» Ciencia y Fe » Existencia de Dios » La existencia de Dios. Otra perspectiva
1. La influencia de la voluntad en el entendimiento
El hecho de que la tendencia a la búsqueda de la verdad sea propia del hombre en cuanto ser racional, no quiere decir que se realice exclusivamente con la razón. Si bien la persona conoce por medio de su entendimiento, quien conoce es la persona, y esta no solo posee entendimiento, sino también afectividad: voluntad, pasiones y sentimientos. Todas las facultades de la persona —cabeza y corazón- se relacionan de algún modo con la verdad. De ahí que el conocimiento intelectual implique problemas de moralidad[2].
Cuando una verdad se presenta al entendimiento, entra en juego la voluntad, que puede amar esa verdad o rechazarla. Si la voluntad está bien dispuesta por las virtudes, la acepta como conveniente, e incluso puede mandar al entendimiento que la considere más a fondo, que busque otras verdades que la corroboren, y, por último, si es necesario, ordena la conducta de acuerdo con esa verdad.
Por el contrario, si la voluntad está mal dispuesta, tiene mayor dificultad para aceptar la verdad y puede incluso rechazarla como odiosa. En efecto, una verdad particular puede resultar repulsiva cuando aceptarla impide a la persona gozar de algo que desea. «Es el caso de los que querrían no conocer la verdad de la fe para pecar libremente, a quienes el libro de Job hace decir: «No queremos la ciencia de tus caminos»[3]. Cuando esto sucede, es fácil que la voluntad incline al entendimiento a pensar en otra cosa, o a ver los aspectos negativos de la verdad que considera. El resultado es que la persona no «ve» la verdad porque no quiere verla.
La importancia de las disposiciones de la voluntad para acceder a la verdad es tanto mayor cuanto más relevante sea para la persona la verdad en cuestión, como sucede con la verdad sobre la existencia de Dios. La proposición de esta verdad provoca en la persona que la escucha una actitud radicalmente distinta de la que puede suscitar, por ejemplo, una verdad matemática. La primera tiene una relación más íntima con la vida personal: la persona no permanece indiferente ante ella, se siente interpelada, y experimenta que le exige una respuesta. Pues bien, esta respuesta dependerá, en gran parte, de las disposiciones morales de la persona, es decir, de sus virtudes morales.
La voluntad puede estar bien o mal dispuesta de modo pasajero, por una pasión; o de modo más estable, por una virtud o un vicio. En un momento de enfado, por ejemplo, la ira impide que se realice un juicio tan objetivo como el que se realizaría en un estado de serenidad. Esto sucede porque la pasión mueve a la voluntad a querer o a odiar algo, y si la voluntad se deja dominar por la pasión, ejerce su influencia sobre el entendimiento para que juzgue de un modo o de otro[4]. Por eso, para ver la verdad es necesario hacer el silencio en las pasiones desordenadas.
Si un desorden pasajero de la pasión nos impide ver la verdad, mucho más los vicios, que son cualidades permanentes de una voluntad esclava de las pasiones. Es verdad, como decía Lope en uno de sus innumerables dramas, «que los vicios ponen a los ojos vendas». Las virtudes, en cambio, dan a la voluntad el dominio sobre las pasiones, le proporcionan connaturalidad con el bien, una predisposición afectiva gracias a la cual la voluntad está pronta para amar el bien, y de ese modo influye positivamente sobre el entendimiento en su búsqueda de la verdad.
Al mismo tiempo que se va cegando para ver la verdad, puede suceder que la persona trate de justificar con falsos razonamientos su opción por el rechazo de la existencia de Dios, adaptando así su pensamiento a su modo de vivir, pues experimentamos necesidad psicológica de coherencia entre el pensamiento y la vida.
2. Las disposiciones morales y el conocimiento de Dios
a) La razón y el conocimiento de la existencia de Dios
En el debate actual sobre la existencia de Dios hay una posición frecuente sobre la que es preciso reflexionar. Me refiero a la de quienes afirman que la existencia de Dios es «una cuestión de fe», queriendo expresar con ello que se trata de una idea que no puede basarse en argumentos racionales ciertos y seguros, sino en otras motivaciones de tipo emocional, cultural, etc. Se trataría de una cuestión de sentimientos y de voluntad, de una opción libre, en el sentido de una apuesta, pero de ninguna manera una verdad racionalmente argumentable.
Según este planteamiento, unos optarían a favor de la existencia de Dios y de la vida eterna: ya sea porque les parece una idea reconfortante, una especie de analgésico, un consuelo ante las desgracias de la vida; ya sea porque piensan que es un principio eficaz en el que fundamentar el orden social, etc. Otros, en cambio, optarían por lo contrario, pues opinan que si la existencia de Dios no es un dato cierto, que si lo más probable es que no exista, como afirman incluso algunos científicos, no es lógico vivir como si existiese: la sociedad debe buscar otros principios de ordenación, y si alguien necesita un analgésico para las desgracias de la vida, la medicina puede ofrecer remedios eficaces.
En ambos casos, se da por supuesto que la razón no tiene nada que decir al respecto, por la sencilla razón de que «no puede» decir nada sobre una supuesta realidad que no es evidente. No se confía en la razón como fuente de conocimiento cierto en cuestiones que no son empíricas, experimentables.
La verdad de la existencia de Dios no es una cuestión de fe en el sentido arriba mencionado. Ni siquiera es una cuestión de fe en el sentido propio de la palabra (aceptar como verdadero algo que alguien nos dice, con garantías de veracidad), porque cuando se sabe que algo es verdadero, no es necesario creerlo.
¿Por qué se da por supuesto que la razón no puede conocer con certeza la existencia de Dios? Sin duda pesa demasiado una larga corriente del pensamiento moderno, desde Lutero, que maldecía a la razón, hasta las recientes teorías nihilistas, pasando por Kant, en quien gran parte de la cultura occidental parece haber hecho un verdadero acto de fe.
Tal vez la mejor manera de saber hasta dónde puede llegar la razón es seguir la famosa exhortación de Horacio, difundida, precisamente, por el filósofo de Königsberg: Sapere aude!, atrévete a saber, decídete a pensar, ten el valor de emplear tu razón y libérate de los prejuicios que la desautorizan para alcanzar la verdad, aunque estén avalados por el prestigio de Kant.
Ante esa tarea, sin embargo, es necesario tener en cuenta una experiencia frecuente. Cuando se trata de buscar la existencia de Dios, la razón sola no basta para ver con claridad. Necesita la ayuda de la buena voluntad. Si uno no está dispuesto a reconocer a Dios, es muy difícil que lo encuentre. D.H. Kerler, en una carta a Max Scheler, escribía: «Incluso si se pudiese probar matemáticamente la existencia de Dios, no quiero que exista, porque me limitaría en mi grandeza». Es evidente que una persona con tales disposiciones, por muy inteligente que sea, se cierra a sí misma el camino. «Nadie está tan dispuesto a creer que Dios no existe —afirmaba F. Bacon- como aquel a quien le gustaría que no existiese»[5].
Si la persona quiere, por encima de todo, la grandeza de su yo o cualquier otro tipo de egocentrismo, su razón tendrá los ojos muy abiertos para obtener lo que desea, pero su voluntad tratará de cerrárselos a fin de que no encuentre a Dios, porque encontrarlo sería —si es coherente- la sentencia de muerte de su egoísmo y de su orgullo.
En el acceso a la verdad sobre Dios, las disposiciones de la voluntad son especialmente importantes, porque se trata a la vez de una cuestión especulativa y práctica. El camino hacia la sabiduría no es un proceso exclusivamente intelectual, sino sobre todo volitivo, moral. No se busca a Dios solo con la razón (que tiene capacidad para conocer la verdad, pero también cierta dificultad), sino también con el corazón. Y éste puede abrirse al amor del bien o replegarse sobre sí mismo por la soberbia y el egoísmo.
En la adquisición de la sabiduría, la libertad o la esclavitud de la voluntad respecto a las pasiones, tiene un papel de primer orden. Para que la voluntad mande al entendimiento indagar sobre la Verdad última, es necesario que esté rectamente inclinada al bien. Por eso afirma San Agustín que el principio de la sabiduría es la bona voluntas, la buena voluntad[6]. Y está tanto más inclinada al bien cuanto más arraigadas estén en ella las virtudes. En caso contrario, inclina al entendimiento a que cese en su búsqueda de la Verdad.
La necesidad de las buenas disposiciones de la voluntad para conocer a Dios, tema frecuente en los Padres de la Iglesia, aparece reflejada de modo muy expresivo en unas palabras de S. Teófilo, obispo de Antioquía, con las que encabezamos este trabajo. Veamos ahora el texto completo: «Si tú me dices: muéstrame a tu Dios; yo te diré a mi vez: muéstrame tú a tu hombre y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven y si oyen los oídos de tu corazón (...). Porque a Dios le ven los que son capaces de mirarle, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque aunque todo el mundo tiene ojos, algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismo y a sus propios ojos. De la misma manera tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones. El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona; de la misma manera cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios»[7].
b) Las disposiciones morales y el acceso a la fe
La buena voluntad es también necesaria para que la razón se abra a la fe en Cristo. «La voluntad es uno de los principales órganos de la creencia; no porque ella la forme, sino porque las cosas son verdaderas o falsas según la faz por la que se las mire. La voluntad que se complace más en la una que en la otra, desvía al espíritu de la consideración de cualidades que ella no gusta de ver; y de este modo, el espíritu, marchando conjunto con la voluntad, se detiene a mirar la faz que a ella le gusta; y así juzga por lo que él ve»[8].
El evangelio de San Juan presenta a Cristo, desde el primer momento, como la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9), pero esa Luz es recibida por unos, y ven; y rechazada por otros, y permanecen ciegos. La causa de tan diferentes actitudes ante la Luz la explica el mismo San Juan: «Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios» (Jn 3, 19—21).
El problema, por tanto, no es sólo intelectual, sino sobre todo moral: «Porque sus obran eran malas». Las obras malas, puestas a la luz de Cristo, acusan al que las realiza. Puede suceder que, con la ayuda de la gracia, el pecador se enfrente a la realidad de su vida, muestre sus malas obras a la Luz, se humille y se convierta. Pero puede suceder también que «quiera» mantenerse en sus obras, y entonces se niega a sacarlas a la luz, a ver la verdad de sus obras, para no sentirse acusado. Y ante la posibilidad de ser iluminado, odia la luz, siente miedo y se niega incluso a oír hablar de Dios. En cambio, al que obra según la verdad no le importa que sus obras se vean, porque han sido hechas según Dios. Están dispuestos a recibir la Luz, a Cristo, la Verdad[9].
Una de esas «obras malas» que ciegan de modo especial para «ver» a Dios y para creer en Él, es la soberbia, la búsqueda de la propia gloria. En el mismo Evangelio se San Juan, el Señor atribuye a este pecado la causa de la incredulidad: «¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros, y no queréis la gloria que procede del único Dios?» (Jn 5, 44).
Un caso especialmente claro en el que se puede apreciar la incapacidad de ciertas personas para reconocer la divinidad de Cristo y la facilidad de otras para creer, es la curación del ciego de nacimiento, descrita en el capítulo 9 de San Juan. Llama la atención el esfuerzo que ponen los que se consideran sabios para negar la realidad. No acaban de aceptar que aquel hombre había sido ciego, preguntan a sus padres, le preguntan de nuevo a él, y se encuentran siempre con una realidad que no admite ser deformada, pero que se niegan a reconocer. La razón de su conducta es que han dicho un no a Cristo desde el principio, porque creer en Él, acoger la luz, sería permitir que sus malas obras fueran descubiertas. No se plantean estudiar con objetividad los hechos, con el deseo sincero de aceptar a Jesús en el caso de que hubiese realizado semejante milagro. Por el contrario, buscan por todos los medios alguna razón que les sirva para rechazar a Jesús. Y por eso se centran en el hecho de que el milagro tuvo lugar en sábado, despreciando al mismo tiempo las opiniones, llenas de sentido común, del que había sido ciego de nacimiento, porque no podía tener razón quien, según ellos, había nacido en pecado.
Las palabras de Jesús se refieren específicamente a la ceguera de los fariseos: «Dijo Jesús: Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos. Algunos de los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: ¿Es que nosotros también somos ciegos? Les dijo Jesús: Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero ahora decís: «Nosotros vemos»; por eso vuestro pecado permanece» (Jn 9, 39-41). La ceguera de los fariseos es provocada por la soberbia, y es también la soberbia la que les impide reconocer que son ciegos. Piensan que ven, que no tienen necesidad de médico, y permanecen ciegos.
La negación de la verdad sobre la existencia de Dios (así como, en otro plano, la decisión de no creer en la divinidad de Cristo), aparece, por tanto, no como consecuencia de un proceso puramente intelectual, sino de la propia mala voluntad, que tuerce los ojos de la razón para que mire hacia otro lado, o para que fije su atención en todo aquello que parece contradecir aquellas verdades.
c) El conocimiento propio, punto de partida para el conocimiento de Dios
En la perspectiva que estamos considerando, el punto de partida para el conocimiento Dios es conocerse a uno mismo. «La sabiduría consiste —afirmaba Bossuet- en conocer a Dios y en conocerse a sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos ha de elevarnos al conocimiento de Dios»[10].
Se trata de uno de los conocimientos más difíciles, porque lo entorpece la soberbia o, mejor dicho, la imagen que de nosotros mismos nos hemos forjado con nuestra soberbia y vanidad. Y tal conocimiento exige librarse, precisamente, de esa imagen a fin de poder ver el yo que detrás se oculta. De ahí la importancia, en esta tarea, de la ayuda que pueden prestarnos otras personas que nos conozcan bien, pues nadie suele ser buen juez en causa propia.
El conocimiento propio debe conllevar la disposición a «reconocer» las propias culpas, a «aceptarse» y rechazar falsas justificaciones. Y así, «al desvanecerse las ilusiones sobre uno mismo, al despertarnos de nuestros autoengaños, al superar el agarrotamiento de no querer ver muchas cosas, ya hacemos un gran progreso, ya subimos un nuevo escalón hacia la libertad. Esta liberación de nuestro orgullo que siempre trata de engañarnos, es algo que nos hace felices y nos eleva»[11].
Este conocimiento será constructivo y fecundo -y no destructivo y deprimente-, nos acercará a Dios, si va acompañado de la decisión de cambiar, es decir, de purificar el corazón. Solo entonces los ojos del corazón recobran de nuevo la capacidad de ver.
Pascal expresa muy acertadamente en uno de sus pensamientos esta necesidad del cambio interior para poder conocer a Dios y creer en Él: ««Yo hubiera abandonado enseguida los placeres si hubiera tenido fe» -Y yo te digo: «Hubieras poseído la fe si hubieras abandonado los placeres». Ahora bien, eres tú el que debes comenzar. Si yo pudiera, te daría la fe. No puedo hacerlo, ni, por consiguiente, comprobar la verdad de lo que dices. Pero tú bien puedes abandonar los placeres y comprobar si lo que yo digo es verdad»[12].
Este cambio es siempre posible, porque Dios no deja de ayudar con su gracia al hombre que lo busca sinceramente.
Notas
[2] Cf. E. GILSON, El amor a la sabiduría, AYSE, Caracas 1974, 49.
[3] TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae (S.Th.), II-II, q. 25, a. 5, ad 2.
[4] Cf. S.Th., I-II, q. 9, a. 2c.
[5] F. BACON, Ensayos, XVI: Sobre el ateísmo.
[6] Cf. S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, I, 12.
[7] S. TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, Carta a Autólico (Lib. 1, 2.7).
[8] PASCAL, Pensamientos, II, 472, Ed. Aguilar, Madrid-Buenos Aires-Méjico, 1967.
[9] «Es un hecho -afirma S. Atanasio- que la enseñanza de la verdad es diferentemente recibida según las disposiciones de los oyentes. El Verbo presenta a todos el bien y el mal; de modo que uno, bien dispuesto hacia lo que se le anuncia, tiene su alma en la luz, y el otro, dispuesto en sentido contrario y no decidido a fijar la mirada del alma en la luz de la verdad, permanece en las tinieblas de la ignorancia» (S. ATANASIO, De vita Moysis, II, 65).
[10] Citado por E. GILSON, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 1981, 230.
[11] D. von HILDEBRAND, Nuestra transformación en Cristo, Ed. Encuentro, Madrid 1996, 40.
[12] PASCAL, Pensamientos, o.c., II, 457. (Nos hemos permitido modificar ligeramente la traducción).
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