» Baúl de autor » Pablo Cabellos Llorente
La mentira, corrosivo social
La mentira hace imposible la vida social. Podría pensarse que tal afirmación procede de algún sociólogo actual. Pertenece a Tomás de Aquino, y la distancia de siglos no ha hecho sino corroborarla con la fuerza de la experiencia. No necesitamos demostraciones, basta observar la dificultad para la convivencia de los hombres que no se fían entre si porque no tienen la convicción de vivir con gentes que se dicen mutuamente la verdad. También aseveraba el Aquinate: en sentido amplio, la veracidad consiste en el amor a la verdad. Lo que procede hacer con la verdad es amarla, ha escrito Llano. Seguimos amando la veracidad como un gran valor pero, con intensidad creciente, vivimos rodeados de mentiras causadas por intereses que, con dramática facilidad, venden ese valor o lo creen imposible. Así es difícil amar, incluso con el recto amor que nos debemos a nosotros mismos; hasta ése se tuerce.
Aristóteles completaba: la única verdad es la realidad. Aunque se pueda pensar que la verdad es incluso más que eso, sólo los marxistas residuales aún siguen pensando en la verdad construida según la propia conveniencia: ortodoxia de la praxis. Es fácil estar de acuerdo con lo consignado por Aquino y por el filósofo griego. No obstante, la podredumbre de la mentira está ahí como mercancía económica, política, artística, deportiva, educativa, jurídica..., cavilada en ocasiones precisamente con los amigos. La gran crisis de confianza generada en los viejos países comunistas —estados totalitarios y policíacos de pensamiento único, en los que cualquiera puede ser vigilante y vigilado— se ha extendido al mundo democrático por motivos muy distintos aunque, a mi parecer, coincidentes en un punto: el materialismo destructor de la verdad y del amor.
El materialismo ateo crea una sociedad sin Dios en la que todo es economía dirigida por el partido único. Nuestro materialismo ha sido engendrado de manera muy diversa: por una sociedad hedonista y consumista, en la que también ha venido a primar descaradamente lo económico. Nos hemos pegado a la materia y, con igual fuerza, nos hemos despegado de los ideales, del afán por la verdad, del sentido de la vida, en definitiva, de Dios. Nos hemos creído más libres por sentirnos autónomos respecto del Creador, y hemos acabado apresados por la materia. Y para gozarla, se miente en dosis no digeribles. O se piensa en fórmulas, modelos o leyes para el aprovechamiento propio, sin pensar que los mejores activos son iniciativas, actitudes, responsabilidad, altitud de miras, trabajo solidario, olvido de las ventajas individualistas. Eso conforma una buena sociedad, pero no rinde al buscón de lo inmediato. Y acaba mintiendo, por alicorto, por codicioso y desamorado.
Aleksander Solzenytsin sufrió la mentira y la desconfianza provocada por el régimen comunista. Tal vez por eso señaló: una palabra de verdad vale más que el mundo entero; hipérbole rusa destinada a mostrar la fuerza, necesidad, belleza y valor de la verdad, y la pobreza de un mundo embustero. Este amor efectivo por la sinceridad es el gran ausente de nuestro entorno. Quizá de forma acrítica, escuchamos impasibles todo género de falsedades o somos sus correveidile; en ocasiones, nos convertimos en escépticos de lo visto u oído; y otras veces, nos sumergimos en la desconfianza hacia una cultura tambaleante por egoísta e insolidaria, porque a la verdad no se accede sino a través del amor. Y cuando cada uno va a lo suyo, la mentira es un recurso tan fácil como irresponsable, una mina colocada en los mismos cimientos de la sociedad.
Muchos han relacionado verdad y humildad, pero el ebrio de poder, el desmesurado en poseer, el engreído como un dios por el mando, el comunicador vendido —o alquilado, como se designó un notable periodista de otra época-, el componedor de su vida por marketing o sondeo, probablemente carecerá de esa humildad que es camino seguro para el amor capaz de verdad. Con claridad meridiana, el fundador del Opus Dei instaba: «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte». Finalizo con unas frases de san Pablo: el amor no obra con soberbia, no se jacta, no es ambicioso, no busca lo suyo, no se alegra con la injusticia, se complace en la verdad.
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