conoZe.com » Baúl de autor » Eleuterio Fernández Guzmán » Eleuterio - 2011

Orando en el huerto con Cristo

Cada año llega a nosotros el gozoso tiempo de Semana Santa. Jesús, en un momento muy importante de su Pasión, se acercó a Gethsemaní para orar. Allí supo la que, en definitiva, era la voluntad de su Padre: que perdonara, que fuera misericordioso, que tuviera a sus enemigos (por parte de ellos tal enemistad) como hermanos, que lo eran, por ser hijos de Dios.

Valga esta meditación como agradecimiento a tanta gracia de Dios.

«Sobre todos nosotros.

El oprobio hacia Dios, Abba amado, Padre tuyo y nuestro, el pecado de cada acto de soberbia, de orgullo, de cerrazón del alma ante el prójimo, ante quien necesitaba de una mano amiga o de un instante de aliento, ante quien buscaba el alivio de una pena o el sembrar de una oración, ante quien estaba necesitado de luz que iluminara su tiniebla y su vida y, así, poder remediar la tristeza de su existir; el viento de odio que nos había llevado, siglo tras siglo, ese falso bienestar de una verdad no entendida; la lucha en la que siempre vencía el mundo…sobre todos nosotros.

Postrado, arrodillado, humillado, demandando clemencia de la voluntad de Tu Padre recaía, sobre tu ser, todo eso que sobre todos nosotros hace tanto tiempo brillaba para oscurecer nuestro venir, nuestro ser, nuestro presente; que desde hace tanto tiempo, tanto tiempo, en un pasado, como una losa, cae sobre el alma nuestra y nos vence, nos gana, nos hunde.

¡Tanto peso sólo podía ser compensado con un amor sin límites! ¡Tanta ocultación de la bondad sólo podía ser compensada con un corazón donde cabía todo el bien!

En nuestra particular nada, ahora y antes, cuando ante la virtud oponemos una resistencia casi indomable, de negación de la Verdad; cuando sufrimos el asedio del mal; cuando en cada pensamiento nos acomete la maldad que no descansa, ¿somos capaces de rendir nuestro corazón y pedir, pedir, pedir, el auxilio de Quien lo quiere dar?, ¿acaso imploramos la clemencia del Que es todo misericordia y para quien el perdón es la savia de su permanencia eterna?, ¿cómo hacemos de nuestra vida un dolor con sentido?

En nuestro huerto particular, Gethsemaní amargo donde todo fruto es sueño, donde no hay aceite que unja nuestro espíritu ni nos fortalezca, donde orar es, a veces, un árido terreno de piedras forjado, también debemos sentir la urgencia de acudir al Padre, de recordar que siempre espera, que siempre está solícito a nuestras peticiones, que siempre nos alienta ante la asechanza del maligno el cual, en su acometida, no descansa vistiendo de luz lo que es noche, disfrazando de brisa lo que es viento que, huracanado, eleva hacia la nada nuestras ansias de tener. Es ahí, exacto mirar desde donde el bien encuentra su seno, donde repetirse en el pedir es señal de perseverante amor, donde las gotas de nuestra vida caen como su sangre, como si de hojas caducas se tratase queriendo pedir la perennidad de la vida eterna, soñando con un mañana virtuoso, para olvidarlo al coste de esa ambición.

Sobre ti recaía, recayó, recae, en una repetición de siglos porque es eterna tu existencia (hasta el fin de los tiempos, dijiste), todas las maldades que tus hermanos, hijos del mismo Padre, Abbá amado, han, hemos, ideado para poder reconocer nuestro vacío poder, para volver a coger, otra vez, aquella quijada que hiciera clamar a la sangre de Abel la caricia de Dios, que fuera, ya para siempre, la mejor y más genuina definición de nuestro actuar.

Somos, así, como esa lágrima que, al caer, gusta el terroso sabor de la tierra de donde salió porque, al mezclarse, con ella, da lugar al barro con el que el Creador quiso formar, a su semejanza, una imagen de sí mismo… y ésta se olvidó, fácilmente, de sus manos.»

Y que Cristo, que tanto supo perdonar a aquellos que, de forma inmediata, lo iba a maltratar, tenga para nosotros palabras de amor y de misericordia porque, al fin y al cabo, no somos como los ángeles sino, en todo caso, algo menos que ellos (Hebreos 2, 7).

Es tiempo, éste de Cuaresma, de oración. No nos durmamos como les pasó a Santiago, Juan y Pedro que fueron, entonces también, sólo hombres de carne y no de espíritu.

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