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¿Justicia indígena o barbarie?

El «año nuevo aimara», el 21 de junio, el solsticio de invierno en el hemisferio austral, ha sido declarado fiesta oficial por el gobierno de Evo Morales, en el último episodio de lo que Eric Hobsbawm llamó la «invención de la tradición»: crear mitos nacionales modernos con objetivos políticos. Los ideólogos del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido oficialista, han creado un calendario que en 2010 marca «el año 5518 de la cultura andina», una cifra que estima en 5.000 años la edad de Tiahuanaco, el reino prehispánico más antiguo de los Andes centrales, sumados a los 518 años transcurridos desde 1492. Esta fecha es tan arbitraria como cualquier otra: los arqueólogos y antropólogos sostienen que la cultura Tiahuanaco puede remontarse como máximo al 1200 AC. La celebración del año nuevo aimara –el Inti Raymi, la fiesta del sol, como se llama en Perú– se realiza desde hace no más de 30 años en Bolivia y comenzó con el impulso de las agencias de turismo.

El año nuevo aimara no es el único ejemplo de invención de nuevas tradiciones supuestamente prehispánicas. En los tres países centroandinos –Ecuador, Perú y Bolivia– el creciente protagonismo de los movimientos indígenas ha estado acompañado por el uso de la wiphala –la bandera con los siete colores del arco iris– como símbolo de identificación colectiva. El 21 de enero de 2000, la wiphala fue utilizada por los manifestantes de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) para marcar simbólicamente la «toma» de los principales recintos del poder: el Congreso de la República, el Palacio de Carondelet y la Plaza Grande de Quito. Desde la llegada al poder de Morales, la wiphala preside todas las ceremonias oficiales y en Perú es la bandera oficial de la ciudad de Cuzcoy flamea en su municipalidad.

Inka Waskar Chukiwanka, un intelectual aimara boliviano, que tras una larga militancia en organizaciones indigenistas fue diputado nacional, podría considerarse el Sabino Arana del neonacionalismo étnico andino. Chukiwanka se declaró «redescubridor» de la wiplaha y restaurador del «año nuevo indio», además de atribuirse la recuperación de la escritura del milenario idioma tawa, de inventar el calendario marawata –o calendario indio– y recuperar muchos nombres indígenas que ahora han vuelto a utilizarse para bautizar niños aimaras. Hay otros aspectos de esa «invención de la tradición» menos inofensivos. El 15 de diciembre de 2009 cuatro personas fueron asesinadas y una gravemente herida después de que una turba invadiera una comisaría de policía y prendiera fuego a cuatro presuntos ladrones en Cochabamba. En años recientes, los linchamientos se han hecho frecuentes en Bolivia. En 2005 se reprimieron siete casos, 10 en 2006, 48 en 2007 y 42 en 2008.

Tras los linchamientos de Cochabamba, la ministra de Justicia, Celima Torrico, declaró que «tomar justicia por nuestras propias manos no está reconocida por las normas internas del país ni tampoco en nuestra Constitución». Sin embargo, los casos se repitieron. El 9 de junio de 2010, un sospechoso de violación fue linchado por una comunidad indígena en Potosí, pocos días después de la tortura y asesinato de cuatro policías en la misma región por una asamblea de «ayllus [clanes]guerreros». Esa zona es una conocida ruta de contrabando de automóviles procedentes de Chile y sus pobladores habían acusado a los policías de extorsión y asesinato. El último caso grave ocurrió el 15 de septiembre de 2010. Tres hermanos de Tapacarí, cerca de Cochabamba, fueron golpeados con palos, atados de pies y manos y enterrados vivos en una tumba que fueron forzados a cavar ellos mismos por 60 campesinos indígenas que los acusaron de haber asesinado a un miembro de su comunidad. La Conferencia Episcopal de Bolivia (CEB) culpó implícitamente al gobierno de Morales de alentar la justicia indígena, pero sin definir sus límites o su interrelación con la justicia nacional.

La declaración de la CEB, «La vida, un sagrado regalo de Dios», decía que «por cierto tiempo estos crímenes han estado ocurriendo, pero en años recientes ellos se han incrementado en número y las características de la violencia se han vuelto más brutales e inhumanas, siendo justificados con argumentos insostenibles… Incluso [es] más preocupante… que las autoridades responsables de la aplicación de la ley y la defensa de los derechos de los ciudadanos no pueden prevenir o castigar adecuadamente a los perpetradores de esa clase de actos». A diferencia de Rafael Correa, que ha criticado los castigos corporales y linchamientos públicos en comunidades indígenas ecuatorianas, Morales ha dado una respuesta equívoca, enviando a funcionarios públicos a negociar con los ayllus que han tomado la justicia por sus manos.

Reunidos en asamblea tras el asesinato de los cuatro policías, los miembros de los ayllus de Potosí declararon que habían aplicado la «justicia comunitaria», reclamaron respeto a su decisión, rechazaron ser procesados en los tribunales y demandaron la legalización del contrabando de coches en «sus territorios». Los cuatro policías habían ingresado en la zona para investigar el robo de dos vehículos y fueron emboscados por cientos de indígenas. Tras su ejecución sumaria fueron enterrados en distintas aldeas. El defensor del Pueblo, Rolando Villena, aseguró que no habría indulto ni amnistía para los culpables. Por su parte, los familiares de los policías declararon que buscarían justicia ante tribunales internacionales si las instancias judiciales del país no intervenían. Los cuerpos de los cuatro policías fueron devueltos a sus familias, pero sólo después de firmar un compromiso de que no iniciarían acciones penales contra los ayllus. Aún así, las familias han denunciado a la comunidad indígena y han presentado cargos contra funcionarios del gobierno y comandantes de la policía por negligencia.

El pasado 8 de junio, el grupo parlamentario del MAS aprobó en Diputados una nueva «ley de justicia» que, entre otras cosas, codificaba la aplicación de una justicia «originaria» o «comunal» en las comunidades indígenas, acorde con un sistema «plurinacional» de justicia. El gobierno sostiene que la «justicia comunitaria» no permite tomarse la justicia sin los procedimientos judiciales debidos y que el Senado, también dominado por el MAS, clarificará las dudas que rodean las diferentes áreas de jurisdicción con la promulgación de una nueva «ley de demarcación jurisdiccional».

Aunque los linchamientos no son un fenómeno nuevo en Bolivia, al gobierno de Morales le corresponde clarificar su revisión del sistema judicial. No se sabe si el derecho indígena abarcará los delitos menores, como disputas de tierra, o crímenes mayores, como el homicidio. El Ministerio del Interior y Justicia sostiene que los linchamientos son una «perversión» de la justicia comunitaria. Para evitarlas, el proyecto de ley de zonas jurisdiccionales debería condenar explícitamente los linchamientos, determinando que esas prácticas extremas de «justicia» por mano propia serán juzgadas por la justicia ordinaria. En parte, el problema deriva del desprestigio del sistema judicial. Pero los fiscales ya han obtenido condenas contra los culpables de haber linchado y quemado al alcalde de Ayo-Ayo en 2004 y contra algunos de los implicados en las muertes de tres policías en Epizana (Cochabamba). Sin embargo, todos los inculpados han apelado. Hasta que no se emitan sentencias definitivas, la justicia boliviana seguirá bajo sospecha.

Bolivia no es el único país en afrontar la tensión entre el sistema indígena de justicia y el sistema oficial. En mayo de 2010, Rafael Correa denunció como una monstruosidad el hecho de que un joven fuera condenado a ser desollado por los «ancianos» de una comunidad indígena de Cotopaxi tras haber sido acusado de asesinato. La constitución ecuatoriana de 2008 reconoció «el derecho colectivo de los pueblos indígenas a crear leyes y derechos». Pero la carta no define claramente la interrelación entre los dos sistemas de justicia. Tampoco el Congreso ecuatoriano ha logrado aprobar una ley estableciendo mecanismos para coordinar los dos sistemas de justicia y definir el alcance de la justicia indígena.

El escándalo en Ecuador alcanzó proporciones mayores cuando varias cadenas de televisión mostraron a un indígena de 22 años siendo torturado frente a unos 2.000 miembros de su comunidad. Orlando Quishpe fue acusado por los «ancianos» del asesinato de un amigo suyo el 9 de mayo y lo condenaron ser flagelado en público. Quishpe fue obligado a caminar desnudo alrededor de una plaza, cargando una bolsa llena de rocas mientras era azotado con ramas espinosas y empapado con agua helada. Luego, 20 «jefes» de la comunidad le infligieron latigazos. Una semana antes, otros cinco jóvenes acusados de ser cómplices de Quishpe recibieron un trato similar. Algunos días después del caso de Cotopaxi, dos indígenas fueron quemados vivos en la provincia de Orellana. Cuando la policía local detuvo a ocho miembros de una familia acusados del crimen, los presuntos culpables afirmaron que habían aplicado la «justicia indígena». Correa declaró que los implicados en esos delitos se enfrentarían a la justicia y criticó a Vicente Tibán, fiscal para asuntos indígenas en Cotopaxi, por afirmar que la justicia indígena había sido «suficiente». Tibán renunció.

Correa amenazó con enviar a las fuerzas armadas a las zonas donde se pretenda aplicar la justicia indígena, lo que ha deteriorado –quizá irreparablemente– sus relaciones con el movimiento indígena, que contribuyó a su triunfo en 2007. Pachakutik, el brazo político de la Conaie, presentó una demanda judicial contra Correa por «etnocidio, genocidio, xenofobia y racismo». Una de sus dirigentes, Lourdes Tibán, lo acusó de «agresión psicológica» contra los indígenas por no aceptar las «diferencias inherentes a un Estado plurinacional consagrado en la Constitución». El texto, de 2008, establece que las comunidades indígenas pueden aplicar sus propias leyes para resolver los conflictos internos según sus costumbres, siempre que no contravengan la Constitución y los tratados internacionales sobre derechos humanos. Sin embargo, el artículo 171 estipula que el Estado debe respetar las decisiones judiciales indígenas y que debe aprobarse una ley que establezca «claros mecanismos para coordinar» los dos sistemas judiciales. La ley está estancada en la Asamblea Nacional porque los legisladores temen que cualquiera que sea el texto final provoque nuevas protestas indígenas.

El llamado Estado plurinacional se ha quedado en una mera declaración de intenciones porque la clase política y el gobierno son conscientes de que muchas tradiciones indígenas tienen un difícil encaje en un Estado de derecho moderno. Los seis jóvenes azotados públicamente en La Cocha trabajaban en Quito y visitaban a su comunidad sólo esporádicamente, por lo que los valores y tradiciones indígenas les eran cada vez más ajenos. Ante esa indecisión, la ruptura entre Correa y la Conaie terminó de consumarse. En un viaje a Caracas el pasado julio, Correa dijo ante la Asamblea Nacional venezolana que «la más grande amenaza al socialismo del siglo XXI» no proviene de la derecha sino del «izquierdismo infantil», un sector en el que incluyó a la Conaie. A su vez, su presidente, Marlon Santi, replicó que «el socialismo del siglo XXI del que habla Correa es una repetición de las prácticas neoliberales y clientelistas de los gobiernos pasados». Santi está siendo investigado por «sabotaje y terrorismo» tras participar en las protestas de junio de 2010 en Otavalo contra una reunión a la que asistían Hugo Chávez y Evo Morales.

Sectores afines a Correa han atribuido a la Conaie y a Pachakutik un proyecto «etnocentrista». Tras la rebelión policial del pasado 30 de septiembre, en la que Correa vio un intento de golpe de Estado, su gobierno acusó a la Conaie de conspirar con partidos de ultraizquierda y la oposición conservadora para desestabilizarlo. Culpó a la Conaie por haber rechazado, en septiembre de 2009, la ley de recursos hídricos para retener su control de las instituciones públicas orientadas al sector indígena en educación, salud y desarrollo, lo que, según él, abrió la coyuntura que desencadenaría un año más tarde la insubordinación policial. Intelectuales afines al gobierno y políticos oficialistas han acusado a la Conaie y a Pachakutik de recibir fondos de USAID, la agencia de EEUU para el desarrollo, y la ONG estadounidense National Endowment for Democracy (NED). El 30 de septiembre, la Conaie condenó cualquier intento de golpe de Estado, pero acusó con dureza al gobierno de Correa de ser una «democracia dictatorial» al haber «secuestrado todos los poderes del Estado, formado alianzas con grupos de poder económico en la minería y el petróleo y criminalizado la protesta social y perseguido a los dirigentes populares y al movimiento indígena».

En realidad, el distanciamiento viene de lejos. En su primera campaña presidencial, Correa, que de adolescente vivió un año en una comunidad indígena, buscó el apoyo de la Conaie. Su Movimiento País propuso a Pachakutik una fórmula encabezada por Correa y con Luis Macas, líder de Pachakutik, como vicepresidente. «¿Y por qué no al revés?, le replicaron. Según versiones autorizadas, la reacción inmediata de Correa fue: «Yo no estoy para ser segundo de nadie», lo que sus interlocutores interpretaron como un señal de racismo. Aunque el movimiento indígena decidió apoyar a Correa sin contrapartidas, sus relaciones nunca fueron fluidas y se deterioraron a medida que Correa comenzó a atacar a Pachakutik, que presentó candidatos propios a la Asamblea Constituyente.

En 1990 la Conaie convocó el primer levantamiento indígena de la historia moderna de Ecuador. Desde entonces se convirtió en un actor político nacional importante y años después (1997 y 2000) fue el desencadenante de las crisis políticas que derrocaron a los presidentes Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad. Pero la primera participación política de Pachakutik en el gobierno nacional fue traumática. Tras ser elegido presidente, Lucio Gutiérrez, que lideró el levantamiento contra Mahuad, nombró ministros a varios de sus dirigentes. Pero Pachakutik, que siempre había luchado por el no pago de la deuda y contra el FMI, se quedó sin piso político cuando Gutiérrez firmó una carta de intención con el FMI en la que se comprometía a aumentar el precio de la gasolina y promover las privatizaciones.

Las discrepancias entre la Conaie y Correa están lejos de ser coyunturales. Según su programa, dado que los indígenas representan el 40% de la población, los pueblos indígenas deberían tener derecho a una representación proporcional y directa en el Parlamento. El gobierno califica esa posición de etnocrática y tampoco ha admitido que los indígenas tengan derechos especiales en la explotación de recursos naturales en territorios que ellos consideran «ancestrales» a pesar de que reconoce circunscripciones territoriales indígenas especiales.

Hugo Chávez, fiel aliado de Morales y Correa, tiene dilemas similares. El artículo 119 de la Constitución venezolana reconoce «la existencia de los pueblos y comunidades indígenas, su organización social, política y económica, sus culturas, usos y costumbres, idiomas y religiones, así como su hábitat y derechos originarios sobre las tierras que ancestral y tradicionalmente ocupan y que son necesarias para desarrollar y garantizar sus formas de vida» y dice que corresponde al Ejecutivo, con la participación de los pueblos indígenas, «demarcar y garantizar el derecho a la propiedad colectiva de sus tierras, que serán inalienables, imprescriptibles, inembargables e intransferibles». El artículo 260 de la Constitución dice que las autoridades legítimas de los pueblos indígenas podrán aplicar en su hábitat «instancias de justicia» con base en sus tradiciones ancestrales y que sólo afecten a sus integrantes, según sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a esta Constitución, a la ley y al orden público. Sin embargo, el gobierno de Chávez ha impulsado una política sistemática de reorganización del tejido social y productivo de los pueblos indígenas –sin excepción– en consejos comunales y comunas socialistas. Incluso altos funcionarios públicos han declarado que la contraparte oficialmente reconocida para relacionarse con el gobierno son los consejos comunales y no las autoridades tradicionales. Es difícil creer que las imágenes de indígenas venezolanos con camisetas rojas con la frase «Patria, socialismo o muerte» constituya la vía para reconocer la «otredad» cultural de los pueblos indígenas venezolanos.

El dilema de pluralismo jurídico: ¿hacia un Estado etnocrático?

Según Henri Favre, el resurgimiento de la «indigenidad» es la manifestación latinoamericana del reconocimiento étnico que acompaña, a escala internacional, el proceso de globalización. Aunque el movimiento indianista ha querido compatibilizar la defensa de la plurinacionalidad con las naciones actuales, el multiculturalismo constitucional ha generado demandas de jurisdicciones donde deben regir sus propias instituciones y formas tradicionales de organización social, económica, jurídica y política. En cierto sentido, la lucha indígena es la lucha por un derecho a crear leyes y derechos.

Para millones de indígenas diseminados en múltiples comunidades rurales y urbanas, las cuestiones de territorio están intrínsecamente vinculadas a la vigencia de las normas tradicionales. Desde esa perspectiva, dado que los pueblos indígenas son pueblos y naciones «originarios», sus derechos colectivos tendrían una cierta «precedencia histórica» y, por ello, no se les deben otorgar sino simplemente reconocer como parte imprescindible de sus instrumentos de supervivencia y resistencia contra la asimilación cultural y el etnocidio.

Pero con ello, como reconoce Boaventura de Sousa Santos, cuya obra sobre el pluralismo jurídico tuvo una gran influencia en los procesos constituyentes boliviano y ecuatoriano, lo que se pone en cuestión es el propio concepto liberal de la ciudadanía. La transición del capitalismo al socialismo, según Santos, no se limita a un proceso económico: es sobre todo una transición del colonialismo a la autodeterminación, al fin del racismo y a la posibilidad de la convivencia de diferentes nacionalidades dentro del mismo Estado. Ahí empiezan los problemas de la soberanía, a pesar de que Santos crea que con el pluralismo jurídico se refuerce la idea de una nacionalidad hecha de diversidad y de una soberanía «dispersa, compartida y polifónica». En un discurso en Quito, Santos sostuvo que las nacionalidades e identidades que se juntan para un proyecto nacional con sus propias reglas de pertenencia, con sus formas ancestrales, con su derecho y sus autonomías, no hacen peligrar la nación. «Al contrario, la refuerzan», subrayó, añadiendo que está surgiendo en América Latina un nacionalismo nuevo, de izquierda, que es plurinacional. Para Santos, que asesoró a los constituyentes bolivianos en cuestiones de pluralismo jurídico, se trata de rescatar la «justicia histórica» porque el constitucionalismo moderno borró las diferencias en nombre de la igualdad.

En cierto modo, se trata de una visión arcaísta del mundo indígena, muy parecido a la del indigenismo original de los años 30 que en un lenguaje exaltado y poético trazaba idílicas descripciones de sociedades igualitarias en comunión con la naturaleza y en las que reinaban generosos sentimientos solidarios y a las que las influencias extranjerizantes no habían conseguido degradar. En realidad, esa visión del mundo indígena está conformada por creencias indemostrables sobre la existencia en el mundo andino de una civilización moralmente superior a la occidental.

En Quito, Santos aconsejó a su audiencia ecuatoriana reforzar ese nuevo nacionalismo y «no desacreditar a las dirigencias indígenas», justamente lo que hizo Correa poco después cuando las exigencias del movimiento indígena desbordaron lo que su gobierno estaba dispuesto a conceder a esos nuevos micronacionalismos que registran la existencia de 13 nacionalidades y 17 pueblos indígenas diferentes entre sí, entre ellas algunas, como los Záparo amazónicos, con poco más que un centenar de miembros.

En último término, en este asunto hay cuestiones ineludibles sobre los derechos humanos, que en su libro Sociología jurídica crítica Santos considera «un particularismo occidental». Según el sociólogo portugués, la concepción del Estado como fuente única y exclusiva del derecho está en la raíz del «centralismo jurídico» de la teoría política liberal y la «hipótesis legal positivista», que declaró no existentes a todos los órdenes normativos ajenos a la noción del derecho surgido de las revoluciones burguesas europeas. Dado que la construcción del Estado moderno exigió la homogenización de las diferencias sociales y territoriales, ahora se trata, sostiene, de rescatar el «potencial emancipador» de esos órdenes jurídicos privados –locales, comunitarios, indígenas…– a los que la teoría liberal hegemónica del Estado y del Derecho niega la calidad de Derecho. El objetivo es generar una forma de justicia que contradiga el espectro de la justicia oficial, considerada como «costosa, lenta, esotérica, excluyente y propia de los sociedades capitalistas».

El pluralismo jurídico utiliza un esquema marxista para plantear el problema y proponer soluciones: todo se reduce a una relación desigual entre un sistema jurídico dominante (oficial) y otro dominado (no oficial) y que en América Latina reproduce el elemento central de la «dominación etnocrática», es decir, la renuencia del derecho estatal a reconocer las leyes de los pueblos originarios. En ese esquema, los asuntos referidos a la democracia –que hace que un Estado de Derecho refleje la voluntad popular y las leyes que una sociedad se concede voluntariamente– son marginales o irrelevantes. El nacionalismo dominante es en esa concepción solo una máscara de la dominación étnica de los descendientes de los colonizadores europeos, siempre temerosos a las secesiones caóticas. Esos «Estados etnocráticos» no solo serían falsos Estados nacionales sino además, en los casos en los que los pueblos indígenas son la mayoría de la población, Estados «doblemente falsos».

Dado que para el liberalismo los derechos son prerrogativas de los individuos y no de las entidades colectivas a las que éstos pertenecen, todo el sistema se debe reformular a partir del reconocimiento de los derechos colectivos con el fin de proteger de modo adecuado a los pueblos y colectividades a los que esos individuos pertenecen. Así, los Estados no solo deben abstenerse de interferir en los derechos colectivos de las minorías, sino que además deben proveer un respaldo activo al goce de esos derechos, sin los cuales los grupos minoritarios siempre estarán en desventaja. Pero las dudas se multiplican cuando se desafía al monopolio estatal de la producción y distribución del derecho, tan vital para un Estado como el de las armas y la violencia organizada, un temor que no es privativo de gobiernos conservadores, como lo atestiguan los problemas del gobierno sandinista de Daniel Ortega con los misquitos de la costa atlántica nicaragüense y los de Correa con la Conaie.

Conclusiones: La idea del constitucionalismo multicultural como desagravio por las injusticias e inequidades perpetradas contra los indígenas es tan bien intencionada que ha ganado en muchos países de la región esa amplia aquiescencia que se llama consenso. Resulta casi sacrílego ponerlo en duda. Sin embargo, la división de un Estado nacional en una miríada de cantones étnicos, cada uno dotado de sus propias leyes y códigos civiles y penales, conlleva múltiples riesgos.

Varios de los gobiernos de la región han mantenido el tema de la nación en el primer plano de sus preocupaciones y prioridades políticas, convencidos de la imposibilidad de crear un Estado verdaderamente «nacional» con el lastre de procesos de nacionalización y ciudadanía incompletos, muchos de ellos ligados a la crónica irresolución de los problemas étnicos. Como casi siempre ocurre en el continente, la solución ha pasado por redactar nuevas constituciones. La «obsesión constituyente» obedece a una cultura política profundamente marcada por la idea de que cambiar la ley cambiará también la realidad. Se trata de una idea curiosa: si en alguna región del mundo esa tesis demuestra su falsedad es en América Latina, donde el culto formal a la ley coexiste con la indiferencia social a su vigencia efectiva. Si los políticos tienen un desempeño desastroso, la clave de la solución está en una nueva constitución.

Habitualmente, los productos finales son documentos interminables. Mientras la constitución de EEUU tiene siete artículos y 27 enmiendas, la actual de Venezuela tiene 350 artículos, la de Bolivia 411 y la de Ecuador 444. La constitución boliviana, por ejemplo, garantiza el derecho a la alimentación, al agua, la educación y la sanidad gratuitas, la electricidad, el gas, el teléfono, la identidad cultural, la privacidad, al honor, a la dignidad y a una vida libre de tortura y violencia física, psicológica o sexual. Hay derechos especiales para 18 diferentes pueblos indígenas.

Pero los problemas de salud pública no se pueden resolver con un artículo constitucional que garantice ese derecho, como tampoco se puede acabar con la discriminación racial criminalizándola en el código penal o creando nuevas jurisdicciones etnocráticas de signo contrario que podrían fosilizar, para garantizar una supuesta modernidad alternativa, un orden social comunitario premercantil y preindustrial. Solo quienes no han tenido el riesgo de soportar la enfermedad o el analfabetismo pueden lamentar la llegada de una carretera y la implantación de una escuela pública o un puesto médico en un pueblo.

Para millones de indígenas en los Andes centrales la autoridad oficial es simbólica, porque viven confinados en un mundo al que las instituciones políticas, judiciales y económicas del país moderno casi nunca llegan, y si lo hacen, llegan deformadas, sólo para perjudicarlos. Pero la solución propuesta –un pluralismo jurídico que legitime cualquier ordenamiento normativo solo por el hecho de ser tradicional– podría proporcionar un escudo para que se refugie la barbarie, permitiendo a ciertos grupos étnicos organizarse de manera coactiva para controlar las conductas privadas de sus miembros.

En América Latina, como en el resto del mundo, la concepción jacobina y centralizadora de la nación –que tolera la diversidad étnica o religiosa mientras se mantengan en privado o en el entorno familiar– se enfrenta a concepciones más abiertas y plurales de la nacionalidad. La lucha por el respeto de las especificidades culturales de las minorías ha experimentado un crecimiento progresivo que en este siglo se situará en un nivel similar a las reivindicaciones por los derechos civiles, políticos y sociales.

Como en otras latitudes, ello conlleva los riesgos de favorecer repliegues o enclaustramientos comunitarios, de dividir a las sociedades en grupos opuestos o impedir la comunicación entre los grupos. El respeto interétnico no es irreconciliable con una identidad mestiza de libre elección. La obsesión por la pureza cultural puede crear nuevos guetos en los que vuelvan a florecer la discriminación y los prejuicios.

El liberalismo político se desarrolló como un antídoto contra teorías políticas que consignan a las personas a destinos determinados por la casta, la clase, la raza, la etnia, las costumbres, las tradiciones y las condiciones sociales heredadas. La salida a ese determinismo se logra mediante un régimen de derechos y libertades civiles y una justicia independiente para garantizar su cumplimiento. Desde esa visión, la tolerancia del multiculturalismo no puede ser ilimitada: el Estado sólo puede apoyar la autonomía cultural de los grupos étnicos en el marco de un determinado conjunto de principios éticos y políticos. Los derechos constitucionales establecen límites para cualquier colectividad porque su propósito es dar poder a los individuos. Con ello inevitablemente ponen en peligro las formas de vida colectiva de los grupos tribales, étnicos o religiosos.

En un orden jurídico liberal, la supervivencia de comunidades diferentes es solo una posibilidad abierta. Refiriéndose al caso de Canadá, en su libro On toleration, Michael Waltzer sostiene que debido a que fueron conquistados y a una larga subordinación, los pueblos indígenas tienen derecho a un mayor ámbito legal y político para organizarse e impulsar su antigua cultura. Pero ese derecho colectivo está limitado por los derechos individuales de sus miembros, dado que ellos también son ciudadanos: cualquiera de ellos puede decidir marcharse, vivir fuera o quedarse dentro oponiéndose a las prácticas y normas tradicionales y a los líderes establecidos.

El Estado-nación debe tolerar a las naciones indígenas, pero al mismo tiempo ellas deben tolerar a sus miembros como individuos que pueden rechazar su forma de vida nacional. Las dos formas de tolerancia coexisten, aunque los detalles de esa coexistencia tengan que desarrollarse legislativamente para fijar los ámbitos propios de su autonomía. En el caso de los linchamientos o los castigos corporales, ese principio tiene una traducción legal inequívoca: el Estado tiene que considerar como asesinos o torturadores a quienes perpetren esos crímenes. No puede haber excusas de tipo religioso, cultural o étnico para el linchamiento de la justicia.

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