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Alemania e Italia ya lo hicieron. ¿Y nosotros?
Estados Unidos tiene actualmente casi 500,000 embriones humanos almacenados en tanques con nitrógeno líquido en clínicas de fertilidad, un número comparable a la población total de ciudades como Cleveland o Tucson. Alemania, en contraste, tiene en todo el país sólo unos cuantos embriones congelados y almacenados.
La razón de esta notable diferencia es que Alemania emitió en la década de los noventas una Ley de Protección al Embrión que prohíbe el congelamiento de embriones humanos. Italia tiene en vigencia una ley similar. Ambos países reglamentan muy estrictamente los tratamientos de fertilización in vitro, no permiten la producción de más de tres embriones a la vez y todos tienen que ser implantados en su madre. Estos dos países prohíben también la producción de embriones excedentes, así como la experimentación, la clonación y las pruebas genéticas con embriones.
Estados Unidos ha fracasado rotundamente al no establecer un marco legislativo o ético razonable para reglamentar su multibillonaria industria de la fertilización, dando lugar así a lo que se describe muy bien como «El Salvaje Oeste de la Infertilidad», la tierra de nadie donde todo se vale, hasta la congelación rutinaria de una gran cantidad de seres humanos en estado embrionario. Ciertamente, esta práctica constituye una de las más grandes tragedias humanas de nuestro tiempo.
No se necesita mucha reflexión ética para darse cuenta de la grave injusticia que se comete al congelar a un ser humano. El congelamiento y descongelamiento somete a los embriones a un alto riesgo y hasta un 50% de ellos no sobrevive al proceso. En muchos casos estos embriones quedan finalmente abandonados por sus padres, condenados a un estado estático a perpetuidad, atrapados en el tiempo, en la cruel desolación de los orfanatos de nitrógeno líquido. A raíz de esto muchos padres y madres enfrentan después dilemas atormentadores respecto a qué hacer con sus hijos en animación suspendida. Una vez impuesta esta injusticia vienen otros a argumentar a favor de una ofensa aún más flagrante contra la dignidad de estos embriones, esto es, destruirlos con tal de extraer sus células madre.
El argumento de que los embriones «se tirarán de todos modos» ha sido muy eficaz para convencer a legisladores y políticos para que favorezcan a los científicos interesados en usarlos en la experimentación. Fruto del pragmatismo estadounidense que busca «maximizar los rendimientos de la inversión», la subyugación de los embriones es casi total en nuestra sociedad al reducirlos a simples «cosas», objetos que se pueden manipular, valiosos por lo que pueden aportar a los intereses y deseos de los demás.
Recurriendo al argumento de que los embriones se tirarán de todas formas, el Dr. Chi Dang, profesor de medicina en la Escuela Médica de la Universidad Johns Hopkins, dijo en una entrevista reciente: «La pregunta es: ¿Es éticamente más aceptable destruir estos embriones echándoles ácido encima, o reorganizar estas células aglomeradas y así crear nuevas líneas celulares que podrían beneficiarnos en el futuro?». Cuando empezamos a promover este tipo de falsas dicotomías y a construir una ética de castillos de arena, es que ya estamos cayendo en la complacencia, en una especie de letargo moral respecto a nuestros deberes elementales para con los humanos más débiles y más pequeños.
Gary Rosen escribía en una ocasión en el New York Times que un curso de Ética para Principiantes bastaría para hacernos ver cuál es el problema aquí, es decir, que no debemos tratar a otras personas como medios para nuestros propios fines sino como fines en sí mismos. Sin embargo, hasta la ética más básica parece difícil de cuadrar con las frías y bien estructuradas discusiones clínicas sobre «aprovechamiento de embriones» y «reorganización de células aglomeradas». Aunque el vocabulario de los científicos investigadores de células madre y quienes los apoyan se mantenga completamente académico, no por eso deja de tener, en palabras de Rosen, «un inconfundible olor a canibalismo».
En Estados Unidos necesitamos urgentemente una Ley de Protección al Embrión. La tentación de negar la humanidad de nuestros propios hermanos sigue presente y nos trae resonancias de tiempos pasados, cuando con fines de representación en el congreso los esclavos equivalían a sólo tres quintas partes de una persona. Tratar al ser humano como si no valiera ni una quinta parte de una persona es una violación, más deplorable aún, de los derechos humanos. Los integrantes más pequeños de nuestra familia humana merecen protección legal. Leyes como las de Alemania e Italia, aunque no podrían detener todas las injusticias contra los embriones, sí impedirían que se llegue aún más lejos con otras formas de barbarie en el laboratorio y de explotación humana, evitando así que esto se convierta en la norma.
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