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La auténtica verdad de la naturaleza

Los terribles acontecimientos acaecidos en Japón como consecuencia del maremoto y el subsiguiente tsunami están al alcance de todos. Por eso, todas las condolencias que se expresen serán, siempre, pocas y no cabe, sino, orar para que Dios tenga en su seno a las miles de personas que han muerto y las que, con el tiempo, irán apareciendo en tal estado.

Si hay algo que deberíamos aprender, de una vez por todas, es que el poder de la naturaleza, la que siempre está ahí fuera y la que tanto admiramos porque refleja, exactamente, el poder creador de Dios, no será nunca controlado por el hombre, poca cosa al lado de la inmensidad de lo creado.

Al respecto de la misma creación, el miércoles 2 de agosto de 2000 el beato Juan Pablo II, en la audiencia general de aquel día, dejó dicho que «La revelación bíblica se enmarca en esta amplia experiencia de sentido religioso y de oración de la humanidad, imprimiendo el sigilo divino –añadió–. Comunicándonos el misterio de la Trinidad, nos ayuda a percibir en la creación misma no sólo la huella del Padre, fuente de cada ser, sino también la del Hijo y la del Espíritu», descubriendo, así, en la creación, la presencia de Dios.

La naturaleza, por tanto, es creación de Dios y, por tanto, le debemos el respeto que merece el Creador pues, a tenor de lo dicho por Benedicto XVI, «La salvaguarda de lo creado postula la adopción de estilos de vida sobrios y responsables, sobre todo en relación a los pobres y las generaciones futuras". Pero no podemos tratar de controlar a la que es creación de Dios. Simplemente está fuera del alcance de nuestra modesta humanidad por más que siempre se han alzado voces a favor de una intervención abusadora por parte del hombre.

Nada se puede contra la naturaleza, en definitiva, porque es creación de Dios. Ahí nos descubrimos lo que somos que no es otra cosa que una nada en poder de lo que no podemos controlar. Escasos de medios de engrandecer nuestra existencia a base de cientifismo y supuesto dominio de lo que vemos sólo nos queda, como mucho, ponernos en presencia de Dios e implorar su misericordia para no perecer entre espasmos de posibilidades que nunca llegamos a alcanzar.

Y es, que en verdad, debemos verdadera, y gozosa, sumisión a Quién hizo lo que existe y nos permitió ser, además, depositarios de tanta grandeza que tantas veces nos supera en grandiosidad e, incluso, mal y daño causado.

Así, el Catecismo de la Iglesia católica, dice, en su número 300 que «Dios es infinitamente más grande que todas sus obras (cf. Si 43,28): ‘Su majestad es más alta que los cielos’ (Sal 8,2), ‘su grandeza no tiene medida’ (Sal 145,3). Pero porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas: ‘En el vivimos, nos movemos y existimos’ (Hch 17,28). Según las palabras de S. Agustín, Dios es ‘superior summo meo et interior intimo meo (‘Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimidad’) (conf. 3,6,11)»

Y es que las Sagradas Escrituras recogen la verdad que la Verdad contiene al respecto de la creación:

  • Gen 1,1: "Al principio creó Dios los cielos y la tierra"
  • Ex 20, 11: "…y cuanto en ellos se contiene"
  • Sal 32, 4: "Porque El lo dijo y se hicieron las cosas: El lo mandó y existieron"
  • Is 40, 26: "Alzad a los cielos vuestros ojos y mirad: ¿Quién los creó?…: Dios"
  • Heb 3, 4: "Toda casa es fabricada por alguno, pero el Hacedor de todas las cosas es Dios"
  • Jn 1, 1-3: "Todas las cosas fueron hechas por El"
  • Rom 11, 36: "De El y por El y en El son todas las cosas"

En realidad, la auténtica verdad de la naturaleza es que manifiesta hasta dónde puede llegar Dios con su omnipotencia y nos deja, así, en el sitio que nos corresponde y que no es otro que formando parte de lo que recoge el Génesis, en aquel Principio en el que la Palabra estaba junto a Dios, como indica el evangelista Juan justo al principio de su evangelio. Allí estaban de los que procedemos y por los cuales, por cierto, entró el pecado en el mundo. Hechos de barro a los que insufló el Creador su Espíritu.

Ahora bien, Dios nunca nos deja solos e, incluso en las difíciles situaciones en las que podemos encontrarnos ante su poder y el poder de lo creado, siempre podemos dirigirnos al Padre para pedir perdón por ser, tantas veces y con relación a su creación, tan incapaces de mantener lo que nos dejó, al menos, en el mismo estado en el que nos lo dejó.

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