El feminismo igualitarista y la ideología de género han logrado que la sociedad asuma la idea de que trabajar en casa, ser buena esposa y madre, es atentatorio contra la dignidad de la mujer; algo humillante, que la degrada, esclaviza e impide desarrollarse en plenitud. Para ser una mujer moderna, es preciso liberarse del yugo de la feminidad, en especial, de la maternidad, entendida como un signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación.

Esta ideología, implantada en las más altas instancias políticas, ha provocado el desprestigio de las mujeres que trabajan en su casa o cuidan de sus vástagos, que resultan estigmatizadas; frente a aquellas que renuncian a la maternidad o al cuidado personalizado de sus hijos para «realizarse» profesionalmente, consideradas heroínas liberadas y estereotipos de la emancipación. Esta estereotipificación inversa, favorecida por la actitud de algunas líderes políticas, distorsiona la imagen real de las mujeres y perjudica la vida familiar, pues favorece la organización laboral como si las obligaciones familiares no existieran.

Lejos del mundo idealizado de las imágenes estereotipadas de mujeres hiperliberadas que gozan exultantes de su pletórica vida profesional, en la vida real, nos encontramos con demasiadas mujeres que, a pesar de su rotundo éxito profesional, se sienten personalmente frustradas e insatisfechas, cansadas de imitar los modos de actuar masculinos, atadas a unos roles que no les pertenecen y que no encajan en su esencia más profunda. Mujeres que han demostrado sobradamente que son tan capaces como cualquier varón de trabajar con brillantez y eficacia, a las que su naturaleza, rechazada y reprimida, luego se hace valer en forma de depresión, ansiedad e infelicidad. Ha llegado el momento de reivindicar que la actividad profesional se adapte a nuestra condición femenina y no al revés. El nuevo feminismo defiende un reconocimiento social para la labor de la mujer, cuya forma de ver la vida y comprender la realidad es un valor incuestionable que habrá de reflejarse en unas condiciones laborales específicas y, por lo tanto, no idénticas a las de los hombres; con una especial atención a la maternidad, que lejos de ser opresiva, es, en la mayoría de los casos, profundamente liberadora, enriquecedora y hace a la mujer un ser más pleno.

Es hora de reclamar nuestra peculiar «memoria histórica», exigiendo la devolución de nuestra integridad y dignidad femeninas, sin las que ninguna mujer puede alcanzar el equilibrio personal y la felicidad. Porque para la mujer, ser mujer lo es todo. Y lo demás, sólo es lo demás.

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