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Divorcios e infanticidios

Los divorcios constituyen uno de los grandes dolores de mi vida sacerdotal. Son muchos los que ya he contemplado y, por desgracia, puedo decir que no he logrado salvar un solo matrimonio de cuantos se han acercado a mí para comunicarme su decisión de divorciarse.

Se habla de tragedias, de fracasos, de decepciones, de engaños, de traiciones, de deslealtades… Mero ropaje. Lo que hay detrás de todos los divorcios es puro y simple egoísmo. Nada más. Y, en una buena parte de los casos, enormes dosis de victimismo y autocompasión, que no son sino otra forma de vestir el egoísmo. Cuando hay hijos por medio, el egoísmo se vuelve cruel y despiadado, y los padres se tornan verdugos de sus propias criaturas… Eso sí, no se le ocurra a usted decírselo, porque se echarán a llorar desconsolados, y, cada uno por su parte, asegurarán que el cónyuge es el único culpable del daño infligido a los niños. Mentira.

El pequeño chispazo que prende la mecha llamada a detonar la bomba del divorcio siempre se enciende en secreto. Lo malo es que, una vez encendido y prendida esa mecha, es muy difícil que nadie pueda hacer algo para evitar el destino final. Y el momento en que ese fatal chispazo se enciende llega cuando uno de los cónyuges, en lo más profundo de su corazón, se dice a sí mismo: «no quiero seguir». A partir de entonces, es muy difícil que nada pueda hacerse para evitar la ruptura, pero siempre queda esperanza, por pequeña que ésta sea, cuando la otra parte se empeña en salvar el matrimonio. No es fácil; hay que llevar a cabo una auténtica labor de reconquista que supone renunciar a mucho y ceder aún más, sabiendo que no hay plenas garantías de éxito. Pero, mientras una de la dos partes lo desee de verdad, la esperanza no se apaga. Sin embargo, cuando ese mismo cónyuge se dice a sí mismo: «¿Para qué seguir? No hay nada que hacer», el divorcio es inevitable.

La pregunta que nos lleva al corazón de la tragedia es: «¿Quien prende esa chispa?». ¿Qué es lo que hace que una persona casada diga: «¡No quiero seguir!»?. Sé que cualquiera que haya presenciado situaciones de ruptura matrimonial habrá escuchado mil respuestas a esa pregunta: el cansancio, el desengaño, el hastío, la traición… Quizá por eso, la respuesta que este sacerdote, ya experto, por desgracia, en situaciones semejantes les sugiere les parecerá cruel: el egoísmo. Nada más que el egoísmo.

El egoísmo es el que hace que se llame «amor» a una forma de gratificación personal: «si estamos a gusto juntos, si disfrutamos el uno del otro, es que nos amamos». Obviamente, con premisas contrarias, la conclusión se invierte: «si sufrimos, si nos hacemos daño, si todo lo que obtenemos de nuestra relación es dolor, ya no queda amor y conviene separarse». El egoísmo es el que hace al hombre olvidar que el amor verdadero es entrega y es inmolación: más que enriquecerse con el otro, es romperse, empobrecerse y vaciarse por completo para entregarse a él sin esperar nada a cambio. Cuando una persona, en el momento de su boda, hace la promesa que cambiará su vida, no pone condiciones. «Me entrego a ti» sólo se dice una vez, y para siempre. Si, después, esa entrega se torna dolorosa, la promesa realizada obliga a quien la formuló a llevarla hasta las últimas consecuencias: «en la adversidad y en la prosperidad, en la salud y en la enfermedad». Son palabras hermosas cuando se pronuncian, pero cortan como un cuchillo cuando se trata de vivirlas. Lo sé. Yo también he realizado una promesa. Y, si se quiere ser consecuente, cuando llega la adversidad, no basta con permanecer ahí; es necesario prolongar e intensificar la entrega, hasta la consumación de la propia vida.

Un estudio realizado en la Universidad de Toronto afirma que "tanto los niños como los hombres y mujeres de padres divorciados tienen más probabilidades de pensar seriamente en el suicidio en algún momento de su vida, en comparación con los descendientes de familias intactas". No debería extrañarnos. El niño es la verdadera víctima del divorcio: él se verá abocado a sufrir las consecuencias de un egoísmo ajeno en un momento de su vida en que está especialmente necesitado de estabilidad familiar. Y, peor que todo eso, él recibirá de sus padres una funesta lección: ante el sufrimiento, la respuesta adecuada es la huída. Ellos sufrían en su matrimonio, y optaron por desembarazarse del vínculo. ¿Qué tiene de extraño que, si él sufre en su vida, piense en seguir el ejemplo de sus padres y cortar la fuente de sus sufrimientos?

A nuestra civilización, tan asentada en el «bienestar», le urge recuperar el sentido de la abnegación, hoy considerado como humillante. Mientras no lo haga, esta sociedad marcada por el egoísmo más brutal y refinado seguirá dejando, tanto en el drama del aborto como en el fracaso del divorcio, los cadáveres de sus niños estrellados contra su propio espejo.

Es posible que cuanto han leído en estas líneas les parezca cruel; estoy dispuesto a pagar ese precio. Pero les pido que recapaciten: si no tengo razón, he sido despiadado; pero, si la tengo… ¿Dónde está realmente la crueldad?

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