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El valor educativo de la Confesión

Sin duda por la situación actual de «emergencia (urgencia) educativa», Benedicto XVI ha querido señalar el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Lo hizo en una alocución a los participantes en un curso promovido por la Penitenciaría Apostólica (25-III-2011). Citó varios ejemplos de confesores (San Juan María Vianney, San Juan Bosco, San Josemaría Escrivá, San Pío de Pietralcina, San Giuseppe Cafasso y San Leopoldo Mandić) como testigos de la misericordia divina, que se manifiesta siempre en ese encuentro personal con Jesucristo que es el sacramento de la Confesión.

Cabe recordar que el Sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación, o sencillamente «la Confesión», es uno de los sacramentos «de curación», pues lo mismo que la vida humana puede enfermar, esto sucede también con la vida espiritual. Impulsado por Juan Pablo II, el VI Sínodo de los Obispos se ocupó de «La Reconciliación y la Penitencia en la misión de la Iglesia (1983). Le siguió una magnífica exhortación sobre el mismo tema. En ella se analizaba la pérdida del «sentido del pecado» en nuestro tiempo. Los principales medios para la formación en este ámbito son la educación en la fe con su fundamento bíblico (ver al respecto la Exhortación Verbum Domini, 30-IX-2010), la formación de la conciencia de los fieles y una praxis de los sacramentos atenta y renovada.

Todo ello se ofrece en nuestros días como un redescubrimiento para los cristianos y un motivo de interés para muchas otras personas.

Valor pedagógico para el sacerdote

Vengamos ya al reciente discurso de Benedicto XVI. La Confesión tiene un gran valor pedagógico, primero para el sacerdote, hasta el punto de que el confesonario «puede ser un ‘lugar’ real de santificación». De la administración del Sacramento de la Penitencia el sacerdote puede extraer lecciones de fe, de humildad y también sobre la conciencia de su propia identidad.

Primero, el sacerdote refuerza su propia fe, al contemplar la «profesión de fe» que supone el hecho de confesarse. El confesor tiene la oportunidad de «palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre». Con frecuencia se encuentra «ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma». Es verdad que conocer los aspectos oscuros del corazón del hombre puede poner a prueba su humanidad y su fe. Pero esto, de otro lado, «alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo».

Exclama el Papa: «¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor!». Un valor pedagógico que se extiende también a «la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental». Y es que el sacerdote no escucha a sus hermanos únicamente como hombre: «Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma».

Valor pedagógico para los penitentes

¿Y cuál es el valor pedagógico de este sacramentos para los penitentes? Se trata ahora de lecciones sobre la acción de Dios y su bondad, la propia libertad y fragilidad, la necesidad de formar la conciencia, y los modos, concretos y personales, de crecer en la fe, la esperanza y el amor.

Todo ello depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del sacramento. En la confesión se expresa particularmente la libertad personal y la conciencia. Por eso, «el examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran ‘escuela penitencial’».

A continuación, «en nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad». Benedicto XVI anima a los sacerdotes a dedicar tiempo a este ministerio porque «ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos». Junto con esto, «la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida».

Asimismo «la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente». Y añade el Papa: «No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario».

Por último, «la acogida de la penitencia», que prescribe el sacerdote, «y la escucha de las palabras ‘Yo te absuelvo de tus pecados’ representan una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua».

Al final el Papa da a los sacerdotes un consejo de oro, pues la experiencia personal como penitente es también una gran escuela: cuidar la propia confesión, también para aprender a confesar cada vez mejor, al servicio de Dios y de las personas.

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