Quaestiones Quodlibetales V.- La conversión del pueblo judío
Leí un comentario que me ha parecido tan interesante, que he decidido tratarlo aquí.
El tema del artículo era la oración modificada por Benedicto XVI en el misal del rito extraordinario y que pide la conversión de los judíos. La comentarista, con mucha energía, preguntaba:
…después de todas las masacres que hemos hecho contra los judíos. ¿Quienes somos nosotros para pedir por la conversión de nadie?, ¿a cuento de qué tanta arrogancia?, ¿es que somos mejores que ellos, con nuestras manos históricamente ensangrentadas? Polvo deberíamos comer en vez de decirles a los judíos que se tienen que convertir.
Lo bueno de estas frases es que, desde un punto de vista, son totalmente ciertas, mientras que, desde otro punto de vista, son completamente erróneas. A mi juicio, la clave está en lo que se entiende por «conversión» y distinguir este punto es algo esencial para comprender bien lo que es la evangelización.
La conversión, entendida humanamente, consiste en aceptar una serie de valores, actitudes, verdades, convicciones, etc. que alguien propone como superiores a los propios. En ese sentido, es siempre el sabio el que enseña al ignorante, el inteligente el que guía al necio, el bueno el que da ejemplo al malo y el inocente el que es modelo para el culpable.
Comprendiendo la conversión desde ese punto de vista, en efecto sería una arrogancia presentarnos ante los judíos o ante cualquier otro grupo como los sabios, los buenos, los inocentes o los inteligentes, dispuestos a darles lecciones y pretendiendo que abandonen su cultura y su forma de vida y adopten las nuestras. Nadie puede decir con verdad a otra persona: yo lo hago todo mejor que tú o yo tengo siempre razón y tú estás siempre equivocado. Al contrario, como dice San Juan, debemos reconocer: Si decimos: "No tenemos pecado", nos engañamos y la verdad no está en nosotros.
Cristianamente, en cambio, la conversión es otra cosa. El cristiano no evangeliza anunciándose a sí mismo, ni siquiera una mera forma de vivir o una filosofía, sino anunciando a Jesucristo. El misionero católico no proclama mirad que bueno soy y qué malos sois vosotros, sino mirad que bueno ha sido Dios al regalarnos a su Hijo. Un verdadero evangelizador no se presenta como alguien perfecto entre pecadores, sino que, con la humildad de la verdad, puede decir sinceramente a los que le escuchan: mirad la misericordia que Dios ha tenido con este pobre pecador. Esa misma misericordia se os ofrece también a vosotros hoy. Para desear esta conversión a todos los hombres no hace falta ser perfecto, al contrario, el pecador que ha encontrado la misericordia de Dios en Cristo es quien, por propia experiencia, sabe que esa misericordia es lo que todo hombre necesita para ser feliz.
De un cristiano se puede decir siempre lo que dice el Evangelio sobre Juan el Bautista: no era él la luz, sino testigo de la luz. Esto lo cambia todo, porque nosotros siempre tenemos defectos, pero Cristo es luz sin tiniebla alguna. Evangelizar no es más que contar lo que nosotros, gratuitamente y sin merecerlo, hemos recibido de Dios. Es, simplemente, explicar lo que hemos encontrado, lo que hemos experimentado, como hacían ya los Apóstoles en su tiempo: lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
Comprendiendo así la conversión, podemos y debemos orar por la conversión de todos los hombres, incluidos nosotros mismos, que ya conocemos a Cristo pero aún no le hemos entregado nuestra vida por entero. El convencimiento de que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida, de que no hay otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos, de que no hay mayor tesoro que el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nos llevará a los cristianos a proclamar el Evangelio a los hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, para que también ellos puedan encontrar lo que nosotros, por la misericordia de Dios, hemos encontrado: la perla preciosa que hace que merezca la pena vender todo lo que uno posee.
El caso del pueblo judío, sin embargo, es especial y al hablar de él hay que tener en cuenta dos peculiaridades esenciales. En primer lugar, no podemos olvidar que el Antiguo Testamento, la Alianza del Sinaí o los anuncios de los profetas constituyen una Revelación verdadera de Dios que sigue siendo válida. Como dice San Pablo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! Dios es fiel a sus promesas y no abandonó al pueblo judío cuando éste rechazó a Jesucristo.
En segundo lugar, tampoco podemos olvidar, como hace a mi juicio Pikaza, que la Alianza de Dios con el pueblo de Israel no es un fin en sí misma. Dios estableció esa Alianza como medio para un fin, crear un pueblo que acogiese a su Hijo encarnado. Por eso mismo, todo lo que hay de verdadero, bueno y santo en el judaísmo señala en una única dirección: hacia el Mesías, el Deseado de las Naciones, el Príncipe de la Paz, el Salvador prometido, que es Jesucristo.
Si no proclamamos el Evangelio a los judíos, les estaremos robando aquello que les pertenece, aquello que se les anunció y han estado esperando durante milenios. Si no les proclamamos a Cristo, estaremos dejando a Dios como un mentiroso, ya que les prometió un Mesías que no llega nunca. La asamblea de Israel está llamada a ser germen, núcleo y parte de la Iglesia que acoge a todos los hombres, porque vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos.
No olvidemos que tenemos testigos privilegiados de esto. El primer testigo es un judío ilustre, Pablo de Tarso, circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo… en cuanto a la justicia de la Ley, intachable. Podríamos preguntarle si no habría sido mejor que continuase siendo judío en vez de buscarse tantos problemas convirtiéndose al cristianismo. Su respuesta sería: lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo.
Tenemos otros muchos testigos, porque muchos de los primeros cristianos pertenecían al pueblo de Israel. A fin de cuentas, todos los apóstoles eran israelitas y, guiados por Pedro, proclamaron ante su pueblo: Sepa con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a Jesús… Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo.
Quizá el mejor testigo que nos asegura que Israel está deseando recibir al Mesías es la Hija de Jerusalén, la mujer vestida de sol, el resto fiel de Israel, la hija de Eva, la sierva del Señor, el Arca de la Nueva Alianza, la doncella de Nazaret: María, madre de Jesús y madre nuestra.
Ella, cuando acogió al Mesías en su seno, pudo decir con verdad: Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes por mí… y no se olvidó de señalar que el Señor había enviado a su Hijo a salvarnos, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre. No es otra cosa lo que tenemos que anunciar al pueblo judío: en su Hijo Jesucristo, nacido de María, el Señor ha cumplido, por fin, todas sus promesas.
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