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El tan necesario sí a la Fe de Benedicto XVI

«Seguir a Cristo significa asumir el modo de pensar de Cristo, el estilo de vida de Jesús» (tomado, esto, del sentido de de la Epístola de San Pablo a los Filipenses 2,5). Con estas palabras, dichas en la Homilía de las Vísperas en el Santuario de Mariazell, Benedicto XVI en su viaje a Austria (2007), dejó dicho lo que, al fin y al cabo, supone ese ir tras los pasos del Maestro, buscar sus huellas en las Sagradas Escrituras y en el mundo: ¡Sí a la Fe!

El lema general de aquella visita pastoral del Santo Padre abonaba esta tesis de la respuesta positiva que tenemos que dar al presente que nos toca vivir. «Mirar a Cristo» es bastante significativo de lo pretendido: hacer ver, y no sólo a la cita nación (El Papa cuando habla lo hace, es de entender, para el orbe aunque acentúe ciertas características locales) la importancia y necesidad de la Fe en nuestras vidas, el eco de la voz de Dios que, inscrita en el Decálogo que entregó a Moisés en el monte Sinaí, llega hasta los corazones atribulados de los europeos del siglo XXI.

Pero Benedicto XVI nos transmitió un claro e ilusionado Sí; un Sí en mayúsculas porque grande es lo que refiere: creer en lo que no se ve, ejemplo de lo dicho por Cristo a Tomás tras la resurrección y que hizo exclamar, al incrédulo discípulo, aquel ¡Señor mío y Dios mío! que tanto ha dicho a generaciones sin término. Un Sí con base y estructura y no un Sí vacío y lleno de la materialidad del presente; un Sí que constituye la vida del discípulo de Jesús y que contiene, en sus entrañas divinas, la semilla de mostaza que, de la nada que nos deja el mundo y su mundanidad, transforma nuestro espíritu en ave deseosa de volar al Reino del Padre, anhelo que se cumplirá si así queremos y, por lo tanto, actuamos como corresponde a un hijo de Dios.

Muchas cosas ha dicho el Santo Padre sobre el Sí a la Fe. Pero ahora, antes de seguir con ellas, recordemos lo que, sin duda, resulta primordial, base del resto de creencias: el domingo, la Eucaristía, el Día del Señor.

«Nosotros mismos necesitamos de esta visión de la bondad del domingo en medio de nuestro día».

Esto, dicho por Benedicto XVI aquel 9 de septiembre nos trae a la memoria ese «¡Sine dominico non possumus!» de aquellos otros nosotros del siglo IV que, «atrapados» en la celebración de la Eucaristía no consintieron renegar de ese gozo, deviene luz para los tiempos de oscuridad que nos reservan los detentadores del poder relativista del hoy. Si «participamos en el descanso del Señor», por eso mismo, no debemos dejarnos dominar por ese ¡No! terrible que a nuestra creencia en Dios quiere imponerse a esta Europa que pretende olvidar, en sus textos legales, lo que el corazón proclama a gritos: ¡Queremos que Cristo reine! y, por eso, no estamos en disposición de preterir el domingo como fiesta, el domingo como día de encuentro con la comunidad cristiana, con los hermanos hijos de un mismo Padre.

Y, entonces ¿Qué clase de Sí proclama Benedicto XVI como importante?

Sobre todo, un Sí a Dios, «a un Dios que nos ama y nos guía», a un Dios que es aliento de una existencia que ha de tender a darse y a entregarse al otro, esencia misma de la Cruz; un Sí a la familia (tan atacada en según qué naciones) que, como célula esencial de la sociedad, nos transmite, o nos ha de transmitir, unas creencias centradas en el amor como eje principal y esencial, primera ley del Reino de Dios; un Sí a la vida, zaherida por los que se creen detentadores de ella y la manipulan como instrumento de negocio haciendo ver como progreso lo que, en realidad, es intención de sentirse con el poder de dar y quitar la misma; un Sí a «la solidaridad, a la responsabilidad social y a la justicia» en evitación de las malformaciones que presenta una sociedad en la que prevalece el tener sobre el ser que tantas esclavitudes produce; un Sí a la «Verdad» y, en fin y por eso, un Sí a las Tablas de la Ley, un Sí a las Bienaventuranzas, un Sí a la doctrina que Cristo nos transmitió para que el cumplimiento de la Ley de su Padre fuera perfecta o, al menos, intentáramos que lo fuera.

Y todo esto se concentra en esta frase: «Pidamos al Señor que también en nuestro tiempo conceda a los hombres la valentía de dejarlo todo para así ser para todos». Y esto es un buen resumen de todo lo dicho. Reclama un Sí grande, sin reservas a la Fe que es, ni más ni menos, lo que siempre quiso Cristo, nuestro Maestro, nuestro hermano, y Dios mismo hecho hombre, Hijo del hombre según el profeta Daniel.

Y nosotros que, a veces, nos hacemos los remolones ante las llamadas a la unidad de vida católica; nosotros que, a veces, miramos para otro lado cuando se nos reclama una entrega que vaya más allá del simple asentimiento sobre nuestra creencia; y nosotros, que cuando se nos reclaman las manos y el corazón entregamos, como exagerando lo que hacemos, algo de nuestro tiempo, deberíamos ser fieles en aquello que decimos creer.

El sí a la Fe del Santo Padre debe proponer a nuestro corazón un sí grande, grande, grande y un fiat como aquel que pronunció María ante Gabriel, enviado de Dios para procurar la salvación de sus criaturas. Y, luego, aceptar tal proposición.

Ahora en...

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