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Quaestiones Quodlibetales III.- Pobres curitas inocentes

Entre las mejores novelas de detectives de todos los tiempos se encuentran, a mi juicio, las historias del Padre Brown, de Chesterton. En ellas, el protagonista es un «pobre cura de parroquia», bajito, anodino y con aspecto despistado que aplica la razón y el sentido común a resolver los enigmas y delitos que suceden en su entorno.

En una escena magistral de una de estas novelas, uno de los más grandes criminales del momento, Flambeau, intenta escandalizar al Padre Brown, revelándole los manejos criminales que ha llevado a cabo para robar una valiosa cruz de plata. Como respuesta, el P. Brown muestra, en breves instantes, un conocimiento amplísimo de prácticas criminales, algunas de ellas demasiado terribles para el propio Flambeau, que no había llegado a caer tan bajo. Ante la sorpresa y la incredulidad del ladrón, el P. Brown se limita a decir: No podemos evitarlo, al ser sacerdotes la gente nos cuenta estas cosas.

Por si se preguntan a qué viene todo esto, este fragmento de una novela de Chesterton me ha venido a la mente por la cuestión que me propuso, hace unos días, un lector:

Muy frecuentemente, cuando algún sacerdote opina sobre algo que tiene que ver con el matrimonio o la sexualidad, se le reprocha que habla de lo que no conoce… un sacerdote casado cerraba la boca de un plumazo a todos los que critican eso.

En primer lugar, como muy bien señala Chesterton, hay que dejar muy claro que esa imagen de «curitas» inocentes que se escandalizan ante el mal, los pecados de la gente o, en general, ante la «vida real», es totalmente fantasiosa. Los sacerdotes, por su misión específica, tienen un contacto constante con esa «vida real», pero a un nivel mucho más profundo que la mayoría de la gente, al escuchar y aconsejar a la gente que habla de su vida, su matrimonio, sus dificultades y sus miserias. No hay mejor escuela de los problemas, las miserias, los pecados y las esperanzas humanas que el confesionario.

Si conocen a algún sacerdote, prueben a preguntarle por su experiencia en el confesionario. Por lo que yo he visto, una de las sensaciones que atribuyen más frecuentemente los sacerdotes a su tarea como confesores (junto a otras más «elevadas» y mucho más importantes, por supuesto) es un cierto aburrimiento, porque al final, los pecados de todo el mundo son siempre los mismos. Todos nos parecemos muchísimo. Solemos tener la impresión de que nuestros líos, problemas y pecados son algo especial, que van a escandalizar al sacerdote o a extrañarle y, en realidad, lo más probable es que haya escuchado lo mismo varias veces ese mismo día.

En segundo lugar, no hay que perder de vista que los propios sacerdotes son humanos y cristianos, como nosotros. En ese sentido, comparten con todos nosotros las mismas tendencias, tentaciones muy similares, la misma confianza en Dios, igual debilidad, temores semejantes. Un sacerdote no habla a sus parroquianos desde una torre de marfil alejada de toda maldad o debilidad humana, sino desde la experiencia del que sabe lo que es luchar para ser fiel a Dios, caer y levantarse. Y esto es cierto para un sacerdote diocesano, para un obispo, para el Papa y para un monje de clausura.

Un signo, que me parece precioso, en las celebraciones comunitarias de la penitencia bien hechas es que los sacerdotes comienzan confesándose unos a otros. Me parece que es una clara señal de que todos los cristianos, clérigos y laicos, somos pecadores y estamos necesitados de la misma misericordia de Dios, de su luz en nuestra vida y de su gracia para poder cumplir su voluntad. El mismo San Pablo, apóstol del Señor resucitado, decía: me presenté a vosotros débil y temblando de miedo.

Finalmente y, sin duda, lo más importante: no podemos olvidar que el consejo que hay que buscar en un sacerdote no es de cualquier tipo. Lo que se busca en un sacerdote no es su experiencia personal, sino una palabra de discernimiento de parte de Dios y de la Iglesia. La idea es que pueda iluminar, desde la Revelación, las circunstancias concretas de la vida matrimonial de los fieles. Para eso es necesario alguien que conozca bien el Evangelio y la moral de la Iglesia y tenga experiencia en explicar y trasladar esa doctrina a la situación particular de cada uno de sus parroquianos. Más aún, se precisa una persona que, por el sacramento del orden, haya recibido la misión específica de Dios de guiar desde la fe a las personas que le estén encomendadas. Es decir, se busca que sea un verdadero pastor y no una oveja más lista que las otras.

Cuando tenemos una apendicitis, no buscamos a toda prisa en la guía telefónica en el apartado «Médicos que hayan sufrido apendicitis» para hallar uno que pueda hablarnos de su experiencia personal, sino que intentamos encontrar un buen cirujano que sepa operar y tenga experiencia en solucionar esa dolencia. No es que sea malo que el médico haya sufrido antes la misma enfermedad, sino que, en esencia, es irrelevante.

Por supuesto, habrá asuntos, que no sean de tipo no moral ni espiritual o que se refieran directamente a una experiencia personal concreta, en los que un sacerdote no sea la persona adecuada para aconsejar. Es evidente que, para saber cómo medir si la temperatura del agua del baño para los niños es la adecuada, se le pregunta a la abuela y no al párroco. Del mismo modo, en los cursillos prematrimoniales, por ejemplo, son muy apropiados y útiles los testimonios experienciales de parejas cristianas casadas, que mostrarán a los novios que es posible vivir cristianamente el matrimonio y superar las dificultades con la ayuda de Dios.

Creo que, sin darse cuenta, aquellos que afirman que es necesario tener sacerdotes casados para que puedan hablar de su experiencia matrimonial, lo que hacen es intentar que sea el sacerdote el que lo haga todo, también aquello que no pertenece propiamente a su misión, usurpando así lo que corresponde a los laicos, que también tienen mucho que ofrecer desde su propia misión específica. No se puede ni se debe esperar todo de los sacerdotes, pero sí aquello que entra dentro de la misión que Dios les ha confiado y a la que deben ser fieles.

Curiosamente, la objeción de que los sacerdotes no pueden aconsejar sobre la vida matrimonial porque son célibes es una mezcla explosiva de clericalismo y anticlericalismo, de idealismo con respecto al clero y desconfianza frente a él. Por un lado, imagina erróneamente que los sacerdotes son personas inmaculadas y alejadas del común de los mortales y por otro olvida que están cualificados, por su experiencia como pastores, sus estudios de teología y por la gracia del sacramento del orden, para ofrecer un discernimiento moral a los fieles. Supone ingenuamente que los sacerdotes deben aconsejarnos sobre todos los temas y aspectos de la vida, aun los más concretos e intranscendentes, pero a la vez desprecia a los sacerdotes porque es imposible que tengan experiencia personal directa de todos esos aspectos de la vida.

El día que me casé recibí dos consejos muy diferentes sobre el matrimonio. Después del banquete, cuando procuraba pasar desapercibido para no tener que bailar (ya que la experiencia del vals no había sido muy buena y, probablemente, mi mujer cojeará toda su vida como consecuencia del mismo), un amigo me aconsejó: Tú, desde el primer día, deja muy claro que no tienes ni idea de cómo se utiliza la plancha, ni de cómo se pone la lavadora y que el lavavajillas y la aspiradora te dan miedo. A esta perla de sabiduría añadió otras similares que no repetiré, por si alguna vez se le ocurre a su mujer leer este blog.

Un rato antes, en la homilía, el sacerdote que nos casó, que también es un buen amigo mío (y que a veces se pasa por este blog), me preguntó: ¿Te casas para que te haga feliz tu mujer? La respuesta correcta, por si alguien lo duda, era No. Luego volvió a preguntar: ¿Te casas para hacer feliz a tu mujer? Aquí la cosa ya no estaba tan clara. El primer impulso era decir que sí, por lo menos para quedar bien. Sin embargo, este presbítero nos recordó que ningún ser humano puede dar la felicidad a otro. Nos dijo que teníamos que amarnos y dar la vida el uno por el otro, pero que la felicidad sólo la puede regalar Dios y no se encuentra en ningún otro sitio. Nos pidió que mirásemos juntos, como matrimonio, hacia Dios y que él nos ayudaría a querernos como somos, a ser generosos dando la vida por nuestros hijos y nos regalaría, por añadidura, la felicidad y la vida eterna.

Uno de los dos consejos provenía de la experiencia personal, el otro de la experiencia pastoral; uno de ellos mostraba una cierta astucia, el otro era reflejo de la Sabiduría que viene de lo alto. Dejo a los lectores que decidan por sí mismos cuál de los dos consejos me ha resultado más útil para mi matrimonio.

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