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De la Instauración a la «Democracia avanzada»

1. La Instauración, dispuesta por Franco para transmutar su personalísimo régimen, una dictadura «puritana» a lo Cromwell pero más larga y productiva, en una Monarquía tradicional, paradójicamente parece estar al límite de sus posibilidades a pesar de su éxito. Es un síntoma preocupante que se extiendan –a derecha e izquierda– las expresiones, los argumentos, la propaganda y los sentimientos antimonárquicos, como si hubiese fracasado rotundamente; hay quien no se recata en hablar de una Monarquía esperpéntica. Eso abriría las puertas a una III República sin haberse establecido todavía en toda su plenitud la democracia avanzada prometida en la Exposición de Motivos de la Constitución. Se habrían perdido muchos años.

Cierto que, desde el punto vista histórico, el de la historia magistra vitae, la eventualidad del fracaso no era totalmente imprevisible. Lo único que podía significar una Monarquía «tradicional» –término este último que nunca definió con claridad el franquismo–, era una Monarquía estatal semejante a las del ancien régime, es decir, las anteriores a la revolución francesa. Y aunque la historia puede parecer caprichosa en sus variaciones por las intromisiones de la diosa Fortuna, su ritmo inexorable lo marca Clío, una diosa superior, no las buenas intenciones o la voluntad política.

Las Monarquías estatales eran «Absolutas»; una suerte de dictaduras comisarias legitimadas por el derecho divino de los reyes. Retrospectivamente, el papel que les encomendó Clío consistió en guiar la evolución del estado aristocrático de la sociedad al estado democrático de la sociedad. La democracia, procedente de América, irrumpió vigorosamente hacia 1816, en plena Restauración. No obstante, a diferencia de Norteamérica, en Europa oscilaba y sigue oscilando equívocamente entre la democracia política asentada en la libertad y la democracia social y económica asentada en la igualdad. En el siglo XX, el siglo de los Estados Totalitarios, acabó prevaleciendo esta última en la forma algo híbrida de liberalismo y socialismo que es la socialdemocracia.

Por otra parte, en el estado social democrático existen regímenes en que la Monarquía hereditaria coexiste inercialmente, o al menos formalmente, con la democracia. Así ocurre en los casos en que hubo instauraciones monárquicas en la época moderna –por ejemplo Inglaterra– o en la contemporánea –por ejemplo Suecia–, cuando todavía no se planteaba abiertamente la cuestión de la democracia. Las adaptadas a la democracia que sobrevivieron –tras la primera guerra mundial empezaron a caer en cadena–, adoptaron la forma de Monarquías Constitucionales o Parlamentarias, generalizándose estas últimas a medida que se imponía el parlamentarismo.

2. El parlamentarismo, una forma encubierta del gobierno oligárquico, había nacido en Inglaterra. En el Continente lo introdujo la revolución francesa: la Asamblea representaba a la minoritaria Nación Política revolucionaria, frente a la Histórica. Es decir, por una parte, los Parlamentos heredaron el absolutismo personal de las antiguas Monarquías sustituyéndolo por formas oligárquicas de gobierno más o menos controladas según los casos por la democracia; por otra, las Monarquías sobrevivientes se adaptaron al parlamentarismo adoptando la forma de Monarquías Constitucionales o Parlamentarias. Ambas son formas hereditarias –dinásticas–, de Monarquía que retienen formalmente la auctoritas de las Absolutas, legitimada por el derecho divino de los reyes. En virtud de esta doctrina compartían la auctoritas con la Iglesia bajo la fórmula de la «unión del Trono y el Altar», lo que reforzaba su potestas. Y lo que hizo la revolución fue trasladar la auctoritas a la Nación Política: la volonté générale de la nation o du peuple, o sea, la voluntad de la nueva oligarquía que sustituyó a la Monarquía y su sociedad cortesana; en cambio, el Parlamento ejercía la potestas en su nombre, representándola. Tal es la esencia del Estado-Nación.

Tras la Restauración, que a pesar de su fracaso consiguió conservar, al menos doctrinalmente, los intereses dinásticos, las Monarquías constitucionales y parlamentarias que la siguieron reinan, como dijo Thiers, pero no gobiernan, al carecer de la potestas de las Absolutas, que pasó enteramente al Parlamento. Reinar consiste en ellas en compartir ambiguamente la auctoritas con la Nación Política en su calidad de representantes de la Histórica, la Nación real, de la que la primera es una parte o aspecto. Por su parte, el Parlamento gobierna como representante de la potestas absoluta de la Nación Política, que antes tenían los monarcas. La Nación Política puede coincidir o no con la Histórica. En cualquier caso representa la auctoritas de la Histórica como uno de sus aspectos o partes.

3. El problema planteado en España a la muerte de Franco era doble: había que instaurar la Monarquía y transitar de la dictadura a la democracia; por un lado, era preciso consolidar fácticamente a la Monarquía, y, por otro, instaurar la democracia. Esto complicaba sobremanera las cosas, dado que Monarquía hereditaria, además con carácter tradicional, y democracia política son formas contradictorias. Pero la Monarquía retenía los poderes dictatoriales, un asunto interno, al mismo tiempo que se proclamaba la instauración de la democracia, asunto interno e internacional. Instaurar simultáneamente dos cosas conceptualmente tan opuestas era una especie de cuadratura del círculo.

Para enunciar el problema puede valer una frase de George B. Shaw: «Si has construido un castillo en el aire, luego tendrás que construir los cimientos por debajo». La solución no era fácil. Por la necessitá delle cose que decía Maquiavelo, había que seguir un orden. ¿Era mejor empezar por el castillo o por los cimientos? La pregunta ya incluye la respuesta, decía Heidegger, y la dio la propia necessitá: en las condiciones existentes, resultaba lógico que el primer paso consistiera en afirmar la Monarquía, instaurada por la exclusiva voluntad de Franco para garantizar una transición pacífica, pues la URRSS estaba al acecho.

En efecto, cabía pensar en la posibilidad que, si se instaurase primero la democracia devolviéndole al pueblo la libertad política, este último, haciendo uso de ella no ratificase la Monarquía; y no sólo eso: pergeñada en medio de la guerra fría para dirigir la transición del régimen dictatorial a un régimen de libertades, si se comenzaba por los cimientos, la democracia sin director podría derivar en consecuencias poco recomendables. De hecho, grupos influyentes postulaban rotundamente, frente a los que se inclinaban a la reforma, la ruptura con la herencia franquista para comenzar por los cimientos; retrospectivamente, la ruptura quizá hubiera sido lo mejor, aunque no todos los postulantes de la ruptura pensaban en una democracia al estilo occidental: estaba a la vista el ejemplo de Portugal.

Así pues, se decidió que lo necesario y apremiante consistía en asentar la Monarquía, aceptada indolentemente por el pueblo, en unas circunstancias en que no se trataba de una sucesión dinástica, es decir, hereditaria, ni siquiera de una Restauración sino de una Instauración: o sea, había que fundar un régimen nuevo con la Monarquía, de momento a la vez como forma del Estado y del gobierno, para que guiase luego la marcha hacia a la democracia. Había que posponer, al menos relativamente, los cimientos, la democracia y la libertad política. La cuestión de la democracia y libertad política dieron lugar al interminable «proceso de democratización» conocido como la «transición».

4. La transición, palabra de uso corriente de la que se ha hecho un concepto histórico-político, consistió en lo sustancial, en la Instauración del poder monárquico. Comenzó de hecho con la ley de Amnistía (15.X.1977), que permitía participar en la instauración del nuevo régimen a toda la «izquierda», en lo que estaba muy interesada la comunista. Ganada la izquierda para la causa, prevaleció la voluntad de instalar la Monarquía, heredera de los poderes dictatoriales del franquismo, mientras se proclamaba retórica –la retórica es la lógica de la política– y formalmente la democracia, que era lo que la gran mayoría no indiferente verdaderamente deseaba. Esta iba a ser la causa originaria de que se niegue, argumentando con buenas razones, que España sea una democracia.

En sí misma, la Instauración fue un éxito. La Monarquía ha durado ya casi tres generaciones, y la duración, decía Jouvenel, es un factor fundamental en casos como éste, pues da crédito, es decir, inspira confianza. Subsiste empero el hecho del déficit de democracia, la falta de libertad política. Esto hace que, finalmente, dé la impresión de que se hubiese enquistado el sistema monárquico establecido al no haberse cumplido las esperanzas, ilusiones o promesas democráticas. Como si la democracia que se invoca por los partidarios del sistema establecido contra sus críticos, en realidad no existiese más que en «proceso». Según ellos, la democracia sigue aguardando su turno a pesar del tiempo transcurrido. La transición habría encallado en una especie de callejón sin salida. ¿Qué ha pasado?

5. Entre la reforma y la ruptura se puso el acento en la reforma, o sea, en consolidar la Monarquía. Franco y sus colaboradores habían dejado todo atado y bien atado, desde la fidelidad del ejército hasta la domesticación del mínimo partido socialista del interior pasando por las inevitables conexiones internacionales, y el monarca no se arredró: cumpliendo la misión histórica asignada por Franco de dirigir ordenadamente la transición, recuperaba también los derechos de su gloriosa dinastía, que el dictador se había atribuido simbólicamente utilizando, por ejemplo, el palacio real y concediendo títulos nobiliarios, cuya legitimidad ha empezado por cierto a discutirse.

A tal fin, el monarca, promotor y «motor del cambio», utilizó sin vacilación y con habilidad los poderes heredados según los pasos previstos: «de la ley a la ley». De ahí que no pidiese a la Nación su conformidad con la transformación del Estado en una Monarquía estatal y adoptase las tácticas lógicas para afirmarla. De esta decisión se han seguido, como es natural, una serie de consecuencias, muchas de ellas seguramente imprevistas y otras indeseables; entre estas las derivadas de relegar la democracia real a lo que a los impacientes les parece ad kalendas graecas, al mismo tiempo que se necesitaba de una cobertura siquiera formalmente democrática ante la opinión interna y externa, lo que los críticos consideran una falsificación.Este cálculo político obligó sin duda a la Monarquía, «de todos» según los entusiastas, a inclinarse hacia el socialismo, una concepción moral de la política, o sea, más virtuosa que política, es decir, por lo menos impolítica; opción que a los críticos les parece unilateral, sesgada, parcial, no objetiva. No obstante, muchos se han ido convenciendo por los hechos de que el socialismo igualitarista es el verdadero custodio y portador de la esencia de la democracia en su versión no política: la democracia económica y social.

De hecho, en Europa, a causa de la confrontación con el ya entonces declinante pero aún todopoderoso Imperio Socialista bolchevique, prevalecía la versión socialista de la democracia, la socialdemocracia, como contrapunto del socialismo revolucionario. Si las circunstancias hubieran sido distintas, es probable que hubiera sido más fácil transitar simultáneamente a la Monarquía y a la democracia política. Mas la necessitá obliga, condicionando los cálculos políticos.

6. A la verdad, la opción por el socialismo no era sólo por la España entonces más débil de las dos machadianas, una herencia de la Constitución de Cádiz, sino muy ventajosa. La primera ventaja estribaba en que el socialismo, moderado o extremista, socialdemócrata o comunista, es internacionalista, salvo retóricamente en casos concretos como el fascista o el nacionalsocialista. Y, si, por una parte el internacionalismo es el adversario natural de la Nación desde la revolución francesa, en la que sustituyó a las Monarquías estatales como titular de la soberanía absoluta, es decir, de la soberanía tanto política, ejecutiva, que es la soberanía propiamente dicha, natural, como de la jurídica, por otra, como canta un himno comunista, die Internationale erkämpft der Menschenrechte, la Internacional lucha por los derechos humanos, la ideología que curiosamente se manejaba con cierto éxito contra el bolchevismo.

La segunda gran ventaja consistía en que el socialismo interior era muy débil, casi inexistente: dejando aparte influyentes elementos del clero, la exclusiva de las tendencias socialistas la tenían en cierto modo núcleos más o menos falangistas del Movimiento Nacional y la única oposición medianamente seria de este tipo al régimen franquista –que, tampoco tuvo ninguna otra oposición, pues la tan celebrada de los monárquicos no pasó de ser una comedia, quizá una bufonada– fue la del partido comunista, que contaba con el apoyo de la Urrss, los difundidos partidos comunistas con numerosos simpatizantes extendidos por todo el mundo y los que simplemente eran adversos al régimen de Franco por considerarlo una dictadura antidemocrática aunque se proclamase «orgánica». En suma, el teórico partido socialista del interior, debidamente potenciado por la Monarquía podía ser fácilmente manejable; había empezado a hacerlo el propio franquismo ayudándole a desmantelar el socialismo del exilio, anticomunista y antimonárquico.

La tercera, que todo socialismo, la democracia social y económica, implica estatismo, el control de la vida colectiva con sus sistemas fiscales, medidas protectoras, etc., pues, como decía Camus, «hoy en día la patria común es la calamidad»; y, en este sentido, por la necessitá delle cose, en la práctica, todo socialismo tiene que ser simultáneamente nacional, como comprendió muy bien Stalin y demostró von Mises; es decir, implica el control burocrático –el «gobierno de Nadie» decía Hannah Arendt– de la Nación, supuestamente hasta que el universo entero sea comunista, objetivo que comparte la socialdemocracia con el marxismo, el leninismo, el estalinismo, el bolchevismo.

La cuarta, que la versión socialdemócrata del socialismo, practicaba entonces por conveniencia y por querencia la convivencia con el comunismo soviético, la Ostpolitik, contando con la inapreciable ayuda del Papado, convencido de que el socialismo duraría mil años, y con el que por otra parte coincidía en su afición a interpretar la justicia como justicia social. Y la actitud de la Iglesia tenía una gran importancia en España, entonces una Nación cultural y religiosamente católica.

La quinta, que, a diferencia del socialismo revolucionario, como la lucha por la justicia social entendida como justicia moral –la justicia es ciertamente una virtud moral– justifica «la suspensión política de la moral» como ha recordado recientemente Sloterdijk, la socialdemocracia se alía con el gran capital: eso permitía atraer a los grandes intereses de la dictadura franquista y tranquilizar a las clases medias, que habían prosperado tanto bajo el régimen franquista, en una flagrante contradicción con el carácter opresor que se atribuye, y formaban el grueso de la Nación; lo reconoció el propio Franco.

Y, para abreviar, una sexta ventaja: como el socialismo es una religión secular, u opera como si lo fuese, con una adecuada propaganda masiva de sus artículos de fe, el apoyo expreso o tácito del clero apóstol de la justicia social y la pacifista Ostpolitik, podía inocularse con cierta facilidad a las masas –desorientadas por la desaparición de una dictadura que había durando tanto tiempo–, prometiendo la felicidad en este mundo y sacralizando la democracia social y económica.

Una consecuencia general, equivalente a una séptima ventaja, como se ha visto después, de la opción por la socialdemocracia, consiste en que esto implicaba confrontarla con el êthos de la Nación, indiscutiblemente católico, para debilitarlo.

7. Descartado el peligro de las posibles tendencias republicanas al aceptarse recíprocamente la Monarquía y el socialismo, la mayor dificultad consistía en cómo articular el control de los previsibles competidores; franquistas o no, en todo caso conservadores o liberales –es decir, de «derechas»– rivales del débil partido socialista –al menos retóricamente de «izquierdas», pues se proclama «obrero»–, podían impedir la transformación de España en un país socialdemócrata, quizá al estilo de las estabilizadas Monarquías nórdicas.

La solución vino también de Europa, donde existía el modelo del Estado de Partidos, explícito en la próspera Republica Federal Alemana y en la muy admirada Suecia de entonces, en la que subsistía sin problemas la Monarquía. En esta forma del Estado, los partidos se agrupan como una clase política diferenciada de las demás clases constituida precisamente en aquel momento en torno al consenso socialdemócrata, reconocido y aceptado con carácter casi oficial, como la mejor expresión de la democracia de masas.

Se imitó, pues, ese modelo, de modo que los partidos y los sindicatos serían incluidos en la Constitución como órganos políticos, viniendo a heredar aproximadamente la posición que tenían en la dictadura las «familias» políticas y los sindicatos del Movimiento, adaptado así a las necesidades y conveniencias de la Instauración. Era muy razonable. Un gran número de individuos seguían siendo los mismos, o bien parientes suyos entre los que abundaban los descendientes, que, por otra parte, según se fue sabiendo después, eran en su mayor parte resistentes –in pectore como los cardenales– que habían sufrido y luchado bravamente dentro del régimen franquista para socavarlo; por supuesto, silenciosamente, por mor de la eficacia. En fin, ese modelo de Estado se pondría incondicionalmente al servicio de la Monarquía. Ésta quedaría como una especie de Monarquía estatal de apariencia formalmente democrática al aceptar el pluralismo partidista y sindical.

8. El consenso político, en el que al rey le corresponde la auctoritas y a los partidos la potestas, devino, pues, la clave del eventual orden político de la reinstaurada Monarquía estatal en su papel de principe nuovo maquiavélico fundador de regímenes. En este caso, más bien por el momento de un Estado nuevo que de un régimen, al asentarse en las estructuras e incluso las personas y los intereses del franquista sin perjuicio de promover otros nuevos. En su conjunto, la operación básica consistía en insertar en el Estado la Monarquía en lugar del dictador y lo que se pudiera de democracia. El franquismo, muy arraigado en la conciencia colectiva, se iría transformando prudentemente con la propaganda en internacionalista y pacifista al estilo socialdemócrata; hablando retóricamente, en maternalista, para acabar con el ancestral paternalismo, de clara impronta fascista.

El consenso político es una especie de sociedad política distinta de la gran sociedad a la que se superpone. Es una manera parademocrática de controlar a la opinión pública educándola mediante su reconducción al Estado por los partidos integrados en él, que hacen de filtros; los escépticos, siempre los habrá, dicen que es una opinión manipulada; en cualquier caso es así. Ese consenso se contrapone al natural consenso social del espacio prepolítico en el que se sustenta el espíritu de la Nación, el êthos que segrega aquel, en el que tiene que asentarse en todo caso el orden político. Mas, mediante esa duplicación, el êthos del consenso social, que integra los usos, las costumbres y las tradiciones nacionales, se subordina al êthos del consenso político, fundado imaginativamente en la superior sabiduría y capacidad de sus componentes, integrador de los intereses de las instituciones políticas y sociales de la Nación Política –Monarquía, partidos, sindicatos, finanzas, gran industria, etc.–, que difieren de los de la ineducada Nación Histórica, la gran sociedad. El consenso político separa, de momento, la Nación Política de la Histórica –ocurrió algo parecido en la revolución francesa– y al bloquear, dominar o imperar sobre el consenso social, permite gobernar dictatorialmente pero sabiamente, manteniendo las disputas entre sus miembros las emociones democráticas populares.

Para articular el consenso político se improvisó la Unión de Centro Democrático, nutrida de elementos procedentes del antiguo Movimiento y la muchedumbre de demócratas progresistas que, infiltrados en el régimen, aguardaban su hora. Don Juan Carlos, predilecto de la Fortuna, supo elegir entre los primeros al personaje adecuado –el Sr. Suárez– para pilotar con ese partido la nave del Estado franquista como un partido socialdemócrata de «derechas», y aglutinar en torno a la Monarquía los dispersos partidos políticos que habían surgido, para lo que hubo que empezar a subir los impuestos a fin de mantener a la numerosa clase política y las clientelas que se iban formando. Ese mismo partido de ocasión se dispersaría generosamente una vez cumplida su tarea para nutrir otros más escuálidos, sobre todo el socialista, y configurar así el arco de los que formarían parte del consenso.

Todo gobierno depende de la opinión, incluso en el caso de una dictadura. Aunque sea de la de los jenízaros de su guardia, como dijo Hume del sultán de Egipto. Y el incipiente consenso político comenzó a erosionar prácticamente desde el principio, para imponer la suya, el consenso social y el anticuado el êthos de la Nación, franquista, belicista y antiinternacionalistas, con la inapreciable ayuda de los minúsculos partidos separatistas, previsoramente integrados en el consenso político –lo mismo que el partido comunista–, sin ninguna necesidad específica, por lo menos al principio, como no fuera la conveniencia de enfatizar la apariencia de democracia; pues es cierto que nadie contaba con ellos, salvo quizá los propios interesados. Retrospectivamente fue, sin duda, a juzgar por los resultados, un error político, imputable tal vez a un exceso de confianza en las personas, que eran muy pocas.

9. En este contexto, se aprobó la Constitución de 1978. En realidad es una especie de generosa Carta Otorgada por el consenso político al no habérsele devuelto previamente al pueblo la libertad política, que la dictadura suprime por definición de facto y de iure. Prudentemente, quedó depositada en el consenso. No hubo pues necesidad de convocar a la Nación para elegir una Asamblea Constituyente, en el vocabulario español Cortes Constituyentes. Así pues, prescindiendo de los principios formales del derecho constitucional proveniente de la revolución francesa, los partidos, actuando como juez y parte pero sabiamente, confeccionaron la Carta, que legalizaba el consenso político. El pueblo, confiando en el rey en tanto heredero de Franco, y que por otra parte había mostrado su espíritu liberal, así como en la nueva estirpe de grandes figuras políticas que empezaba a despuntar, la ratificó con el nombre de Constitución en el referéndum convocado al efecto, instituyéndose una fiesta anual con actos litúrgicos para santificarla.

La generosidad de los autoconstituidos llegó al punto de reconocer nacionalidades donde nunca habían existido junto a la posibilidad de que surgieran otras nuevas para satisfacer pequeños intereses o incluso caprichos particulares, que son los verdaderamente importantes, no los intereses y la voluntad de la Nación como un todo, algo superado. De esta forma, la Carta-Constitución llegaría a ser claramente no nacional o, más bien, intrainternacionalizando España la convertía en una Nación de Naciones, como había sido siempre según algunos teóricos. La liberalidad llegó al punto de inventar algunas regiones que podrían llegar a ser nacionalidades, aunque también es cierto que se descartaron otras con ciertos títulos al respecto como el antiguo Reino de León o juntando los Reinos de Granada y Sevilla en uno sólo. En fin, una delicada joya del arte político que hubiera emocionado a Jacobo Burckhardt.

De momento, el Estado Nacional se redujo formalmente, cabe decir cum grano salis que dictatorialmente, simplemente porque nadie había pensado en ello, a ser el centro administrativo, más maternal que paternal, de un conjunto de autogobiernos regionales a los que, no menos maternalmente, se les llamó Comunidades. No obstante, es preciso reconocer que, consideradas desde el punto de vista con que se había concebido hasta entonces el autogobierno pueden parecer una parodia del mismo a los que no están al tanto de los grandes progresos del saber político, pues se pensaba ingenuamente que el autogobierno tenía que arrancar territorialmente de la libertad política, de la autonomía municipal, lo que de momento no era posible por lo indicado anteriormente. Además, dicho sea de paso, esto era justamente lo que había querido hacer Antonio Maura para desarticular la oligarquía caciquil organizada en torno a la Monarquía canovista, asimismo instaurada, cuyo Estado debilitaba. Si bien es verdad que esa oligarquía también la desnacionalizaba, sin embargo no la internacionalizaba, que es lo moderno y socialdemócrata, sino que la abocó a un modelo «castizo» inviable. Como es notorio esa idea, ya entonces anticuada, fue una causa principal del fracaso de Maura, que determinó probablemente el posterior de la Monarquía alfonsina.

10. En fin, persiguiendo asentar sólidamente la Monarquía en el trono, el resultado fue el Estado de las Autonomías con su complemento obligado, la ley de partidos políticos. Combinados, impiden el caciquismo local, que queda así bajo la vigilancia y el control de los partidos nacionales o regionales integrados en el consenso. Desde el punto de vista del anticuado derecho constitucional todavía persistente, es ciertamente un Estado extraño, que por su carácter radicalmente innovador los eternos escépticos juzgan demencial.

En realidad, territorialmente se parece a un Imperio in nuce. Tal vez por eso alguien a quien le suenan cosas habla de una Monarquía «austracista», confundiéndola tal vez con la Monarquía Hispánica. Lo que pasa es que no será realmente un Imperio en tanto reunión de naciones diversas, mientras todas las Autonomías, producto del motejado sarcásticamente «café para todos» del Sr. Suárez, no posean un espíritu nacional sinceramente aborigen. Y éste aún está verde. No basta con gastar dinero. Dado su carácter innovador a la altura del Weltgeist socialdemócrata, es posible que, con el tiempo, la actual Monarquía estatal devenga un Imperio, terminología política anticuada en estos tiempos pero más inteligible, o algo muy parecido. Como sostiene acertadamente, Gustavo Bueno, aunque él piensa en otra cosa, la forma política que corresponde al genio de España es el Imperio, no el Estado. Pero no se ganó Zamora en una hora. Si todavía parece artificioso y perjudicial, es por tratarse de algo nuevo e inesperado. Se necesitará tiempo para apreciar los efectos beneficiosos de una obra tan admirable y de tal calibre.

A juzgar por la experiencia, tal como ha funcionado, esta obra magistral del arte político, tiene pleno sentido a partir de la inclusión constitucional y el fomento posterior a través de la ley electoral de los nacionalismos separatistas, en una hábil aplicación simultánea del principio divide et impera para descoyuntar territorial y moralmente a la anticuada Nación, rival de las Monarquías, antes de rehacerla sobre fundamentos más actuales. Pues, desde el punto de vista del análisis político tiene una doble ventaja: suscita espontáneamente una serie de oligarquías locales y, justifica formalmente la creación de una enorme burocracia; no por cierto como clase pensadora según la entendían Hegel o Coleridge, sino de gran contenido social; la praxis demuestra que ha creado un gran número de puestos de trabajo locales. Oligarquías y burocracias, a causa de su –sólo por ahora– aparente superfluidad, están muy interesadas en sostener el sistema establecido en la primera fase de la transición.

Por otra parte, según la innovadora Carta constitucional, aunque prudentemente se alude en ella a la Nación, la nueva Monarquía estatal, un Imperio in pectore, ya no la representa como en el Antiguo Régimen, puesto que su papel legal se circunscribe prácticamente a sancionar las leyes del consenso político y a arbitrar entre las instituciones políticas integradas en él. Se trazó así, con una asombrosa facundia, una especie de barrera protectora entre la Monarquía y la Nación real, histórica, separadas y a la vez unidas por el consenso político. La Monarquía sólo representaría pues al gobierno, que, como todo «gobierno» incluye, en tanto institución, a los partidos de la oposición y a las instituciones políticas. La Nación quedaba a disposición de los partidos socialdemócratas, que saben mejor que ella lo que le conviene.

Sin embargo, la justificación de la Monarquía hereditaria descansa en la suposición de que representa, para decirlo con una frase romántica, la herencia de los siglos, es decir, de las tradiciones, en primer lugar las de la conducta, cuyo espíritu configura la Nación Histórica; lo que en la práctica no ocurre en este caso, en vista de la erosión permanente del êthos tradicional a través de la Legislación que produce el consenso político. La explicación puede ser que no resulta fácil transformar de golpe una antigua Nación en una Nación de Naciones y un Estado en un Imperio. El Estado despersonaliza la soberanía; en un Imperio, la soberanía está personalizada; etc.

Los posibles errores y desajustes están justificados, es más, legitimados, por los grandiosos beneficios que tendrán, en el peor caso, las generaciones futuras.

11. Transcurridos casi cuarenta años desde el comienzo de la llamada «transición» a la democracia formal y la Monarquía real, también parece evidente que la dirección material del consenso político le corresponde, como es natural dado el punto de partida, al partido socialista. Pasando por alto los primeros avatares hasta que pudo llegar a gobernar este partido moralista, en cuanto tuvo el poder se aplicó laboriosamente a destejer el entramado franquista reconduciéndolo transitoriamente –hasta que se asiente– a lo que llama Alejandro Nieto el sistema de «desgobierno de lo público», iniciado tímidamente por la Unión de Centro Democrático, y, a modificar el êthos, la moralidad colectiva de la Nación, necesitada desde hace siglos de una drástica modernización. Una consecuencia lamentable, causa de un gran malestar, no querida pero irremediable, consiste en que el desgobierno de lo público induce de suyo a la corrupción estructural. Y a eso se añade que el socialismo, a medida que extiende el intervencionismo estatal, y la lógica del socialismo aunque sea monárquico es así, al tratar de concienciar a las masas, ha extendido la corrupción a la esfera privada, por otra parte destinada a extinguirse en una sociedad decente, la sociedad socialista, que será en rigor comunista, una Comunidad. Para coger rosas hay que arriesgarse a pincharse.

En fin, era necesario para desmontar el franquismo. El problema es que aún no se ha superado la situación de desgobierno y la Nación se articula, o flota, de momento, hasta que se consolide la nueva, sobre la corrupción, incluso legal (por ejemplo las subvenciones o la intromisión de los partidos en las instituciones, por ejemplo en las Cajas de Ahorros,…) o por lo menos paralegal (por ejemplo las contratas y las comisiones…), a causa del enjambre de leyes-medidas intervencionistas que rigen la actividad natural con carácter transitorio, es decir, pensando en el resultado a largo plazo, cuando todo esté debidamente ajustado.

12. Ahora bien, con tanto tejer y destejer, la transición está resultando para el pueblo una revolución permanente fatigosa e interminable. Da la impresión que no fuese capaz de dejar de ser una situación política y convertirse en un régimen. Es como si el sistema se hubiese enquistado al no haber llegado todavía la democracia real; los escépticos dicen que se ha extraviado en el camino de la transición. El enquistamiento tiene ciertamente causas estructurales, pero siempre con base más o menos legal, lo que impide asentar sobre la corrupción estructural generalizada un orden político normal, un régimen. Es cuestión de paciencia, pues la situación está controlada y dirigida por el consenso político, con la garantía de que lleva la batuta el partido socialista, el protagonista material de la transición, como ejecutor de sus designios.

El mayor problema radica por el momento, de creer a los críticos más adversos, en que la Monarquía, al asentarse sobre el consenso político como si este representase el consenso social, se convirtió de hecho en una Monarquía de Partidos, en lugar de ser una Monarquía en una democracia. Esto da lugar a que se afirme también que todo es mentira. La «mentira», en realidad un encubrimiento táctico, fue al principio necesaria mientras la situación no permitiese pasar a la democracia política; el mismo Maquiavelo reconocía con su autoridad, que la mentira es un arma típica del político.

Con todo, tengan razón o no los críticos, no cabe duda que algo hay que rectificar. Sus adversarios conservadores y liberales dicen con evidente exageración, que el socialismo existe gracias a la mentira. No es eso: se trata de lo que recuerda Sloterdijk: que la lucha por la moral justifica «la suspensión política de la moral». El hecho es que el socialismo existe y hay que contar con él y dejarle realizar su proyecto. Lo importante es que el futuro luminoso de la Humanidad pacificada y solidaria depende del socialismo.

13. Por lo demás, en lo relativo a la preferencia real por el socialismo, hay que tener en cuenta que era un objetivo, casi una obsesión de los monárquicos, que la Institución se afirmase de la mano de ese partido: «la pasada por la izquierda». Y, en el particular caso español, para juzgar al nuevo partido socialista, tan vilipendiado a pesar de sus fines éticos, kantianos hasta la exageración –el celebrado fiat iustitia pereat mundum– hay que tener en cuenta su mala suerte. Hasta ahora, nunca ha conseguido dominar por completo a la diosa Fortuna, de la que depende, según Maquiavelo, al menos el cincuenta por ciento de las cosas humanas.

No está de más recordar al efecto su historia en la transición. Primero, tuvo que gobernar tras el fracasado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que para más inri proyectaba, según lo que ha trascendido y se suele dar por cierto, la entrada de la izquierda, en particular de ese partido, sin duda como garantía de moralidad, en el gobierno presidido por el general Armada; seguramente no hubiese aceptado a no ser por lo del mal menor. Tras perder electoralmente el poder el Sr. González a pesar de haber desempeñado muy acertadamente su papel de virrey durante trece deslumbradores años –fue «el gran hombre de Estado del siglo XX en España», según un ilustre periodista monárquico–, volvió al poder tras el luctuoso acto terrorista del 11 de marzo de 2004 que tanto conmovió a la Nación. Y fue llamado de nuevo a gobernar en las elecciones del año 2008 precedidas del asesinato por Eta –a la que sin embargo no le guarda rencor– de un concejal socialista.

La mala suerte que ha perseguido durante la transición a este partido, quizá por ser más ético que político –siempre presumió de sus «cien años de honradez», y son ya más de cien–, ha influido y sin duda sigue influyendo emocionalmente su visión de las cosas que hay que hacer para merecer los favores de la Fortuna, lo que no es fácil, al tratarse de una diosa. La psicología podría explicar muchas ingenuidades de ese partido de vocación moralizadora, sólo por necesidad política: se podría decir que es por antonomasia el partido de la moral. Eso explica sus presuntas torpezas políticas, que muchos, por incomprensión o cortedad de miras, y obviamente sus adversarios, tildan de torticeras, delictivas, absurdas y hasta aberrantes, y a sus autores de intolerantes y sectarios. No entienden que la lucha por la Sociedad Moral, la Comunidad, la causa en último análisis de la cuestión social, no admite fáciles componendas.

14. En este momento, da la impresión que la situación creada por la transición a la Monarquía, o sea, la primera parte del proyecto transitorio, ha llegado al límite de sus posibilidades. No hace falta siquiera resumirla; es vox populi cómo está todo. El partido socialista no puede hacer más de lo que hace en su papel de ejecutor del cambio. Mas el desgobierno, en el sentido habitual de la palabra, se ha descontrolado penetrando en el propio gobierno a pesar de estar a su frente el Sr. Rodríguez Zapatero, tan apreciado por el monarca, lo que de suyo constituye una garantía de su capacidad y sus intenciones de poner rumbo por fin a la democracia. Éste constituye sin duda su objetivo. Es bueno recordar que el monarca ha dicho de su fiel servidor que «es un hombre muy honesto. Muy recto. Que no divaga. O sea, la gente cree que hace cosas así… como divagando, pero no hay nada de eso. Él sabe muy bien hacia qué dirección va y por qué y para qué hace las cosas». Palabras muy importantes, pues, como dijo Séneca, «si no sabes a qué puerto te diriges ningún viento es favorable». Además, añadía el monarca, «tiene profundas convicciones. Es un ser humano íntegro». Buen vasallo y buen señor.

Habría que añadir al conocido elogio regio, que por su edad, el Sr. Rodríguez Zapatero, formado ya conforme al talante de la transición, sin ataduras con el pasado, es una figura muy adecuada para llevar a cabo felizmente la revolución monárquica continuadora de la democrática de la II República, naturalmente en una versión más avanzada, al nivel de los tiempos, y que, por lo visto hasta ahora, es un hombre de Estado de talla muy superior a los que le han precedido. Esta última afirmación requiere una explicación.

Según Hegel, la gente común no entiende a los grandes hombres de Estado. Estos captan el sentido de los tiempos y aceptan la tarea de poner su Nación y su Estado a su nivel, el del Weltgeist, el espíritu del mundo. De ahí la incomprensión que les rodea. Mas, si su voluntad ética triunfa, su Nación se pone a la cabeza en la competición entre los Estados. Y esta parece ser la figura, o, con el término preferido de los pedagogos correctos, que han debido tomarlo de García Lorca –la historia de la transición es pura justicia poética–, el perfil del Sr. Rodríguez Zapatero, decidido a hacer de España, al frente de su partido, impolítico pero ético, la cuna imperial de una nueva civilización. Por la que, por citar un ejemplo distinguido e incontrovertido, suspiraba y seguramente sigue suspirando a pesar de su edad, un europeo tan preclaro como Valéry Giscard d’Estaing; el mismo que percibió perspicazmente en Mao-tsé-tung el faro que la iluminaba, por lo que aceptó los brillantes que le regaló Bocassa, según algunos un rey caníbal, para que reflejase sobre ellos. Mao era, en verdad, un farol que alumbraba la marcha de la Humanidad hacia su plenitud; pero en un tono menor comparado con el Sr. Rodríguez Zapatero, entonces un desconocido para Giscard.

Con voluntad férrea, persigue sin duda poner a España a la altura de los tiempos para que encabece la nueva civilización mundial que se vislumbra en el horizonte y de la que está dispuesto a ser su adalid a costa de lo que sea. Cree sinceramente que es su deber con la Humanidad. La mejor prueba es la ya mundialmente famosa Alianza de Civilizaciones, uno de sus mayores éxitos.

El meollo del proyecto al que ha consagrado su figura no mira ya tanto a la cuestión social como a la cuestión antropológica. No es que el Sr. Rodríguez Zapatero sea un antropólogo, sino que se propone completar la transición, estableciendo la auténtica democracia a la altura del Weltgeist. En efecto, ésta no se limita ya a lo económico y social como creía ingenuamente el viejo socialismo: es la democracia avanzada.

15. Con la figura del Sr. Rodríguez Zapatero, el encallado «proceso de democratización» parece haber recobrado el impulso hacia su conclusión feliz sobre esta nueva base. No obstante, esta segunda fase de la transición, la marcha hacia la democracia avanzada, se ha complicado con la tremenda crisis económica y social frente a la cual, a la verdad, no parece existir una seria alternativa dentro del consenso político establecido, por lo que quizá sea necesario romperlo. Por supuesto, el Sr. Rodríguez Zapatero no se arredra. Convencido de que la crisis es debida a que no existe todavía en el mundo una verdadera democracia, se desentiende de la economía para atacar las causas profundas de la crisis.

Habiendo captado agudamente que la más grave es precisamente el déficit democrático que deja incompleta la transición y pone en peligro el modélico Imperio maternal incoado en España, ha acometido con bravura la tarea de superar definitivamente la escasísima democracia existente, que, con toda razón, no le satisface. De ahí su discutido planteamiento de la cuestión antropológica, desde luego sin descuidar la cuestión social.

Prácticamente resuelta y diluida esta última por la socialdemocracia europea, en el caso particular de la atrasada España lo había hecho la Instauración a medida que se instauraba.

16. En efecto, otro estadista monárquico, el Sr. González, buen conocedor, desde dentro, de los entresijos del insidioso régimen franquista, había aventado durante su virreinato los mayores obstáculos existentes al impulso ético que es el alma de la transición. Aplicando rigorosamente la ratio status, depuró (palabra horrible pero muy precisa) sin violencia (apartamientos, jubilaciones, etc.) a los elementos más refractarios no adheridos a algún partido del consenso, subió los impuestos a las clases medias que tanto se habían beneficiado del franquismo y recaudó fondos como pudo, puso en su sitio –al servicio del proyecto de la transición–, al poder judicial empezando por el Tribunal Constitucional, o luchó sin contemplaciones contra Eta.

Acometió asimismo grandes reformas estructurales para cimentar el proyecto de la doble transición a la Monarquía y a la democracia. Aquel régimen había fomentado el turismo meramente como fuente de las divisas necesarias para su fantasioso y retrógrado proyecto industrializador. El Sr. González tuvo una idea luminosa. Partiendo de aquella realidad e inspirado seguramente por lo mucho que habría leído y oído sobre el Reino de Jauja, concibió el genial proyecto de hacer de España un país habitado por turistas. ¿Porqué no habrían de poder vivir como felices turistas todos los españoles, o por lo menos, para citar a Bentham, la gran mayoría? Parodiando al gran Unamuno, ¡qué produzcan otros! Lo pertinente era reconvertir la Nación en un país de servicios; sería mucho más moderna, más al gusto de los competidores europeos, más internacional, y las masas satisfechas plantearían menos problemas; encima, servir es en sí mismo un acto de solidaridad y, por ende, de humanidad, acorde con el espíritu de los derechos humanos.

Consecuentemente, si el franquismo había convertido España en un país industrial, el Sr. González emprendió la desindustrialización con tanto éxito, que las malas lenguas llegaron a decir que se hizo almoneda de la economía franquista. Cierto que empezó a aumentar la distancia económica entre España y los países originarios de la UE, pero algo había que hacer a cambio de la integración en Europa y el bienestar perpetuo de los españoles.

De ahí, entre los muchos ejemplos que podrían citarse, que con el Sr. González aumentase en seguida el paro –contra lo que se cree, el parado tiene la dicha de no trabajar–; que se potenciasen sabiamente las finanzas –el enriquecimiento sin esfuerzo, que los fracasados llamaron «pelotazo»– frente a la inversión económica productiva, más complicada y trabajosa; que pensando en la tranquilidad de los españoles se declarase en cuarentena la energía atómica, en consonancia con el abandono de la producción y la preferencia por los servicios, etc.; a este respecto puede parecer una minucia, pero, también ad exemplum –es anecdóticamente muy representativa–, que se empezase a potenciar el transporte rápido ferroviario de pasajeros entre ciudades en lugar del de mercancías: se reprocha que aquel es carísimo; pero el coste se compensa al ser éste último innecesario, pues, evidentemente, si no hay producción no hay mercancías. En congruencia con el mismo cálculo global, se impulsó la concentración de la población en ciudades, en parte porque necesitan muchos servicios, en parte porque el negocio inmobiliario puede ser muy rentable y, en parte, para amortizar la población campesina, siempre desconfiada y retrógrada; es archisabido desde los lejanos tiempos de Aristóteles, que la democracia campesina no es lo mismo que la urbana, más receptiva a las nuevas ideas. Esto se completó con el inicio de una política antinatalista opuesta a la del régimen fascista: vistas las cosas ecológicamente, la población había crecido demasiado y, por otra parte, una población numerosa obligaría a mantener y aún aumentar la producción industrial y agraria, contrariamente al ideal de turistizar España. Obviamente, una concepción turística de la política no piensa en niños sino en árboles –el Sr. González dio ejemplo cultivando bonsáis– y fauna –se empezó por ejemplo a multar a los que comían lagartos aunque fuese por necesidad–; y si el éxito lo requiere, como así sucedió, siempre se podrían importar inmigrantes.

El Sr. Aznar, fiel al consenso, continuó, por supuesto, la política de reestructuración del Sr. González para contrarrestar las fantasías, los vicios y los disparates heredados: depuró en lo posible los residuos derechistas de su propio partido, para centrarlo, sustituyéndolos por jóvenes sin más compromisos que los de aquél, abrió las puertas a la inmigración, añadió a la desindustrialización la venta de los complejos industriales estatales y, a fin de completar la urbanización y acabar con el campesinado, se impulsó la inversión en viviendas urbanas; su sucesor, el Sr. Rodríguez Zapatero, pudo ya suprimir por innecesario el tradicional Ministerio de Agricultura, descongestionando de paso la burocracia centralista. Etc. etc.

En fin, resuelta o definitivamente encarrilada la cuestión social, el partido de la ética, de nuevo en el poder, se ha propuesto resolver la, por otro lado, acuciante cuestión antropológica, conditio sine qua non de la democracia avanzada. Una promesa de futuro de la Carta-Constitución, dentro, pues, de la senda constitucional, como dijo el inolvidable Fernando VII en otra ocasión memorable. No resultará fácil empero la nueva singladura a pesar de la buena voluntad, el genio y la laboriosidad del Sr. Rodríguez Zapatero y sus colaboradores. Tal cuestión es mucho más peliaguda que la social.

17. Efectivamente, a la crisis económica, debida como es notorio en el particular caso español a envidiosas injerencias exteriores, se unen la crisis política (por el déficit democrático) y la moral. Esta última es normal al ser una consecuencia inevitable de los cambios necesarios para consolidar la Monarquía y pasar de un cruel Estado paternal a otro mucho más ético, solícitamente maternal: de ahí, por ejemplo, lo de las cuotas. Se entiende que el êthos de la Nación esté desorientado a causa de la ingente acumulación de las sorprendentes, por incomprendidas, innovaciones modernizadoras, beneficiosas langfristig pero todavía mal asimiladas. Existe la impresión de que la necessitá delle cose, de la que hay que partir como algo con lo que tiene que contar inexorablemente cualquier acción política sólida y que tenga sentido, ha devenido un totum revolutum, en apariencia indominable. Al respecto, puede ser conveniente ofrecer unas breves reflexiones constructivas.

Probablemente, la ingente tarea de la transición a la Monarquía y ahora la implantación de la democracia avanzada, necesitaría un reposo a fin de asimilar las novedades acumuladas, considerar detenidamente la situación y recobrar fuerzas; algo así como el ritornare al segno de Maquiavelo. Pero el tiempo no para, es devorador por naturaleza, y lo cierto es que la transición a la Monarquía ha sido tan emotiva e intensa que ha dejado un tanto maltrecha a la Nación. Es como si la corroyese la gangrena, y ya decía el antes citado Hegel, que para la gangrena no sirve el agua de lavanda.

Efectivamente, la crisis no es sólo económica; una crisis económica puede ser gravísima; puede agotar a un pueblo pero no acaba con su geografía. El Sr. Rodríguez Zapatero tiene tantas dudas como el Tribunal Constitucional acerca de qué es una Nación, y ha entendido perfectamente que lo importante es el espacio geográfico. De ahí lo que algunos llaman su indiferencia o que digan los malpensados que su modelo económico es el cubano-venezolano y los enemigos que es tribal. Viendo lo que hace Obama, dicen otros que cuantas más crisis mejor, pues el método de los nuevos gobiernos progresistas consiste en aprovecharlas o provocarlas para ir introduciendo su revolución legal, de la que ya hablara hace tiempo Carl Schmitt.

Lo cierto es que, por una parte, tal como están las cosas no parece viable una solución política dentro del sistema establecido. Al no haber sido todavía asimilado, es sentido por gran parte del pueblo como un artificioso lecho de Procusto en relación con lo que llamaba el ilustre Montesquieu el espíritu de la Nación: se percibe un sentimiento difuso de que habría que desmontarlo para aliviar al menos su cuerpo. En realidad, es lógico que, en una crisis moral, el êthos, alma o espíritu de la Nación se sienta enfermo e incapaz de reaccionar contra su estado de postración. La reacción sólo podría venir de minorías sin embargo inexistentes, puesto que, con todo, la ilusión y la satisfacción es general.

En unas circunstancias que podrían hacer peligrar lo logrado, pensando serenamente puesto que el país está en buenas manos, ¿qué medidas podrían ser más convenientes para desenquistar la transición?; ¿darle un giro distinto al que se había concebido?; ¿jubilar el consenso político, como se hizo en la primera fase con los franquistas reticentes? (algo de esto ha empezado a hacer el Sr. Rodríguez, igual que el Sr. Aznar con los de esa procedencia en su partido); ¿recomponer el consenso social no del todo extinguido, dejándolo revivir o respirar?; ¿democratizar radicalmente el sistema a costa de lo que sea como sería lo políticamente correcto en el estado social democrático?; ¿es posible compaginar la Monarquía establecida con la democracia avanzada? El monarca tiene que ser por su sangre buen conocedor de los arcana historiae: ¿piensa que es el momento oportuno de rectificar lo que sea necesario, emprender un nuevo camino, esperar a que las cosas se enderecen por sí solas? ¿Ha llegado la hora de transformar la impolítica situación presente en un régimen político? ¿O es ya tan antipolítica que resulta imposible?

18. Especulando dentro del más absoluto desconocimiento de los arcana imperii, la primera tarea a acometer podría consistir pura y simplemente en despolitizar a la Nación limitando la actividad política al orden estrictamente político. Aunque muy maltratado por el consenso interpartidista necesario para asentar la Monarquía, sin embargo el viejo consenso social no parece haberse extinguido. Y no hay necesidad de sacralizar la Constitución, el documento fundacional del consenso político y de la Monarquía de Partidos, como piensa el partido popular. Basta con los honores de la fiesta anual, que dan lugar a un puente turístico. Es innecesario proponer la sustitución de la Nación por el patriotismo constitucional socialdemócrata, aunque haya divulgado la idea –no la ha inventado como creen algunos– Jürgen Habermas, famoso por el premio Príncipe de Asturias con el que se le ha recompensado. Fue un truco de prestidigitación, propio de ese partido comparsa en la necesidad de decir algo.

Sería más importante recuperar la libertad política que no había sido devuelta al pueblo, a la Nación, al heredarla la Monarquía, que inteligentemente decidió compartirla con el consenso político confiando en que luego la extendiese al pueblo en el momento oportuno. Es decir, el problema se reduciría a conciliar los logros con los restos de lo antiguo, para, una vez recobradas las fuerzas, proseguir con decisión la ruta hacia la democracia avanzada.

El consenso político ya ha hecho todo lo que ha podido para consolidar la institución monárquica. Cabría decir que, cumplido su papel, no está en condiciones, al menos en apariencia, de hacer más. Acostumbrado en demasía a las maneras semidictatoriales adquiridas –es humano– no sabría cómo compartir la libertad política que monopoliza.

19. Efectivamente, prosiguiendo con las especulaciones, la mayor dificultad para llevar a cabo la segunda parte del programa de la transición radica en que los partidos políticos y los sindicatos son la causa principal, al adocenarse, del enquistamiento del sistema. Hay que aceptar las cosas como son, con realismo político: los partidos están adocenados por las subvenciones que reciben del erario público, protegidos paradójicamente por las «incompatibilidades», por los privilegios, ciertamente merecidos por su esfuerzo, que se han concedido a sí mismos, la incrustación de los nacionalismos en el consenso político les ha acostumbrado a pedir siempre más, etc.; los sindicatos también han perdido su fuerza reivindicativa por las subvenciones de la misma fuente y privilegios como el de los sindicalistas «liberados», sin los cuáles, o se reforman drásticamente o quedarían a extinguir: restaurar la libertad de trabajo partiendo del nivel de libertades alcanzado durante la transición sería empero una buena aportación de los sindicatos al Bien Común.

En fin, los partidos han desempeñado a la perfección el papel que se les había asignado. Pero se cumple una vez más la ley de Pareto de la circulación de las elites, según la cual tienden a cristalizar y anquilosarse. Siguiendo esa lógica inercial, la clase política, que tanto bien ha traído al país, con el transcurso del tiempo se reproduce a sí misma como si fuese una casta, y los nuevos políticos y sindicalistas son ya herederos con tendencia a dilapidar la herencia. Más que políticos de raza como los de los primeros tiempos –Suárez, González, ¡el Guerra!, ¡Arzallus!, el gran Pujol, tranquilo desde que se lo ordenó el rey, el mismo Aznar si se permite mentarle en este somero recuento pasando por alto su confabulación con Bush y los sucesos del Alakrana y Perejil– son burócratas de la política. En gran parte proceden de las secciones juveniles de los partidos, una de las aportaciones más aprovechables del comunismo soviético a la estasiología. Profesionalizados, son muy útiles para la nueva forma político-burocrática europea de gobernar, de administrar las cosas, que ha dado en llamarse gobernanza, acogida con entusiasmo en Europa. Pero la verdad es que, como políticos en el sentido anticuado de la palabra, pero que todavía es importante, son bastante inútiles. Preparados para la política de partido, creen saberlo todo y hablan como dioses, pues han aprendido del viejo Aristóteles que la política es la ciencia suprema de la praxis; sin embargo, también es verdad que no suelen tener idea de en qué consiste la praxis política y propenden a confundir el Estado con un centro de negocios u otras cosas que no tienen nada que ver. Hay que tener cuidado con las deformaciones profesionales: es natural que quienes viven de su profesión la defienden a capa y espada.

Así pues, para completar la reflexión, en este momento, se necesita malgré tout una dosis de generosidad por parte de los gobernantes; que ejerzan sin reparos la virtú política a fin de recuperar la elasticidad del consenso político. Para acabar con el enquistamiento del sistema, bastaría para empezar con reformar adecuadamente la ley de partidos y la legislación protectora de los sindicatos sin necesidad de tocar la Constitución. Pero esto, dicho así, a secas, podría sonar a volver al anticuado derecho político.

20. No se trata de eso, sino de apelar de nuevo a la regla maquiavélica un principe nuovo dove fare di se una grande spettazione. Justamente lo que ha hecho, buscando remedios, el habilísimo Sr. Rodríguez Zapatero y sin embargo, se le reprocha: ha aceptado sin vacilar el sacrificio espectacular de hacer el papel de Anticristo en aras de la democracia y los supremos intereses de la Patria y la Humanidad. Tanto para conservar los frutos no ya verdes sino muy maduros del consenso monárquico, como para encaminar simultáneamente la transición hacia su auténtico destino: la libertad política en la democracia avanzada, expresión cuyo misterio ha empezado a desvelarse.

Estas son seguramente las razones íntimas de que haya planteado drásticamente desde el primer momento, casi por sorpresa, la cuestión antropológica; por supuesto, sin olvidar ni reducir a pura retórica, como buen socialista, la cuestión social, sobre todo cuando hay tanto paro; por ahora, sus medidas al respecto, han sido encomiables, constituyendo la mejor prueba la ausencia de agitación social a pesar de algunos escarceos. Esto no obsta a que, como en este caso particular aún no se ven los esperados brotes verdes, abunden las Casandras.

La cuestión antropológica es una innovadora concepción remozadora de la democracia social. A decir verdad, no había pasado inadvertida a sus predecesores, contando incluso con la comprensión eclesiástica, adversa por razón de oficio, puesto que implica en el fondo una gran cuestión teológica: la necesidad de revisar a fondo la teología. Pero ya se sabe, ecclesia semper reformanda, y la Iglesia indígena siempre está predispuesta a colaborar en pro del bien común; en caso de apuro, el humanismo cristiano siempre tiene el recurso de apelar al criterio del mal menor. Lo primero es lo primero.

El gran problema es que la solución de la cuestión antropológica, de la que depende la instauración de la democracia avanzada, conlleva la necesidad de crear un hombre nuevo eternamente tolerante y solidario sin reticencias, un nuevo consenso social, un nuevo êthos, una nueva cultura y una nueva civilización en la que la libertad haga verdaderos a los hombres, según la sagaz inversión retórica por el Sr. Rodríguez Zapatero en su papel de virrey, de la prefascista máxima evangélica, causa de tantos conflictos, la Verdad os hará libres. Por ende, sólo podrá ser resuelta a largo plazo. Mas, como la situación empezaba a no admitir demora, el jefe del ejecutivo se comportó desde el primer momento como un verdadero Caudillo.

No obstante, las adhesiones no son totales y el consenso social está muy desintegrado al no haberse consolidado todavía el êthos del consenso político. La confianza base de la amistad civil, en la que descansa la vida colectiva, está muy mermada. ¿Cómo recuperar o recrear la integración social? Complica la cuestión la enorme masa de inmigrantes que comenzó a introducir el partido popular durante los ocho años que gobernó para que los españoles trabajaran menos y pudieran dedicarse al turismo, al paso que fortalecía moralmente a los nacionalistas separatistas integrados gozosamente en el consenso.

21. La Nación, la más antigua de Europa, para la que la Monarquía, luchando una vez más contra el tiempo –recuérdese la célebre frase de Felipe II, para todo hay precedentes–, ha querido sin duda demasiado, como decía Nietzsche refiriéndose precisamente a España, se encuentra en una de las mayores encrucijadas de su historia, debido a la rapidez e intensidad del cambio. Pospuesta sabiamente la transición a la democracia, crece el número de los que piensan, con la reserva más mundana que escatológica sobre lo que consiga el Sr. Rodríguez Zapatero, que apenas subsiste como institución de referencia la Monarquía. A ella se dirigen todas las miradas, como dijo Ortega en otra ocasión.

Esta tensión se ha hecho patente con la discusión sobre la sanción real de la ley, al parecer imprescindible y urgente, que viene a reconocer el aborto, en términos más modernos y correctos la interrupción del embarazo, como un derecho inherente a la salud reproductiva. Las miradas de escépticos, increyentes, creyentes y fieles al tanto de lo que pasaba, han confluido en la figura del rey, a la vez con confianza y expectación. Pese a la finalidad humanitaria y por ende progresista de esa ley, la porción retrógrada de la Nación, que lamentablemente parece ser todavía la más numerosa, se ha sentido profundamente agraviada. Y la ley ha introducido una división entre los españoles como si fuesen de dos razas distintas: la más aborigen e inculta, que cree todavía en que la naturaleza humana es un hecho inmutable, y la que piensa, por desgracia todavía minoritaria, que es tan manipulable que se podría realizar el ideal de configurar un hombre nuevo, auténticamente democrático y solidario, absolutamente libre espontáneamente, sin Nación, ciudadano del mundo, más bien de la Humanidad, sólo con modificar la conciencia, tal como intentan este tipo de leyes, cuyo objetivo es pedagógico: se trata de allanar el camino a la democracia avanzada. Nada menos que Platón, el fundador de la ciencia política, pensaba que la función del Derecho es civilizadora; lo explicó muy bien en Leyes.

La radicalidad de esta nueva división de los españoles en dos bandos es de tal calibre, que puede afectar a las miras escatológicas de la Monarquía de Partidos. Ciertamente, la política es asunto de los laicos, a los clérigos no les concierne en absoluto, como han tenido que recordarles en algunas ocasiones ilustres personalidades afectas al consenso político. No obstante, la Conferencia Episcopal española, armada con la sabiduría de siglos de la Iglesia, se creyó en el deber de dejar claro que al monarca no le afectan los cánones; pues una lectura literal, fundamentalista, podría suscitar interpretaciones equivocadas. Como dijo Augusto Comte, «la única verdad absoluta es que todo es relativo». Así pues, confiando en el rey, le dejó a solas con su conciencia, que, escribió Salvador de Madariaga, es la mayor restricción al ejercicio del poder. Y el monarca, fiel a su conciencia dinástica, a los intereses de España y a los ideales de la democracia avanzada, firmó la discutida ley. Y no, como andan diciendo algunos, por fidelidad a la divisa de la Casa de Borbón «París bien vale una misa», que le valió a Enrique IV ser rey, sino porque era su deber constitucional. El propio monarca señaló en alguna ocasión que él no era como Balduino.

Con todo, el resultado es que, por una parte, mucha gente ignorante del Derecho y desorientada políticamente cree ahora que la institución monárquica sólo sirve a sus propios intereses y a los del consenso político. Por otra, la intervención eclesiástica ha dejado descolocados y confusos a muchos fieles que creen en la existencia de la naturaleza humana desde la concepción; bastantes se han escandalizado. Mera ignorancia: la Iglesia española, custodia de la Tradición, prácticamente se ha limitado a atenerse al precedente sentado por la ya entonces afortunadamente aggiornata Conferencia Episcopal cuando se aprobó la ley anterior (1985). La Iglesia habló en ambos casos dejando claro que la potestas del poder civil no la ha despojado de la superior auctoritas sobre la interpretación de los cánones. Una vez más, Roma locuta, causa finita.

22. Una explicación posible del alboroto y la división ocasionados por esa ley, a pesar de ser moderadamente avanzada, es que la precedía el desconcierto causado por la anterior de la memoria histórica (26.XII.2007). Al morir Franco, a la inmensa mayoría de los españoles no les preocupaba la guerra civil. Pero el partido de la ética y guía del destino de la Humanidad esperaba el momento de restablecer la justicia histórica. Sería intolerable estabilizar la Monarquía y asentar la democracia avanzada sobre una guerra que habían ganado los malos. Por tanto, esta ley no es menos encomiable por su generosidad, incluso económica, y sus fines pacificadores.

Lo que suscita para muchos un problema es la explícita renuncia de la Monarquía a su legitimidad de origen al calificar de «ilegítima» la «sublevación del 18 de julio». Decir ilegítima en vez de ilegal puede parecer un error, pues así se desahuciaría toda la transición, y esa misma ley no sería menos ilegítima. Para ser justos, el monarca firmante tendría que ser el primer investigado. Si dijese ilegal, todo el mundo sabe que la verdadera legitimidad es la de ejercicio, singularmente tratándose de príncipes nuevos como explicó Maquiavelo. Y tras la odisea de la transición a la Monarquía su legitimidad, ganada a pulso, es ya indiscutible.

Lo que en realidad preocupa es que afecta a su carácter originario de Monarquía tradicional. Mas, en puridad, la renuncia sólo implica la ruptura definitiva con el régimen franquista, aplazada por la necessitá delle cose. Esa renuncia sólo puede molestar a los residuos franquistas y a los puristas castizos, unos y otros todavía numerosos e influyentes pese a que la transición ha elevado el nivel cultural de la Nación al momento más egregio de toda la historia de España al menos desde los tiempos de Viriato. Esto permite por ejemplo que, para aliviar la crisis económica emigren españoles bien preparados: médicos, arquitectos, ingenieros, enfermeras, etc.

Lo que en verdad significa la renuncia ha de ser interpretado a la luz de la correlativa exaltación de la II República por el partido socialista, cabeza del consenso: habiendo llegado a buen puerto la Instauración, parecía el momento oportuno, por una parte, de transformar la Instauración, aunque sea simbólicamente, en Restauración, omitiendo así aquel régimen al que la dinastía no le debe absolutamente nada; al revés, puesto que retrasó desvergonzadamente la devolución de sus legítimos derechos a la Monarquía, siendo esto seguramente a lo que alude lo de «ilegítimo»; por otra, se trata de restaurar la tradición democrática hispana empalmando, más que con la República en sí, como engañosa o maliciosamente creen algunos, con su ejemplar democracia, trucidada por el golpe de Estado nazi-fascista e incluso islamista dado su origen africanista. Esto último debe ser, por cierto, una de las secretas razones de Estado, puramente tuitiva, de la Alianza de Civilizaciones: recuérdense la invasión de Tarik y Muza en el 711 y el 11 de marzo de 2004; más vale prevenir que lamentar.

En fin, la ley de la memoria histórica significa que ha llegado la hora de poner las cosas a su sitio rompiendo con el impuesto pecado original de la transición; de desmentir rotundamente el dicho de que ha sido una transacción como si de un negocio se tratara; y de emprender decididamente la marcha hacia la verdadera democracia, la avanzada, para poner a España a la altura del Weltgeist y comenzar sin reticencias la nueva gesta imperial que, esta vez, redima a la Humanidad entera, aunque en relación con esto último se presente como serio competidor el venezolano Sr. Chavez. Pero la situación geográfica de España, entre las dos Américas, Europa y África, es ideal para la expansión imperial de la socialdemocracia avanzada, la idea rectora de la transición.

23. No obstante, por prudencia política, que según Maquiavelo pasa a ser la virtud principal, cuando una vez poseído un Estado se trata de conservarlo, cabe hacer algún reparo constructivo. La historia está llena de ruinas de Monarquías, Estados e Imperios que se consideraban inmortales.

Es pensable que, por un exceso de celo o de fidelidad a sí mismo, el consenso no haya calculado bien la oportunidad y las consecuencias de esa ley. Hay síntomas de que puede haber sido prematura. De hecho, en la tarea de recordar, evocar, recuperar, excavar, exhumar y reconocer, parecen llevar de momento bastante ventaja los retrógrados, resentidos y rencorosos elementos fascistas, incapaces de agradecer que no se les haya prohibido hablar e investigar por su cuenta, sin solicitar subvenciones. La ultraderecha, excitada por esa ley, está volviendo a levantar cabeza, como denuncian diariamente los media independientes y libres. Y, si esto sigue así, no va a ser fácil enmendar la guerra civil en el sentido correcto, conforme a lo que exige la historia verdaderamente humana, tal como la había concebido primitivamente por ejemplo Carlos Marx, aunque el consenso político, más al día e impulsado por su humanismo y afán de justicia histórica, quiere ir más lejos.

Las leyes han de ser justas, y ésta indiscutiblemente lo es; pero también oportunas; por eso debe el político combinar la fortaleza, la virtú, con la prudencia. A pesar de todo y del tiempo transcurrido, ya han empezado las comparaciones, las discriminaciones y… ¡hasta las persecuciones! Lo ocurrido, por poner un ejemplo, con el juez Garzón, inventor del poder judicial universal en pro de la justicia histórica, la verdadera justicia, es tan sangrante como lo que se dice y escribe sin el menor recato de don Santiago Carrillo, héroe de la batalla de Paracuellos en la guerra civil y otras posteriores. Habría que poner coto a desmanes tan desalentadores, que pueden resultar contraproducentes para establecer una democracia tan avanzada como la que se vislumbra. Las manifestaciones de la izquierda en respuesta a lo del Sr. Garzón han sido un apoyo necesario pero tibio y al parecer en decadencia, con el inconveniente de que han empezado a excitar a la ultraderecha nazi-fascista, que ha recogido adhesiones.

La ley de la Memoria histórica es sin duda un hallazgo tan genial, que se entiende el entusiasmo general que ha suscitado incluso allende las fronteras (y no sólo las de las Comunidades Autónomas); llama la atención el interés universal de los escribas de la historia, los historiadores. Y el entusiasmo, la manía divina decían los antiguos griegos y repetía Coleridge, es uno de los grandes impulsores del movimiento histórico.

Concebida en honor de Clío, sin perjuicio de sus intenciones, que pueden resumirse en lo ya dicho sobre la necessitá política de lograr la definitiva pacificación de los espíritus –el del mismo Sr. Rodríguez Zapatero por lo de su abuelo–, y rectificar la historia en el sentido correcto, no parece servir empero para enmendar los errores y crímenes históricos ni corregir las consecuencias no queridas sobrevenidas en el curso de la transición: es imposible conquistar y dominar la historia, ¡a Clío!; quien sabe si la diosa, cuyos planes ignoran los mortales, podría tomarlo como una intromisión, un desafío o una profanación; tanto más si, por un legítimo entusiasmo adecuadamente subvencionado por los poderes públicos, al escarbar en el pasado se llega, como está ocurriendo, hasta los Reyes Católicos, o, aún más lejos, por ejemplo, al paradisíaco Al-Andalus musulmán, sólo perturbado, y finalmente aniquilado por la ultraderecha asturiana, castellana, portuguesa y catalana-aragonesa; o a los godos, los romanos, los cartagineses, y a los celtíberos: a Túbal, de quien dice la leyenda que, sin duda desviándose del curso de la historia, fundó España; aunque sería muy bueno e ilustrativo averiguar cuáles fueron sus intenciones, parece muy difícil.

En plazos tan largos, ¿quién puede saber lo que es correcto para Clío? Se decía del imaginario Dios de los cristianos, que escribía derecho con renglones torcidos. ¿Y porqué no va a hacer Clío lo mismo? Hay precedentes que conviene tener en cuenta: los ilustrados regímenes comunistas y el nacionalsocialista, preocupados por la corrección histórica ya intentaron, más modestamente, algo parecido y fracasaron rotundamente. El think tank, la intelligentzia, el pouvoir espiritual, o lo que sea, que inspira al consenso político, debiera tener en cuenta esas tristes experiencias. Sin ánimo de dar un consejo no pedido, mientras no impere la nueva civilización en la que habrá desaparecido la historia con todas sus barrabasadas y trifulcas, es una constante que siempre vuelve y tampoco siempre como comedia; en ocasiones, depende de Clío, como tragedia.

24. Quizá todo es debido a una desafortunada confusión de Clío con Fortuna. Es Clío, no Fortuna quien rige el curso de la historia; a veces prohíbe a Fortuna, veleidosa diosa inferior, que siga haciendo favores; otras, irritada por sus caprichos, hace intervenir a las Erinnias, que los latinos llamaban Furias. Y a las Furias, una vez desatadas, es inútil llamarlas aduladoramente Euménides como hacen los ingenuos para aplacarlas. Los extravíos de Fortuna y los disgustos que da a Clío siempre los pagan los hombres. Hay que tener cuidado con aquella; una cosa es seducirla para asuntos quizá decisivos pero menores, o en la certeza de que no se enfadará Clío, y otra jugar con ella; aunque es juguetona, le gusta jugar su juego; y, por lo demás, ignora los designios de Clío, de quien, por si acaso, anda siempre temerosa.

Queda en pié, que si bien los hombres hacen la historia, a causa de las intromisiones de la Fortuna no saben qué están haciendo; sólo Clío sabe de dónde viene y adónde va la historia. Ni siquiera los hombres de Estado pueden preverlo con absoluta certeza, por lo que a pesar de su fuego interior que diría Hegel, y su recia voluntad, siempre están a expensas del albur de los acontecimientos. Mientras se ocupan de avatares menores, su deber y su trabajo de hombres de Estado consisten, sencillamente, en actuar en pro de un objetivo principal sin desviar de él atención, confiando que coincida con la voluntad de Clío. Un ejemplo evidente es el caso del Sr. Rodríguez Zapatero en su empeño en avanzar sin pausa hacia la democracia avanzada.

No obstante, aunque, quien puede y conoce todos los entresijos afirme que «él sabe muy bien hacia qué dirección va y por qué y para qué hace las cosas», aún los más grandes hombres de Estado pueden equivocarse tácticamente al ejecutar sus planes para realizar sus grandiosos fines: errare commune est mortalibus; y no es raro que, por cansancio, por un descuido o por un enredo de Fortuna, es muy humano que obcecados por su éxito y el fuego interior –Hegel dixit– que les consume en su papel de ser el camino, la verdad y la vida de su tiempo y de su pueblo, en este caso de la Humanidad entera, se dejen dominar por la hybris y calculen mal. Lo que hagan entonces recarga en exceso la necessitá delle cose. Y no es desdeñable el peligro de que la acumulación de hechos extraordinarios complique de tal modo la necessitá que resulte incomprensible y por ende inmanejable. Tal parece ser la situación presente, en la que el actual ejecutor de la transición –en términos taurinos su matador, si consigue llevar a buen puerto su proyecto–, agotado por su esfuerzo sobrehumano y confuso por la acumulación de innovaciones y necesidades, puede perder el rumbo.

Por otra parte, según se recordó antes, al menos el cincuenta por ciento de los actos humanos que hacen la historia depende de la esquiva Fortuna con el permiso de Clío. En su nivel, al ser una diosa es invencible; y si se la seduce para atraer sus favores, como después de todo la seducción no pasa de ser un engaño, si se da cuenta puede vengarse: le basta con dar la espalda al seductor como ha hecho en tantas ocasiones. Tampoco es lo mismo seducir que conquistar. En lances de amor, la conquista de una mujer es para siempre si el conquistador, una vez conseguida, así lo quiere. Pero conquistar a Fortuna requiere una gran virtú y luego una extraordinaria prudencia. Ya advertía Maquiavelo que in politicis, una vez conseguido el poder, lo difícil es conservarlo, y eso equivale a conquistar a Fortuna. El peligro radica en que la virtú y la prudencia pueden decaer, y, sobre todo, siempre subsiste la posibilidad de que por motivos ignorados intervenga Clío. El éxito puede acabar en batacazo.

Que el Sr. Rodríguez Zapatero posee una gran virtú y que le ha acompañado la Fortuna es indiscutible. Si Maquiavelo hubiese visto sus prodigios le hubiera puesto como ejemplo al lado o en lugar de Fernando el Católico o César Borgia. Ha seducido reiteradamente a la diosa, a juzgar por el éxito de sus acciones. La Monarquía, que a él, con su afición a la literatura le gusta llamar retóricamente republicana, puede estar satisfecha. Para instaurar la democracia avanzada, confiando en sus dotes y su audacia ha hecho suya la cuestión antropológica democratizando la misma muerte. Mas, últimamente hay indicios de que la diosa, caprichosa por naturaleza, o bien porque cree haber sido engañada, que intentaba conquistarla, o porque Clío la ha llamado al orden, parece haberle dado la espalda después de sus grandes éxitos, tal como hiciera en otro tiempo con César Borgia pese a su gran virtú.

Por unas u otras causas, la situación se ha tornado inestable; empieza a tener el aire de una guerra fría en trance de calentarse; puede llegar a ser muy peligrosa. Y ya se sabe: ducunt fata volentem, nolentem trahunt. Maquiavelo aconsejaba violentar a la Fortuna si no se deja seducir. Si el Sr. Rodríguez Zapatero en su papel de manager del Reino, no lo consigue una vez más y tampoco se atreve o es capaz de violentarla –naturalmente sin contrariar a Clío– ¿arrastrará la situación, como muchos temen, a la Monarquía? Al final, todo dependerá, como siempre, de los inescrutables designios de la diosa de la historia.

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