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El sacerdote (I)

La misión del sacerdote es indispensable para la Iglesia y para el mundo. El ha sido puesto para difundir y consolidar el Reino de Dios y afianzar el amor y la verdad; y además, ser el mensajero de la esperanza, de la reconciliación y de la paz, hoy mas que nunca entre los hombres.

Para ser ministros del Evangelio eficaces es necesario el estudio y una esmerada y permanente formación teológica e intelectual, pero mas necesaria aún es la ciencia que se aprende en el trato íntimo y personal con Dios. Solo así podremos cooperar eficazmente en el designio de Dios que se realiza en la historia, en la medida en que Jesús se convierta en el centro de los corazones humanos. Las promesas sacerdotales que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que cada año renovamos el Jueves Santo en la Misa Crismal nos recuerda este constante compromiso.

No debemos olvidar nunca que nadie hace sufrir mas a la Iglesia, cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de los que se convierten en ladrones de las ovejas, ya sea porque las desvían con sus doctrinas o ideas personales, ya sea porque las escandalizan con sus pecados, o por no cumplir con generosidad y entrega nuestro ministerio sacerdotal, al privar de tantos bienes por nuestra negligencia o culpa a almas que nos han sido encomendadas.

No experimentemos amarguras, ni aflijamos a los fieles con lamentaciones y filípicas, sino que debemos tener la conciencia íntima de que el mundo está en manos de Dios, el cual a través de las dificultades actuales está preparando algo nuevo. A nosotros, humildes servidores de Dios y de su pueblo, nos toca anunciar la buena nueva de que Dios no abandona a sus hijos. Esto es fácil decirlo, sin embargo, ¿cuántos esfuerzos de sacerdotes virtuosos ha costado? ¿Cuántas desilusiones han sufrido muchos de ellos? ¿Cuántas sorpresas han experimentado? Pero todos hemos aprendido a quejarnos mas con el Señor que con los fieles y hemos agudizado nuestra mirada para descubrir y entender lo que está emergiendo y considerar con simpatía movimientos nuevos asi como también muchas iniciativas que han crecido sin que hayan sido obras nuestras.

Con el paso de los años hemos comprendido que es mejor y más evangélico anunciar la belleza y la riqueza de nuestra fe, que mortificar al hombre frágil. Hay que ayudar a los hombres descarriados y equivocados, pero sinceros, a encontrar el camino de salvación y abandonar los caminos del mundo.

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