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Familia e ideología
El empeño por resultar políticamente correcto llega a veces a extremos que me resultan sorprendentes. Últimamente he tenido la ocasión de asistir a varias reuniones internacionales sobre la familia y su lugar en la sociedad, y muchos de los que han intervenido en ellas se han sentido en la obligación de empezar diciendo que renuncian a buscar una definición de familia. Algunos, incluso, se han permitido añadir que esa decisión era sin duda la más inteligente, para no excluir ni herir a nadie.
Cuando me ha tocado el turno a mí, he tratado de explicar que me resulta muy difícil hablar de algo que no sé qué es, como le pasaría a un médico que no fuera capaz de explicar una enfermedad, o a un abogado que no pudiera delimitar qué constituye delito, o a un profesor que piense que la mejor explicación de un tema es no hacerla. Y me parece que la sociología, al comprobar las consecuencias de las distintas situaciones personales y sociales, aporta muchos datos para llegar a una descripción de lo que todos buscamos en la familia.
Lo más curioso –quizá sea lo más previsible– es que casi todos los conferenciantes a los que he escuchado no han tenido más remedio que terminar aportando algún tipo de definición, suficientemente amplia como para no tener que calificarla como tal. Y todos han coincidido, de una forma u otra, en que familia es una «red de apoyo mutuo, de ayuda mutua, de cuidado mutuo». Es decir, exactamente lo más parecido a la definición clásica: la familia es, ante todo, el único lugar en el que se acoge a cada uno tal y como es, se le valora sin pedirle especiales méritos, se le ayuda sin exigir una contraprestación y, por eso, se le apoya, se le auxilia y se le cuida.
Pero eso no sucede siempre en cualquier red afectiva, sino sólo en aquella fundada en un compromiso estable que permite la apertura a la vida y a la educación de los hijos, que es lo que siempre se ha llamado familia. Con todo el respeto a la libertad personal con la que cada uno elige sus propias opciones, no todas ellas producen los mismos resultados ni, por tanto, deberían ser confundidas llamándolas de igual manera. Si llamamos a todo familia, entonces no es que no convenga definirla, sino que ha pasado a no significar nada. Es decir, no toda familia es «sostenible», en el sentido de que tenga capacidad de mantener unidos y hacer felices a sus miembros, ahora y en el futuro.
Otro de los tópicos habituales puede servir para aclarar esto un poco más. Se repite que la familia –y, en este caso, se añade el calificativo de «tradicional»– es una «fuente de desigualdad». En realidad, todo en la vida es fuente de desigualdad, porque no nacemos iguales ni llegamos a serlo nunca. Más aún, esa desigualdad nos hace complementarios y, por tanto, nos ayuda mucho a vivir en sociedad. Lo importante no es plantearse la utopía de un igualitarismo imposible, sino buscar la forma de que esa desigualdad no suponga menos oportunidades para unos que para otros, que se evite la discriminación. Y eso es precisamente lo que caracteriza a la familia, más que a cualquier otra institución humana.
En realidad, parece que quienes identifican familia tradicional con desigualdad, con violencia o con pobreza, se están fijando en casos extremos que no responden para nada a la regla general. Si uno pone atención en los ejemplos de violencia y maltrato que vamos conociendo, prácticamente siempre puede comprobar que no se trata de familias estables ni comprometidas, sino de otro tipo de situaciones más inestables.
Por eso, el envejecimiento de la sociedad causado tanto por la falta de nacimientos como por el aumento de la esperanza de vida debería, en realidad, ser un motivo más para valorar y proteger a la familia. ¿Quién puede cuidar con más empeño a un niño, a un discapacitado, a un enfermo o un anciano? Los avanzados sistemas sociales del norte de Europa muestran que los recursos públicos no bastan para hacer frente al aumento de la tasa de dependencia, que sólo la familia ha sido y sigue siendo el entorno más adecuado, no sólo para traer niños al mundo y educarlos, sino también para atender a los mayores y evitar que terminen sus días abandonados y empobrecidos, por no hablar de otras opciones aún peores como la eutanasia.
Resulta paradójico que los avances científicos y técnicos que nos llevan a vivir cada más y en mejores condiciones físicas no vayan acompañados de un sistema social que ayude en la misma medida a que también seamos más felices en ese final de la vida. Lo que está sucediendo en sociedades como la británica o la francesa debería ayudar a plantearnos también aquí cómo se puede ayudar a quienes libremente eligen para su vida la opción de cuidar a otros de la mejor forma posible.
Un dato complementario, aportado por un reciente estudio realizado en Sajonia con motivo del próximo Año Europeo del Voluntariado (2011): los voluntarios más activos y comprometidos proceden de familias más sólidas y estables, porque en ese entorno se aprende bien lo que significa dar sin pedir a cambio. Y metas tan importantes como el llamado «envejecimiento activo» o la «solidaridad intergeneracional» –que serán objeto del siguiente Año Europeo (2012)– también contribuyen a poner de manifiesto la trascendencia de la familia.
No imagino que nadie añore una situación familiar que minusvalore el papel social de la mujer o un sistema educativo que favorezca a una élite económica o política, pero tampoco me gustaría que en el futuro tuviéramos que añorar una familia que nos ayuda a todos a vivir mejor. Probablemente no será así, porque la familia que he llamado sostenible sigue siendo la opción de la mayoría, incluso a pesar de la indefinición o confusión de aquellos políticos y «expertos» que se empeñan en poner la ideología por encima de todo, incluso de la evidencia.
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