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Cambiar un gobierno por otro

Los levantamientos populares de Túnez y Egipto para derribar a sus gobiernos, podemos verlos como el ejercicio violento de una democracia directa, sin intermediarios.

La democracia, como gobierno del pueblo, no existe ni ha existido nunca. La muchedumbre solo es capaz de esporádicos impulsos violentos para derrocar aquellas tiranías que duran demasiado. La idea de democracia, más que poder del pueblo, lo que significa en la actualidad es un procedimiento más o menos ingenioso o sofisticado, que permita el cambio de gobernantes sin recurrir a la violencia.

Las elecciones periódicas para revalidar unos gobernantes o sustituirlos por otros, parece, en principio, un buen procedimiento, aunque en la realidad no resulta tan fácil, pues entre gobernantes y gobernados se interponen los partidos políticos como piezas esenciales, por lo que, aunque sigamos hablando de democracia, lo que tenemos es una partidocracia en la que sus dirigentes buscan el poder a través de la propaganda, el control de los medios de comunicación, las redes clientelares, la exclusión de los adversarios, los pactos poselectorales y cualquier otro medio utilizable.

Si todos los partidos buscan el poder, podemos preguntarnos: para qué quieren ese poder y qué uso hacen del mismo cuando lo obtienen. Para unos es una meta satisfactoria en la que gozar de mando y privilegio, para otros es el camino para transformar la sociedad según sus proyectos doctrinarios.

Pero lo que la sociedad necesita son gobiernos que administren con economía y con transparencia, impulsen el suficiente desarrollo, velen por las necesidades comunes y ejerzan el poder solo en el grado necesario para garantizar a todos los ciudadanos una convivencia en libertad.

Ponerse al frente de una nación, de una comunidad autónoma o de un ayuntamiento, tendría que ser un compromiso de servicio a todos y no una ocasión para imponerse a los demás, para ganar dinero o influencia, para favorecer a los suyos y perjudicar a los contrarios.

Seguramente habrá políticos que tratan de servir a la sociedad que han de gobernar, pero no es eso lo que perciben los ciudadanos, hasta el punto de señalar a la casta política como un problema.

Nuestro sistema de listas electorales cerradas y bloqueadas, decididas por las cúpulas de los partidos, no facilita el conocimiento previo de la capacidad y honradez de los candidatos que vamos a votar. Tampoco somos capaces de un juicio crítico de la actuación del partido mismo y de las diferencias que pueda haber entre ellos. Mucha gente vota siempre al mismo partido, haga lo que haga, con una mentalidad de aficionado al futbol, «viva el Betis aunque pierda».

Después de una larga temporada de votantes y simpatizantes de un partido, es difícil votar a otro. Más aún cuando cada votante va interiorizando el mensaje de que los contrarios son peores.

Tendríamos que examinar, sin apasionamiento, lo que ha hecho cada partido en donde gobierna o donde es oposición, sin dejarnos engatusar por lo que dicen en su propaganda. Ver si han facilitado el control de sus actos o lo han impedido, si han respetado nuestra libertad, nuestros valores, nuestros derechos.

En esto de nuestros derechos y libertades, hay que ser sumamente exigentes, ya que nos son inherentes y no los tenemos por concesión graciosa de ningún gobernante. Pero si es radicalmente falso que nos puedan «ampliar o conceder nuevos derechos», es bastante fácil que traten de imponernos sus particulares visiones del mundo y sus valores y reduzcan a la nada nuestros derechos.

Sustituir un gobierno sin violencia, a través de elecciones libres es deseable, pero tenemos unos intermediarios –los partidos– a los que hay que juzgar atentamente.

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