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Quaestiones Quodlibetales IV.-La infalibilidad del Papa y el Amor de Dios

Hablando un día sobre los dogmas, afirmé que lo único que hacen es reflejar y manifestar el amor de Dios, tanto en lo que se refiere a su ser eterno, como a sus actuaciones en la historia humana. Por eso, aquellos que piensan que los dogmas no tienen importancia o son algo totalmente secundario, en realidad se están privando de conocer algunos aspectos esenciales del amor que Dios nos tiene.

Un lector me presentó una pregunta que era también un desafío: ¿cómo muestra el amor de Dios el dogma de la infalibilidad papal?

Creo que la pregunta está muy bien elegida, porque parece ir al punto más débil de mi afirmación, a su talón de Aquiles dialéctico. El dogma de la infalibilidad del Papa es uno de los que peor prensa tienen. A menudo se tiene la impresión de que no tiene nada que ver con Dios, ni mucho menos con su amor, sino que es, más bien, una forma de asegurar el poder del Papa y sus prerrogativas sobre el resto de la Iglesia. Más aún, como también señalaba Juan Antonio, parece que afecte poco a nuestra vida cotidiana y se refiera simplemente a la jerarquía eclesial.

En mi opinión, esta visión de la infalibilidad papal adolece de un problema fundamental: la considera al estilo del mundo, desde la óptica del poder. Es ésta una trampa en la que caemos a menudo, intentando ver las cosas de Dios de la misma forma que vemos las cosas del mundo. En cambio, para comprender bien este dogma o cualquier otro, hay que entenderlo con los ojos de la fe y al estilo del Evangelio, desde el punto de vista del servicio a los débiles, a los necesitados, es decir, a todos los hombres, porque todos estamos radicalmente necesitados ante Dios.

No sé si se habrán fijado, pero, en mi opinión, la queja más frecuente que se presenta a Dios no es la del sufrimiento humano. Es cierto que los sufrimientos plantean muchos interrogantes, pero lo que de verdad parece injustificable a mucha gente es que Dios no hable, que no responda a las «acusaciones» que se hacen contra él, a los problemas que se le plantean. ¿Por qué se esconde? ¿Por qué no habla claro? A fin de cuentas, la gente recurre a la magia en vez de a la religión porque en la magia las reglas «están más claras», basta cumplir una serie de recetas para, supuestamente, conseguir resultados. En cambio, Dios parece que se esconde, que se escapa cuando intentamos atraparlo.

Estas preguntas son lógicas en alguien que no conoce a Dios, pero lo curioso es que no se acaban después de la conversión al cristianismo. Cuando se lee la Escritura, suele surgir enseguida una queja similar: ¿Por qué es tan complicada la Biblia? Si el lector ha hecho la experiencia de leer por su cuenta y en solitario la Escritura, seguro que habrá encontrado pasajes que le han parecido maravillosos, pero también se habrá sentido perdido en multitud de pasajes oscuros, aparentemente contradictorios o que podrían interpretarse de mil maneras distintas.

Lo mismo sucede con los libros de los teólogos. La disparidad de opiniones entre ellos tiende a ser desconcertante y, por sí sola, crea la confusión entre aquellos que no tienen los conocimientos necesarios para sopesar las distintas opiniones. Me llamó mucho la atención leer, hace tiempo, el relato que un protestante de los países nórdicos hacía de su primera comunión. Contaba que, en la catequesis preparatoria, los catequistas se habían limitado a exponerles a los niños las teorías de distintos teólogos sobre la Eucaristía: unos, al igual que Lutero, pensaban que Cristo estaba allí realmente a la vez que el pan y el vino, otros que sólo era un símbolo, otros que la idea era recordar la vida terrena de Jesús al estilo de una representación teatral, etc. Como era de esperar, la consecuencia fue que aquellos niños quedaron incapacitados para la fe, porque ésta no se puede edificar sobre la duda y la confusión.

El servicio para la Iglesia que realiza el magisterio papal es una muestra de la misericordia de Dios para los débiles, para los indecisos, para los que no tienen estudios. Nuestra fe no depende de nuestros razonamientos, que, a su vez, tienden a variar con nuestro estado de ánimo, ni tampoco de las modas, ni de las filosofías. No depende de lo que ha dicho el último teólogo, no es sólo para los inteligentes que pueden discurrir argumentos elevados y complicados.

Los católicos podemos estar completamente seguros de cual es la verdad, en las cuestiones más importantes que afectan a nuestra fe y a nuestra vida. La enseñanza del Papa, garantizada por el Espíritu Santo, evita que nos extraviemos interpretando mal la Escritura. Dios no nos ha dado un libro complejo y difícil de entender, y nos ha dejado solos para que nos las apañemos como podamos. Porque nos ama, ha querido permanecer con nosotros en la Iglesia que, dirigida por Pedro y con la guía del Espíritu Santo, es para nosotros columna y fundamento de la verdad. De esta forma, los Papas ejercen la misión que el mismo Jesús dio a Pedro: confirmar en la fe a sus hermanos, es decir, a nosotros.

A través de la enseñanza papal, Dios muestra que comprende que no podemos ser expertos en todos y cada uno de los estudios teológicos. No todos los laicos tienen conocimientos suficientes para discernir las distintas opiniones de los teólogos sobre la moral matrimonial, pero todos necesitan conocer la voluntad de Dios para el matrimonio, si a los ojos de Dios es posible o no el divorcio, si la anticoncepción es algo querido por Dios, si las relaciones prematrimoniales fortalecerán o perjudicarán el noviazgo. No todos los empresarios pueden dedicar años al estudio de la moral social, pero todos necesitan saber cómo debe comportarse un empresario cristiano con respecto a los impuestos, los salarios, los conflictos laborales, etc. Gracias a Dios, en nuestra vida concreta, los católicos podemos abrir el Catecismo, ver que está firmado por el Papa y estar seguros de que tenemos bien seguras las líneas fundamentales de todas esas cuestiones. Por supuesto, eso no nos exime de la necesidad de razonar y aplicar los principios católicos a nuestra vida de la mejor manera posible, pero tenemos una base firme sobre la que apoyarnos.

A mí, me maravilla también ver el medio que Dios ha elegido para darnos esta seguridad a los cristianos: actuando a través de un hombre como nosotros, en este caso el Papa. Creo que es una muestra de la infinita delicadeza que Dios tiene con nosotros, adaptándose a nuestra forma de ser. Es como un Rey bueno que ama a sus siervos y, al hablar con ellos, se molesta en utilizar un lenguaje que puedan entender.

Cuando la gente pide que Dios hable, suele imaginarse rayos, truenos y una voz poderosa que habla desde lo alto. Eso sí, como si fuera una película en televisión, porque en la vida real eso sería insoportable para nosotros y acabaría totalmente con nuestra libertad. ¿Quién se atrevería a desobedecer a Dios si éste se manifestase en toda su gloria? Los mismos israelitas, cuando Dios se manifestó en el monte Sinaí, lo experimentaron en su propia carne. Al percibir los truenos, los relámpagos y el sonido de la trompeta, y al ver la montaña humeante, todo el pueblo se estremeció de temor y se mantuvo alejado. Entonces dijeron a Moisés: "Háblanos tú y oiremos, pero que no nos hable Dios, porque moriremos".

Es evidente que Dios no necesita un hombre para que hable en su nombre, pero, por su misericordia, se ajusta a nuestra forma de ser, a nuestras necesidades. Sucede lo mismo con los sacramentos. ¿Necesita Dios el agua del Bautismo para convertirnos en sus hijos? ¿Le hace falta un hombre para que nos dé su perdón? ¿Es que el Cuerpo de Dios sólo podía haberse hecho presente a través del pan y el vino? La respuesta a las tres preguntas es «no». Dios no necesita esas mediaciones materiales para darnos su gracia, pero, por amor y por respeto a la naturaleza del ser humano, que no es un espíritu puro, actúa a través de signos sensibles y materiales y de otros hombres a los que podemos ver y tocar. Es una consecuencia de la Encarnación, en la que Dios ha querido hacerse presente en el mundo como uno más de nosotros.

Otro aspecto de este dogma que manifiesta el amor infinito de Dios es el hecho de que no sólo se realiza en un hombre, sino en un hombre débil, lleno de fallos y defectos humanos. A menudo, se confunde la infalibilidad con la impecabilidad, con la ausencia de pecados, pero la Iglesia nunca ha pretendido que el Papa estuviese preservado del pecado. La infalibilidad no es un don de Dios a los santos o a las personas más buenas de cada generación. La Madre Teresa o los mártires beatificados últimamente no eran más infalibles que yo. Ha habido Papas santos, pero también otros que no lo eran, porque la infalibilidad no es una consecuencia de las cualidades de un pontífice, sino de una presencia especial de Dios en su Iglesia y en la persona elegida para dirigirla.

A mi juicio, el hecho de que Dios pueda mostrar claramente su propia infalibilidad actuando a través de un ser humano pecador es un signo de esperanza para todos nosotros, un signo de que Dios puede sanar radicalmente nuestra debilidad. Yo, que soy un desastre, que soy débil, que estoy lleno de defectos y de pecados, puedo confiar en que Dios actuará en mí si me dejo. Todas esas debilidades y defectos no le impedirán hacer milagros en mi vida, igual que no impiden que su Verdad se manifieste de forma infalible en el magisterio de Benedicto XVI, que es también Joseph Ratzinger, humano, pecador y limitado como yo.

También podemos fijarnos en cómo «funciona» la infalibilidad. El Papa, al enseñar de forma infalible, no se convierte en un mero robot, en un instrumento ciego e inconsciente, del obrar divino. La gracia de Dios no destruye a ese ser humano que es el Papa, sino que coopera con él, iluminando su inteligencia, sanando su voluntad. Dios no priva al Papa de su libertad para poder actuar él, sino que colabora con esa libertad, llevándola más allá de sus propias fuerzas.

Qué diferente de los supuestos oráculos paganos, en los que el «portavoz» de la divinidad tenía que caer en trance, dejar de ser él mismo, para que pudiera actuar la divinidad. Los falsos dioses, ya sean los ídolos paganos o los modernos ídolos del dinero, la juventud, el poder o el Estado, terminan por destruir a sus adoradores. En cambio, el único Dios verdadero, por el hecho de serlo, no teme la «competencia» humana, no necesita que el hombre deje de ser hombre para poder actuar en él. Al contrario, su presencia hace que cada persona sea más verdaderamente ella misma, que sea auténticamente libre.

Al leer los libros de la Biblia, que fueron escritos por personas a las que el Espíritu Santo inspiró también de forma infalible, nos damos cuenta de que cada una de esas personas conservó su propio estilo, su forma de escribir, sus temas preferidos, incluso sus fallos de gramática. El Espíritu Santo no anuló sus características y cualidades humanas. De la misma forma, cada Papa conserva sus cualidades, su forma de ser, su estilo particular e incluso sus defectos y es en medio de ellos donde se manifiesta la Verdad de Dios. Dios ama a cada uno de sus hijos como es, incluido el Papa, y, por eso, la gracia no sólo no anula la personalidad de los seres humanos, sino que hace que sean más auténticamente ellos mismos.

Fijándome en como actúa Dios en el Papa, respetando su personalidad y su forma de ser, puedo estar seguro de que dejar actuar a Dios en mi vida no significa dejar de ser yo mismo, de que la presencia de Dios tampoco destruirá mi persona ni mi forma de ser en todo lo bueno que tiene. De que Dios me quiere como soy y también a mí me dice: eres precioso a mis ojos.

El hecho de que el Papa sea una única persona es, además, un signo de que el ser humano no construye la Verdad y de que la fe no depende de mayorías ni del esfuerzo humano, sino que es un don, un regalo para nosotros del amor de Dios, que recibimos en Jesucristo. Por eso la definición de este dogma afirmaba que la infalibilidad papal se ejerce «ex sese et non ex consensu Ecclesiae», es decir, no por el consenso, sino por el don de Dios que se manifiesta en el Papa por propia la misión que tiene confiada.

A veces nos resulta más fácil aceptar que un Concilio sea infalible, porque inconscientemente nos estamos imaginando a un montón de sabios que discuten los temas, los sopesan y llegan a un consenso fundamentado en esa sabiduría humana. También estamos acostumbrados a que sean los grandes expertos en una materia los que tengan la última palabra sobre ella. Sin embargo, al actuar a través de una sola persona, que además es un pastor y no necesariamente un teólogo experto en el tema tratado, nos queda claro que la infalibilidad viene de Dios y no es una característica humana. Por eso precisamente nos suele escandalizar mucho más, porque hace falta la fe para aceptarla, ya que está despojada de apoyos humanos que la hagan razonable.

Un buen ejemplo podemos encontrarlo en Pablo VI. Este Papa se dio cuenta de que la opinión pública en su tiempo era radicalmente contraria a la doctrina católica sobre la anticoncepción. No sólo eso, sino que desde 1930, la práctica totalidad de las confesiones protestantes, empezando por la Comunión Anglicana, se había plegado a las exigencias del mundo moderno en este tema, cambiando su postura anterior y aceptando sin reservas el control de la natalidad.

En este contexto, el Papa reunió a un grupo de teólogos y moralistas expertos para que analizasen la cuestión. El resultado fue que esta comisión aconsejó a Pablo VI que hiciera lo mismo que los grupos protestantes y cambiase la enseñanza de la Iglesia en este punto. Sin embargo, Pablo VI, que humanamente no destacaba por una gran firmeza de carácter, escribió una encíclica, la Humanae Vitae, reafirmando y proponiendo claramente la doctrina católica sobre la regulación de la natalidad, recibiendo con ello innumerables críticas de todos los sectores, algunas de ellas durísimas, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Por la gracia de Dios y sin apoyos humanos, actuó como la Roca firme sobre la que Cristo edificó su Iglesia, como un verdadero profeta que grita al mundo también lo que no quiere oír, como el padre que corrige a su hijo preferido.

Creo que también conviene tener en cuenta que el uso más frecuente de la infalibilidad papal como tal se produce en las canonizaciones. A diferencia de las simples beatificaciones, las canonizaciones son actos infalibles. Así pues, ¿para qué usa con más frecuencia el Papa su infalibilidad? Para darnos la seguridad de que algunos hermanos nuestros están en el cielo, gozando de la presencia de Dios, intercediendo por nosotros. En cambio, nunca se utiliza la infalibilidad para lo contrario: la Iglesia nunca ha enseñado, y mucho menos de forma infalible, que ninguna persona en particular esté en el infierno. El ejercicio más habitual de la infalibilidad constituye, de este modo, un consuelo para nosotros del Amor de Dios, un signo de esperanza para los que aún peregrinamos en esta tierra.

Finalmente, la misma palabra utilizada para el dogma nos puede dar una pista sobre su vinculación al amor divino: «infalible» significa que no falla y lo único que de verdad no falla nunca es el Amor de Dios. Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrán separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro. Si el Papa puede proclamar la Verdad de forma infalible, es porque esa infalibilidad papal no es más que una expresión y una consecuencia de que el amor de Dios por nosotros no falla nunca.

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