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Cuando se creía en la acción de la gracia

El día 8 de agosto de 1910 la Sagrada Congregación de los sacramentos promulgaba el decreto Quam singulari. Este decreto, tratando de la edad en que admitir a los niños a la primera comunión eucarística (de aetate admittendorum ad primam communionen eucharisticam), completaba una serie de pronunciamientos que a partir del pontificado de León XII habían visto cada vez con mayor favor la comunión frecuente. Problema para nada marginal en la época moderna. No por nada desde mediados del siglo XVII diferentes escuelas, que sólo por pereza historiográfica se identifican sic et simpliciter con la jesuita y la jansenista, se habían enzarzado sobre el problema, que es pastoral, sin duda, pero dado que cataliza toda una dogmática y una eclesiología, toca el corazón del hecho cristiano.

Hablábamos de León XIII. Pues bien, uno de los últimos actos solemnes de su pontificado fue la encíclica Mirae caritatis del 28 de mayo de 1902, dedicada precisamente a la santísima eucaristía. «Nos, próximos a partir de esta vida», escribe el Papa, «nada más feliz podemos desear que excitar en las almas y alentar en los espíritus los debidos afectos de gratitud y religión al admirable Sacramento, en el que juzgamos principalmente apoyar la esperanza y resultado de la paz y salvación tan buscadas por los cuidados y trabajos de todos». Por esto el Papa quiso entre otras cosas que se corrigiera «el vulgar pernicioso error de los que sienten que el uso de la Eucaristía debe tan sólo dejarse para los que alejados de los negocios y de espíritu pusilánime pretenden vivir tranquilos en la práctica de una vida piadosa. Este es, pues, asunto al cual ningún otro supera en excelencia y saludable eficacia, y que atañe a todos sin excepción, sea el que quiera su oficio y posición de cuantos quieran y ninguno debe hacer que no quiera, fomentar en sí la vida de la divina gracia, cuyo término es la consecución de la vida bienaventurada con Dios».

Pío X, que sucedió a León XIII, persigue el mismo propósito de su predecesor y con el decreto Sacra Tridentina Synodus, emanado por la Sagrada Congregación del Concilio el 20 de diciembre de 1905, invita a todos los fieles con uso de razón a la comunión frecuente e incluso cotidiana, dictando como únicas condiciones el estado de gracia y la recta intención. Con el decreto Quam singulari, Pío X no hará más que determinar la edad en que ha de considerarse alcanzado el uso de razón y las consecuencias desde el punto de vista sacramental de esta determinación. El decreto no se recomienda sólo por las ocho normas puntuales (que ofrecemos en su totalidad) que habrán de reglamentar hasta casi nuestros días la admisión de los niños a la confesión y la comunión, sino también por el realismo y la piedad con que se contempla la fragilidad de la condición humana: «Y aunque a la primera Comunión preceda una preparación diligente y una confesión bien hecha, lo cual no en todas partes ocurre, siempre resulta tristísima la pérdida de la inocencia bautismal, que, recibiendo en edad más temprana la Santa Eucaristía, acaso pudiera haberse evitado». Permítasenos subrayar en ese «lo cual no en todas partes ocurre», contrapuesto a «siempre», el realismo de tipo natural y sobrenatural de una Iglesia aún experta en humanidad. Al poner de relieve daños mayores de las presuntas ventajas de una preparación «diligente» («lo cual no en todas partes ocurre», recordemos), el decreto sigue diciendo: «Tales daños ocasionan los que insisten tenazmente, más de lo debido, en exigir que a la primera Comunión antecedan preparaciones extraordinarias, no fijándose quizá en que tales excesivas precauciones son resto de errores jansenistas, pues sostenían que la Santísima Eucaristía era un premio, pero no medicina de la fragilidad humana. Muy al contrario sentía el Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. 2) al enseñar que era «antídoto para librarnos de las culpas diarias y para preservarnos contra los pecados mortales» […]. Ni hay justa razón para que, si en la antigüedad se distribuían los residuos de las Sagradas Especies a los niños, aun a los de pecho, ahora se exija extraordinaria preparación a los niños que se encuentran en el felicísimo estado de su primera inocencia, los cuales, por muchos peligros y asechanzas que les rodean, tanto necesitan de este místico Pan». A veces la actualidad no coincide con la contemporaneidad.

Ofrecemos a continuación los ocho puntos normativos del decreto Quam singulari.

I. La edad de la discreción, tanto para la confesión como para la Sagrada Comunión, es aquella en la cual el niño empieza a raciocinar; esto es, los siete años, sobre poco más o menos. Desde este tiempo empieza la obligación de satisfacer ambos preceptos de Confesión y Comunión.

II. Para la primera confesión y para la primera Comunión, no es necesario el pleno y perfecto conocimiento de la doctrina cristiana. Después, el niño debe ir poco a poco aprendiendo todo el Catecismo, según los alcances de su inteligencia.

III. El conocimiento de la religión, que se requiere en el niño para prepararse convenientemente a la primera Comunión, es aquel por el cual sabe, según su capacidad, los misterios de la fe, necesarios con necesidad de medio*, y la distinción que hay entre el Pan Eucarístico y el pan común y material, a fin de que pueda acercarse a la Sagrada Eucaristía con aquella devoción que puede tenerse a su edad.

IV. El precepto de que los niños confiesen y comulguen afecta principalmente a quienes deben tener cuidado de los mismos, esto es, a sus padres, al confesor, a los maestros y al párroco. Al padre, o a aquellos que hagan sus veces, y al confesor, según el Catecismo Romano, pertenece admitir los niños a la primera Comunión.

V. Una o más veces al año cuiden los párrocos de hacer alguna comunión general para los niños, pero de tal modo, que no sólo admitan a los noveles, sino también a otros que, con el consentimiento de sus padres y confesores, como se ha dicho, ya hicieron anteriormente su primera Comunión. Para unos y para otros conviene que antecedan algunos días de instrucción y de preparación.

VI. Los que tienen a su cargo niños deben cuidar con toda diligencia que, después de la primera Comunión, estos niños se acerquen frecuentemente, y, a ser posible, aun diariamente a la Sagrada Mesa, pues así lo desea Jesucristo y nuestra Madre la Iglesia, y que los practiquen con aquella devoción que permite su edad. Recuerden, además, aquellos a cuyo cuidado están los niños, la gravísima obligación que tienen de procurar que asistan a la enseñanza pública del Catecismo, o, al menos, suplan de algún modo esta enseñanza religiosa.

VII. La costumbre de no admitir a la Confesión a los niños o de no absolverlos nunca, habiendo ya llegado al uso de la razón, debe en absoluto reprobarse, por lo cual los Ordinarios locales, empleando, si es necesario, los medios que el derecho les concede, cuidarán de desterrar por completo esta costumbre.

VIII. Es de todo punto detestable el abuso de no administrar el viático y la extremaunción a los niños que han llegado al uso de la razón, y enterrarlos según el rito de los párvulos. A los que no abandonen esta costumbre castíguenlos con rigor los Ordinarios locales.

* «Se llama acto con necesidad de medio cuando, ya sea por su propia naturaleza, ya sea en virtud del designio divino, es el único medio para conseguir la vida eterna y las ayudas necesarias para alcanzarla, de modo que su omisión, incluso involuntaria, hace imposible conseguir la salvación» (definición de la palabra necessité, preparada por Émile Amann para el Dictionnaire de Théologie catholique).

Original de 30giorni

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