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¿Mandar o servir?
Don Gregorio Marañón personificó en el Conde-Duque de Olivares, valido de Felipe IV, la pasión de mandar, pero lo que se dice pasión, es decir, tendencia desordenada del ánimo por mandar, es la que sufre el presidente Rodríguez Zapatero y todos padecemos.
Una persona de tan poco peso específico, que resulta encumbrado de la noche a la mañana, al puesto de presidente del gobierno de España, se siente tocado de una especial condición de iluminado, que le hace sentirse llamado a cambiarlo todo porque él sabe mejor que nadie lo que hay que hacer.
Para comprobar el poder de su voluntad omnipotente, comenzó de inmediato a mandar. Retiró a los soldados españoles de Irak, derogó la ley de educación que pretendía elevar el listón de exigencias, hizo lo mismo con el Plan Hidrológico Nacional para sustituirlo con unas plantas desaladoras de las que nunca más se supo.
Presumiendo de talante y modernidad democrática, impuso la asignatura de Educación para la Ciudadanía, cuyo contenido, inspirado en disolventes ideologías, anuló el derecho que asiste a los padres, garantizado por la Constitución, para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
Creo que nadie se oponía a que de la convivencia de las personas homosexuales pudieran derivarse ciertos derechos, pero consiguió imponer que estas uniones sean llamadas matrimonios. Los ataques a la institución matrimonial y familiar son una constante de su política. Ha mandado sustituir las palabras padre y madre por progenitor A y B y eliminado el Libro de Familia. Puso en marcha la ley del divorcio exprés para hacer cada vez más frágil la institución familiar.
Cuando se puso de manifiesto el abuso de la Ley de despenalización del aborto de 1985, en lugar de tomar medidas para evitarlo, su poder legislativo consiguió convertir el aborto en un derecho de la mujer y ampliarlo sin cortapisa, usando de su omnipotencia para decidir sobre lo bueno y lo malo, negociando con las minorías los votos que pudieran faltarle para cualquiera de sus deseos.
En un alarde de viejo absolutismo, prometió a Maragall aprobar el Estatuto que le enviara, con lo que abrió una disolvente carrera hacia la destrucción de la España que tanto costó unificar.
Su omnímodo poder se plasmó en ocurrencias, como el cheque bebé o los 400 euros del impuesto de la renta. Distribuyó el dinero del presupuesto destinado a planes de desarrollo social como le vino en gana. Buscó la amistad de los países con peores regímenes y alumbró la «ideica» de la Alianza de Civilizaciones, no tanto para establecer lazos con el Islam como para fastidiar a la Iglesia Católica.
Proclamó que iba a llevar a España al corazón de Europa, cuando ya estaba allí desde antes que él llegara. Pero con la crisis, quizás hemos llegado al corazón de Europa en forma de trombo.
Convencido de que la realidad tenía que conformar con su palabra negó la crisis económica hasta que vio que estábamos hundidos en ella.
Se pasó todo el tiempo hablando de ampliación de derechos, pero hasta la Seguridad Social ha dejado de ser social y segura.
Más listo que nadie, ha comprado la colaboración sindical repartiendo a manos llenas el dinero de los contribuyentes y la colaboración política con cesiones a las autonomías periféricas.
Cuando hacía más falta la colaboración de los dos grandes partidos se ha dedicado a denigrar a la oposición, rechazar sus propuestas y exigirle sumisión.
Ya advirtió Jesús a sus apóstoles que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder, pero entre los cristianos quien quiera ser el primero sea el servidor de todos. ¡Cuándo seremos capaces de distinguir entre los que quieren mandar y los que quieren servir!
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