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La Iglesia mártir actual

Parece ya añeja aquella noticia que conocimos en 1996 sobre la sanción que había sido aplicada al jugador de fútbol escocés Rod Mac Donald, suspendido con tres partidos por santiguarse ante los aficionados del Glasgow Rangers, mayoritariamente protestantes, ya que la comisión sancionadora había considerado que el gesto del jugador suponía «una provocación al público», ya que desde entonces a la fecha ha crecido la «cristianofobia» como bola de nieve en múltiples lugares y de múltiples maneras.

Si entonces se había llegado a la intransigencia de que no podía el jugador de fútbol católico realizar un gesto de devoción personal calificado como «agresión», hoy la persecución incruenta se ha convertido en el pan de cada día. Va avanzando el fundamentalismo, que desea imponer en público sus propias tradiciones, pero que impide hasta con fuego y muerte a quienes deseen practicar ritos diversos.

En la «Carta de los Derechos Humanos» aceptada por la mayoría de los países del mundo, se lee entre los derechos de toda persona:

«Artículo 13.- Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia».

De donde se infiere que esa acción anticatólica va contra el derecho natural y el derecho positivo de la Carta de las Naciones Unidas. Así como los cristianos debemos respetar y permitir las manifestaciones de fe de otras religiones, podemos exigir que en todo el mundo sean respetados los derechos cristianos.

Tanto en el Mensaje para la Jornada de la Paz de este año, así como en su discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, el Papa ha reclamado el ejercicio efectivo de la libertad religiosa y el cese de la violencia contra los cristianos en algunos países, subrayando, no casualmente, que la libertad religiosa, es el alma de los demás derechos.

«Esta verdad primera y fundamental -ha dicho el Santo Padre - es la razón por la que, en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, de este año, he señalado la libertad religiosa como el camino fundamental para la construcción de la paz».

Ha descrito el Pontífice las dos tendencias opuestas, los dos extremos fundamentalistas y socialmente nocivos: la ideología laicista con su acción excluyente en el mundo occidental y los fanatismos islamistas e hindúes que quieren imponerse a toda fuerza: «En diversos países en que la Constitución reconoce una cierta libertad religiosa, la vida de las comunidades religiosas se hace difícil y a veces incluso insegura, ya que el ordenamiento jurídico o social se inspira en sistemas filosóficos y políticos que postulan un estricto control, por no decir un monopolio, del Estado sobre la sociedad». El Papa ha destacado la necesidad de que tales ambigüedades terminen, a fin de que los fieles no tengan ya que debatirse entre ser fieles a Dios y ser leales a su patria.

Al mismo tiempo, ha afirmado Benedicto XVI: «se debe rechazar también el peligroso contraste que algunos quieren establecer entre el derecho a la libertad religiosa y los demás derechos del hombre, olvidando o negando así el papel central que el respeto de la libertad religiosa tiene en la defensa y protección de la alta dignidad del hombre. Todavía menos justificables son los intentos de oponer al derecho a la libertad religiosa unos derechos pretendidamente nuevos, promovidos activamente por ciertos sectores de la sociedad e incluidos en las legislaciones nacionales o en directivas internacionales, pero que no son, en realidad, más que la expresión de deseos egoístas que no encuentran fundamento en la auténtica naturaleza humana».

Se podría pensar así, que ya pasaron las persecuciones cruentas contra la Iglesia después de los tres primeros siglos de horrendas matanzas a los seguidores de Jesús, hasta que con el Emperador Constantino adquirió la libertad.

Lamentablemente no es esa la verdad. El pasado año 2010 ha estado también teñido de sangre martirial de seguidores de Jesús en diversas partes del mundo. De acuerdo al «Informe sobre la libertad religiosa en el mundo, 2010» del Pontificio Consejo Justicia y Paz, han sido ciento cincuenta mil (150.000) los cristianos muertos en 2010, y doscientos millones (200.000.000) los discriminados por su sola condición de cristianos.

Son los asesinados y martirizados del aquí y ahora del mundo, persecuciones gatilladas «por los fundamentalismos de las grandes religiones y el fundamentalismo ateo y laicista».

Son también los condenados a trabajos forzados, los maltratados en los campos de concentración, los inhabilitados en la sociedad, los secuestrados lejos de sus familias, los incomunicados, los presos sin comunicación al exterior, que son muchos miles, y cuyos tormentos significan martirios continuados. Las noticias recientes de China, por ejemplo, denotan la existencia continua de centenares -entre Obispos, sacerdotes, religiosos y fieles católicos- fuera de la circulación social, en lugares lóbregos en los que se prefiere la muerte antes que una existencia impropia hasta de animales.

Jesús envió a sus apóstoles y discípulos «como ovejas en medio de los lobos», y advirtió claramente que muchos de ellos serían perseguidos, maltratados y martirizados.

Es parte de la vocación propia de la Iglesia de Cristo, se persigue a los misioneros porque se persiguió a su Fundador, y en ellos se perpetúa el odio contra Jesús y du doctrina. Se les persigue porque su predicación puede descubrir lacras de muchas personas que no toleran les señalen sus miserias.

Es una característica de la Iglesia: a través del sufrimiento y de la persecución, voluntariamente aceptados y soportados, manifestar que aman el Reino eterno de Dios, que viven como extraños en este mundo, que ambicionan los bienes eternos del cielo, y que Dios conforta a sus apóstoles hasta el punto de que acepten martirios sorprendentes por su crueldad.

Jesús lo había adelantado con claridad: «A ustedes los arrastrarán ante las autoridades, y los azotarán en las sinagogas. Por mi causa, ustedes serán llevados ante los gobernantes y los reyes, teniendo así la oportunidad de dar testimonio de mí ante ellos y los paganos» (Mateo 10, 17-18).

Infinitos ejemplos de testigos lo grafican: San Ignacio de Antioquía que deseó ser «el trigo de Dios triturado en la boca de los leones» para ofrecerse y unirse así, en verdadera comunión al Jesús Eucarístico. O San Hermenegildo, rey y mártir, cuyo ejemplo nos muestra que no es posible aceptar con los ojos cerrados, y bajo pretexto de obediencia, doctrinas impuestas en contra de la propia fe. San Policarpo es otro espléndido ejemplo. Cuando estaban prendiendo fuego a su cuerpo, exclamó: «ustedes me están prendiendo un fuego temporal, pero tengan cuidado, porque están encendiendo el fuego eterno para ustedes mismos».

Es el testimonio vivo, flagrante, edificante, de su espiritualidad, de su sobrenaturalidad: la Iglesia no es el Reino de Dios en este mundo, por lo que se sostiene con la dulce esperanza de la consecución del paraíso eterno.

Lo esculpió Agustín de Hipona: «La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (La ciudad de Dios, 18,59,2).

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