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Crisis: repensar nuestro tiempo

La ciencia experimental, junto a tantas aportaciones valiosas, ha traído el prurito de no considerar científico lo no comprobable empíricamente. Así se puede llegar a un pragmatismo que elude la reflexión sobre las cuestiones más hondas del hombre que son las más prácticas, aunque no lo parezcan. Me refiero a los ámbitos de la filosofía, de las humanidades, de la religión, que entienden las cuestiones vitales de nuestra existencia: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy, qué es la vida, qué es la muerte, qué es la libertad, qué la amistad, qué el matrimonio... Andamos en temas de procedimiento, en pequeñas bagatelas y no acertamos a enfrentarnos con nuestras actitudes de fondo, que se expresan en el tiempo de vida disponible. Decía Séneca: ¿qué importa saber lo que es una recta si no se sabe lo que es la rectitud?

Los clásicos afirmaron que el tiempo es número y medida del movimiento según un antes y un después. Una forma de calcular la historia, el movimiento, lo que no es inmutable. En Dios no hay antes, ni después, ni movimiento. En cambio, en cada uno de nosotros sí hay tiempo, el discurrir de los acontecimientos entre uno y otro momento. Es lo imperfecto lo que ha de moverse a la perfección que le es propia, en el tiempo recibido, incierto por lo demás.

En Dios no hay tiempo, pero ha entrado en la historia con su Encarnación, haciéndose uno de nosotros para abrir esa historia a la eternidad, como recordó recientemente Benedicto XVI. Dios nos da el tiempo, que se convierte así en un signo de su amor. El tiempo es don de Dios, un espacio que nos otorga, con posibilidad de valorar y emplear bien o de malgastarlo. Hay tres instantes capitales en la relación de Dios con el tiempo: el inicio del mismo que es la Creación, la plenitud de los tiempos que es la Encarnación del Verbo, y la venida última o parusía que comprende el Juicio Final, como también reseñaba el Papa el pasado primer domingo de adviento. La Creación remite a nuestra condición de criaturas a imagen y semejanza del Creador. La Encarnación se realiza, como se saborea en el Credo, por nosotros los hombres y por nuestra salvación: para devolvernos la dignidad de la filiación divina perdida por el pecado. La parusía, o segunda venida de Cristo, será el triunfo de la justicia divina, que la libertad real otorgada al hombre no realiza con harta frecuencia.

Esas tres citas enmarcan nuestra vida, no para apresarla, sino para engrandecerla. La prisión viene cuando entramos en términos ajenos a nuestra condición de imagen de Dios y de hijos de Dios. La huida de la voluntad divina es el pecado, que nos aherroja en situaciones y ambientes impropios del hombre. El que peca se hace esclavo del pecado, se auto-encarcela por más que se piense libre; se aliena por perder la conformidad con su ser. Alienarse es ser otro. Y nos vendría bien concienciarnos de esto. Frecuentemente se piensa —casi sin reflexión- en aquel Carpe diem de los clásicos paganos. Sería algo así como el disfruta de la vida que no hay otra. No estaría mal si ese goce vital fuera conforme a nuestra naturaleza. Pero nuestro Carpe diem es habitualmente la búsqueda del placer vacío que no alcanza una existencia lograda ni salta hasta la vida eterna.

El libro del Eclesiástico habla de tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y de segar, tiempo de matar y de sanar, de destruir y edificar, de reír y llorar, de conquistar y perder, de amor y de odio, de guerra y de paz. Hay un tiempo para todo, pero sería mejor que algunos —el de guerra, el de destrucción, por ejemplo- no existiesen nunca. Este tiempo de crisis tal vez sea adecuado para plantear el nuestro, quizá de este modo tan sencillo como exigente: «Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces». Estas palabras escritas en Camino por el fundador del Opus Dei pueden resumir muy bien lo que Dios y los hombres esperan de nuestro tiempo, que, por cierto, es corto para amar. Carecería de gallardía emplearlo en una pretendida forma de amor que considera a los otros como objetos de deseo egoísta: económico, sexual, de poder, de burla, de explotación... de uso.

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