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Jesús de Nazaret

La Semana Santa y el reciente libro del Papa han vuelto a golpear mi conciencia con unas palabras de Camino que leí, por vez primera, hace muchos años: «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús.–Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios… –Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego… no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!»

Al menos, dos explicaciones admite la mirada turbia que desenfoca. Tal vez este número del libro más conocido del fundador del Opus Dei se está refiriendo preponderantemente a la luz diáfana velada por los errores personales. Efectivamente, el egoísmo, la sensualidad o la soberbia desdibujan la imagen de Cristo que hemos de contemplar plena de claridades para asemejarnos realmente a Él. San Josemaría se refería audazmente al cristiano, no ya como otro Cristo, sino como el mismo Cristo. Por eso, tal vez la última frase del punto citado admita un doble sentido: que tengamos una visión acertada de Jesús es el más obvio, pero también puede pensarse en que Dios Padre pueda ver en nosotros la imagen de su Hijo.

Se acercaría esta segunda interpretación a la que el mismo autor utiliza en Forja: «–Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?… ¿Está ahí Cristo? –¡¡No!! ».

«–De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo».

Hablo de este punto como de la imagen que el Padre puede ver en nosotros porque en el original de estas palabras –que el autor retoca para 'esconderse'– se lee una interpelación de Dios: ¿Dónde está el Cristo que yo busco en ti? Es profundamente bello y real que Dios Padre nos ama en Cristo, precisamente porque, a pesar nuestras miserias y por beneplácito de su voluntad, puede ver al Hijo Amado en cada uno de los que Él salvó.

Pienso que ambas consideraciones han de confluir en la determinación de purificar la mirada con el sacrificio, la honradez y la verdad, con muchos pequeños servicios a los demás y el empeño por cumplir la voluntad del Padre que está en los Cielos, con la práctica contrita de la Confesión sacramental…, de manera que pueda verse a Jesús aun a través de nuestra miseria.

En el segundo tomo de «Jesús de Nazaret», Benedicto XVI reitera la idea de que saltando por encima de distinciones que sólo han conducido a errores –el Cristo de la fe y el Cristo de la Historia–, sin despreciar el método histórico-crítico, pero sin dejarse atrapar por él para no encontrar a un Jesús 'disecado', insiste en buscar al Cristo real, al único Jesucristo, en quien se encierran –así escribirá san Pablo– todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia. Un Jesús de Nazaret que se nos manifiesta como lo que es realmente: verdadero Dios y verdadero hombre. Es algo bastante repetido por el Papa actual al referirse al análisis de la Sagrada Escritura: es preciso estudiar el texto, pero sabiéndolo parte de un todo cuya explicación final está en Cristo. Y cuya verdad tiene en depósito el Magisterio eclesiástico.

Buscaré dos pinceladas –no caben más– de las muchas que contiene esta obra del Papa. Una es la narración de Lucas sobre el encuentro de Jesús resucitado con los discípulos de Emaús. Se describe perfectamente el camino que hacen juntos, la conversación con ambos para hacerles ver, con sus palabras y su acompañamiento, que toda la Escritura había hablado de los acontecimientos de esta Pasión, que lo 'absurdo' de la cruz manifiesta ahora su más profundo significado. «En el acontecimiento aparentemente sin sentido –escribe Benedicto XVI– se ha abierto en realidad el verdadero sentido del camino humano». La cruz, escándalo para unos y locura para otros, como afirmará san Pablo, es poder y sabiduría de Dios, fuente y explicación del suceder humano. Todo dolor, por incomprensible que resulte, tiene sentido.

La otra pincelada es el breve diálogo con el Buen ladrón, quien se da cuenta de que este hombre crucificado a su lado hace realmente visible el rostro de Dios, es el Hijo de Dios. Por eso le implora: «acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Dice el Papa que no sabemos hasta qué punto aquel hombre entendió el alcance del reino, pero obviamente se ha dado cuenta de que, precisamente en la cruz, este Jesús sin poder alguno es el verdadero rey; «Aquel que Israel estaba esperando, y junto al cual no quiere estar solamente ahora en la cruz sino también en la gloria».

Vale la pena buscar a Jesús de Nazaret en estos días: a través del Evangelio, del Vía Crucis, en los monumentos, escuchándole, participando en la Eucaristía del Jueves Santo y en los Oficios del Viernes, en las procesiones y especialmente con una buena confesión. Se cumplirá en nosotros el salmo: «acercaos a Él y seréis iluminados».

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