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Lo que sólo la Universidad puede dar

Hacía tiempo que la Universidad no acaparaba tantas noticias en los medios de comunicación como en este curso que terminamos. El motivo ha sido la reacción al Plan Bolonia de reforma de nuestro sistema universitario. Esta coyuntura ha provocado una interesante reflexión: la conveniencia de que la Universidad se adapte a las demandas de la sociedad. El enfoque que se dé a esta cuestión va a depender de cómo se entienda la misión propia de la Universidad; es decir, de si sabemos identificar cuál es el papel específico e intransferible que únicamente la institución universitaria puede desempeñar en la sociedad. Sólo así podremos realmente evaluar si una reforma mejora aquello que se dispone a cambiar.

Parece que una corriente influyente ve a la Universidad como una habilitación para el mundo laboral. Desde esta perspectiva, es lógico que se potencien la adquisición de conocimientos y de habilidades que sirvan al mercado de trabajo. Sin embargo, este planteamiento de la misión de la Universidad parece que olvida algo que los buenos profesionales tienen muy presente: que nunca se deja de estudiar.

No estoy diciendo que la preparación técnica no sea necesaria, pero sí que pienso que la Universidad está para algo más. El valor añadido que la educación superior puede proporcionar es, a mi modo de ver, el cultivo de una formación intelectual. Esta no consiste propiamente en ser erudito o en ser capaz de resolver problemas cada vez más difíciles. Consiste, más bien, en saber pensar, en saber ejercitar el intelecto, que es distinto de almacenar cosas en la memoria o de aplicar el método correcto.

Cualquier actividad intelectual gira fundamentalmente en torno a dos puntos: saber hacerse las preguntas pertinentes, y saber dar una respuesta consistente a esas preguntas. Muchas veces da la impresión de que las preguntas importantes para un universitario tienen que ver con las salidas profesionales de unos determinados estudios. Sin embargo, hay preguntas que se incuban en el interior de la persona, y que son más determinantes para la propia vida: ¿Cómo he de tratar a los amigos? ¿Quién es la persona con la que quiero formar mi futura familia? ¿Vale la pena arriesgarse por algo? ¿Hasta qué punto me compensa decir las cosas sin aparentar? ¿Son iguales todas las formas de divertirse el fin de semana? ¿Qué hace que algo sea efímero?

Precisamente durante los años de Universidad una persona se plantea este tipo de preguntas de un modo más candente. Se trata de un periodo decisivo, pues resulta inminente la salida a la vida profesional y social. Para estas cuestiones decisivas no sirve cualquier respuesta. Hay muchas posibles, pero algunas de ellas son más verdaderas que otras.

En esta búsqueda, la razón opera de un modo específico, distinto al que proporciona evidencias científicas. La ciencia es, de por sí, metodológica, esto es, ofrece métodos eficaces para verificar una hipótesis planteada. Pero este modo de funcionamiento sirve poco para las decisiones que hay que tomar. La vida no es un laboratorio, puesto que no es posible hacer experimentos. La vida es más bien un proyecto que hay que realizar. Para ese proyecto, la razón aprende de las experiencias compartidas, y a ella le corresponde comparar y apreciar los comportamientos más dignos. De ahí que se hagan más necesarias durante la época universitaria las disciplinas humanísticas, como son la literatura o la historia.

No obstante, estos conocimientos no son suficientes para avanzar en el camino de la vida con paso seguro. Tienen que ir de la mano de un ambiente que propicie esa búsqueda de la verdad. Es muy difícil avanzar en soledad por este camino porque fácilmente uno puede engañarse. Buscar la verdad es una tarea solidaria, que se hace acompañado de otro. En este sentido, resulta paradigmático el ejemplo de Sócrates, quien dialogaba para ayudar a sus interlocutores a detectar por sí mismos los planteamientos contradictorios que sostenían.

La misión de la Universidad puede sintetizarse en dos palabras: convivencia culta. En la medida en que proporcione un ambiente que facilite a los jóvenes estudiantes poder plantearse las grandes preguntas sobre el sentido de la vida y buscar las respuestas más verdaderas, la Universidad prestará un servicio que difícilmente puede realizar otra institución. Esto es debido a que la formación intelectual es algo más amplio que la formación académica o el aprendizaje de habilidades. Implica saber ejercer la inteligencia. En efecto, la inteligencia se ejercita cuando resolvemos ecuaciones o cuando invertimos en Bolsa, pero fundamentalmente tenemos inteligencia para dirigir nuestra vida.

A veces da la impresión de que el sistema educativo quiere equipar a los jóvenes con un cronómetro bien preciso. Parece que hay que saber hacer cosas útiles; y cuanto más útil sea aquello y menos tiempo requiera, mejor. Los jóvenes ya tienen suficientes cronómetros: más bien nos están pidiendo una brújula. La formación intelectual que se siembre en esta convivencia culta contribuirá a que cada universitario sea capaz de orientarse en el camino de su vida. No se trata tanto de saber hacer muchas cosas, sino más bien de discernir qué cosas vale la pena hacer.

El sistema universitario proporciona titulados al mercado laboral. Sin duda, es algo que viene bien para las empresas. Pero además de preparar buenos profesionales, la Universidad puede hacer algo más por aquellos ciudadanos que se encuentran en sus aulas, en atención a las necesidades sociales. Y es que la sociedad sobre todo demanda personas inteligentes que sepan dirigir su vida, para que así sean después competentes para dirigir la sociedad.

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