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Año sacerdotal: El don del hijo, el privilegio de las madres
«Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con ciencia y con inteligencia» (Jer 3,15)
Hoy, 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, y con ocasión del 150° aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, Juan María Vianney, Benedicto XVI dará comienzo a un especial Año Sacerdotal, que tendrá como tema «Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote». Y que como nos recuerda el Santo Padre, pretende «profundizar en el valor y la importancia de la misión sacerdotal y para pedir al Señor que le dé a su Iglesia el don de numerosos y santos sacerdotes».
Y en el silencio de mi habitación, me viene a la memoria un poema, que gracias al anhelo constante de mi madre por transmitirnos el amor por los sacerdotes, nunca lo he olvidado. Dice así:
Soy un granito de trigo
Que maduró a tu calor
Y viene a morir contigo
En el surco del Amor.
Pequeño grano escondido...
Quiere morir...¡y brotar!...
Para dejar florecido
De Sacerdotes , tu Altar.
Que sean Cristos pacientes
Hasta el Calvario y la Cruz...
Y puras hostias ardientes...
Blancas...blancas...¡fuego y luz!
...Que sean riego fecundo
De paz...de amor...de perdón...;
Que sean ...la Sal del mundo...
Que sean ...¡Tu Corazón!
Por este motivo, además de aprovechar este año para rezar por la fidelidad de los sacerdotes, ¿Qué tal si la aprovechamos también para dar las gracias a todas esas madres, siempre en la sombra, que como María Santísima, Madre de Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote, han sido predestinadas desde la eternidad para vivir el privilegio de un servicio exigente de hacer «crecer en edad, sabiduría y gracia» a sus hijos para ser sal de la tierra y luz del mundo en el ejercicio del ministerio sacerdotal?
Nos lo recordó Juan Pablo II en su Carta a las mujeres: María, «poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico « reinar ». No es por casualidad que se la invoca como « Reina del cielo y de la tierra ». Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como « Reina » muchos pueblos y naciones. ¡Su «reinar» es servir! ¡Su servir es «reinar»!
Sin querer menospreciar la labor de muchos padres, que como San José cuidan y protegen a sus hijos, los fieles de la Iglesia tenemos para con las madres de los sacerdotes una deuda de gratitud de por vida.
Todo elogio es poco para con ellas.
Estoy convencida que este año también podemos planteárnoslo, ¿porqué no?, como el Año Santo de las Madres de los sacerdotes. Solo ellas, que sembraron de modo exquisito la semilla de la fe en los tiernos corazones de sus hijos , y que abonaron la tierra de sus hogares con su amor maternal, su cariño ,sus cuidados, su piedad, su ejemplaridad, su alegría, su paciencia, su entrega, su gratitud, su servicio, su perdón, su compañía, protección ...en definitiva , su humanidad ; han sido capaces de crear el ambiente humano y sobrenatural adecuado para favorecer la fidelidad de estos jóvenes dispuestos a ser sal de la tierra y luz del mundo en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
Dice el sabio refranero español que «es de buen nacido ser agradecido». Pues bien, no podemos olvidarnos que alabar y agradecer a las madres es alabar y agradecer a los hijos. Y al contrario. Alabar y agradecer a los hijos es alabar y agradecer a sus madres.
Más aún, utilizando las mismas palabras de Juan Pablo II podemos decir: «Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida».
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